El poder punitivo “es como la serpiente, solo muerde a los descalzos”. (Eduardo Galeano)

Si bien todo problema social no tiene una causa única, existen causas que tienen mayor repercusión que otras. Esto ocurre con el problema de la criminalidad. Las investigaciones sugieren que la desigualdad social es una de las causas más importantes del aumento de la criminalidad en un determinado país. Sin embargo, en nuestro país, como en otros, en materia de lucha contra la criminalidad, se hace cualquier cosa, menos lo que sugieren las investigaciones sociales.

En efecto, desde hace años los investigadores sociales nos vienen diciendo que lo que parece ser cierto tanto para los países ricos como para los pobres es que cuanto mayor es la distancia entre la minoría acomodada y la masa empobrecida, más se agravan los problemas sociales. Esto es, que no importa lo rico o pobre que sea un país, sino lo desigual que sea[1]. Las consecuencias de la desigualdad social son conocidas: “altos índices de criminalidad, problemas sanitarios, menores niveles de educación, de cohesión social y de esperanza de vida”[2].

La experiencia histórica muestra, por un lado, que los países logran reducir los problemas delictivos en la medida en que maximizan la inversión en educación de calidad, salud, mejora de la alimentación, recreación, en lugar de volverse en el privilegio solo de los más ricos[3]. Y, que “la justicia criminal y los sistemas penales están funcionado sobre la base de un gran error, que consiste básicamente en creer que el castigo sirve para prevenir la delincuencia, cuando es el estímulo más poderoso que se conoce hasta el momento”[4].

Por otro lado,  la realidad nos muestra que en nuestro país, como en otros, se hace exactamente todo lo contrario de lo que se necesita hacer en materia de lucha contra la criminalidad. Si la mejor manera de prevenir los delitos es una política social dirigida a garantizar los derechos vitales de todos[5], contrariamente, como podrá advertir cualquier conciudadano, lo que hacen los legisladores es como para mandarles a volar, por no decir otra cosa: aumento de la represión policial, endurecimiento de las penas, creación de nuevos tipos penales, construcción de más cárceles, etc.

Con todo esto, lo que se garantiza es el derecho (vital para los sádicos) a una celda en cualquier penal del país, por ser pobre. Porque, como dice Zaffaroni con algo de ironía: mientras más cerca se está del poder económico, más lejos se está del poder punitivo. Por ello, no es casual que en nuestras cárceles no estén generalmente los delincuentes más peligrosos, sino los más pobres.

Finalmente, las investigaciones sugieren que la desigualdad social es la principal causa de la criminalidad. Que a mayor desigualdad mayor índice de criminalidad y viceversa. Y que por esta razón, antes de recurrir al desmadre punitivo, nuestros legisladores, jueces y fiscales deben tomar en cuenta que este es, en el mejor de los casos, inútil, y en el peor, un aliciente de la conducta criminal.

De manera que la acción sensata (cosa difícil de pedir a nuestros legisladores) contra la criminalidad sería empezar por cerrar la brecha entre la minoría enriquecida y la mayoría empobrecida; o dicho de manera seria, entre la minoría que disfruta de la mejor educación, mejor salud, mejor vivienda, mejor transporte, e incluso mejor justicia, gracias a la desgracia de la mayoría.


[1] Judt, Tony (2010). Algo va mal. Barcelona: Taurus, p. 25.
[2] Stiglitz, Joseph (2012).  El precio de la desigualdad. Barcelona: Taurus, 24.
[3] Piketty, Thomas (2014). El capital en el siglo XXI. México. Fondo de Cultura Económica, p. 88.
[4] Wilkinson, R. y Pickett, K. (2009). Desigualdad. Un análisis de la (in) felicidad colectiva. Madrid: Turner, p. 51.
[5] Ferrajoli, Luigi (2011). Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 2. Teoría de la democracia. Madrid: Trotta, p. 69.
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