Según la ajustada apreciación de Herbert Hart, un sistema jurídico moderno se caracterizaría, entre otras cosas, por la existencia de un cierto tipo de reglas cuyo fin es establecer qué órganos y mediante qué procedimientos se debe determinar si una persona ha violado una norma de ese sistema y, en su caso, cuál es la sanción que cupiere[1]. Y si denominamos juez a quien cumple la función de dichos órganos resultará que los jueces son una parte necesaria de todo sistema jurídico moderno.

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Ahora bien, quién desempeña el cargo de juez, con qué atribuciones lo hace y bajo qué circunstancias ejerce la potestad jurisdiccional depende de consideraciones jurídico-políticas. En ocasiones ha ejercido esa potestad por delegación del soberano legal, el monarca, que incluso solía reservarse para sí el conocimiento y la resolución de determinados casos como así también la de ser la instancia última o definitiva en la cadena de apelaciones. En otras ocasiones, en cambio, los jueces aparecen formando un «poder», independiente del resto de poderes del Estado, que reclama exclusividad para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en todos los conflictos sociales.

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Por otra parte, la propia labor jurisdiccional y las razones que los jueces habrían de invocar en favor de sus decisiones han dependido también de circunstancias históricas y de los respectivos sistemas jurídico-políticos en los cuales desarrollan su actividad. Así, por ejemplo, en España, era una práctica habitual en el derecho castellano que los jueces no fundaran sus sentencias hasta bien entrado el siglo XIX; mientras que en la actualidad, por el contrario, constituye una exigencia legal no cuestionada que los jueces han de fundamentar todas las decisiones que toman so pena de verlas revocadas por una instancia superior[2].

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Pero, curiosamente, a despecho de la época histórica que se analice y del origen o fundamento de su actividad o de su obligación o no de dar razones que avalen sus decisiones, a los jueces siempre se les ha supuesto dotados de una personalidad moral especial y se les ha exigido ciertos comporta­mientos morales en su vida privada que no condicen con iguales requisitos o exigencias propias de otras prácticas jurídicas o en otras profesiones, in­cluso de las llamadas humanistas. Es como si la virtuosa vida privada que los jueces deberían llevar desde un punto de vista moral fuera una condición necesaria para que desarrollara correctamente, desde un punto de vista téc­nico, su propia función jurisdiccional.

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En palabras de Piero Calamandrei, «tan elevada es en nuestra estimación la misión del juez y tan necesaria la confianza en él, que las debilidades hu­manas que no se notan o se perdonan en cualquier otro orden de funciona­rios públicos, parecen inconcebibles en un magistrado… Los jueces son co­mo los que pertenecen a una orden religiosa. Cada uno de ellos tiene que ser un ejemplo de virtud, si no quieren que los creyentes pierdan la fe»[3].

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Por esa razón, no es de extrañar que popularmente, en los corrillos judi­ciales, su suela decir que para ser un buen juez es necesario ser una buena persona y, si sabe derecho, tanto mejor[4].


Tomado de ¿Pueden las malas personas ser buenos jueces? de Jorge Malem Seña. Descarga el texto completo en PDF haciendo click aquí.


[1] Cf. H. H. Hart. El concepto de derecho. Versión castellana: Genaro Carrió. Buenos Ai­res: Abeledo Perrot. 1963, especialmente cap. V.

[2] Por ejemplo, el artículo 120.3 de la Constitución Española establece que: «Las senten­cias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública». En concordancia con ello, véase el artículo 248 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Como excepción se señala a las providencias, que «podrían ser suscintamente motivadas…»

[3] Cf. Piero Calamandrei, Elogio de los jueces escrito por abogados. Versión castellana: Sentís Melendo, Medina Gaijo y C. Finzi. Buenos Aires: Ediciones Jurídicas Europa América, 1989, pp. 261-262.

[4] Un dato que parecería avalar esta afirmación resultaría del hecho de que John Marshall, mencionado unánimemente como el juez más importante de la historia jurídica estadouniden­se, nunca estudió formalmente derecho. Cf. Bernard Schwartz, Los diez mejores jueces de la historia norteamericana. Versión castellana: Enrique Alonso. Madrid: Civitas, 1980, p.28. Y tampoco conviene olvidar el Informe de la Comisión Redactora de la primera constitución de Santiago del Estero, República Argentina (10 de junio de 1857) al referirse a la necesidad de nombrar jueces que no fueran letrados debido a la falta de abogados en la zona y a la pobreza de los fondos públicos para traerlos de fuera de la provincia. «Nada de nuevo puedo ofrecer a V.E. pues no es en estos asuntos en los que la originalidad es un mérito, sino la facilidad en la aplicación… hemos procurado establecer en la claridad y en el deslinde de las atribuciones de los tres poderes… En la ley que marca los derechos y deberes de estos poderes hay mucho de local que es solo aplicable aquí y de alguna falta que indudablemente se notara, como por ejemplo en señalar la precisión de que los jueces de primera y de segunda instancia sean le­trados, ha sido también consultada la no existencia de abogados en la provincia y la pobreza del erario público para costearlo de afuera.» En Arturo Bustos Navarro, El derecho patrio en Santiago del Estero. Buenos Aires: Imprenta de la Universidad, 1962, p. 102. Agradezco a Er­nesto Garzón Valdés haberme señalado este dato.

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