De formatos acusatorios. Cefaleas y críticas febriles

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En escenarios muy críticos se pone a prueba conceptos que la normalidad acepta sin mayor cuestionamiento. Así, en la coyuntura de la reforma procesal aparecieron muchos “reformadores del proceso penal” en el Poder Judicial, en el Ministerio Público, en el Ministerio de Justicia.

Ser catalogado como “reformador” te da estatus, además es snob. Las instituciones oficiales seleccionan sus mejores cuadros que asumen ser los más capacitados como “formadores de la reforma”. Sin embargo, más allá del cambio de formas procedimentales, nada cambió, nada avanzó, solo era un espejismo de “reforma del proceso”.

Se intensificaron las prisiones preventivas, se “instrucionalizó” la investigación preparatoria, la etapa intermedia y su parafernalia devino en mero trámite de tránsito, el juicio oral se configuró como remedo de los fragmentados juicios ordinarios, etc. Esa es la situación de la reforma procesal, salvo que estemos viviendo una quimera de espejuelos.

La crisis sanitaria puso de manifiesto la actualidad de la angosta concepción ferroviaria del proceso, envilecido en la observancia del mero trámite y el paso rutinario de sus paradas y estaciones: i) DFIP, ii) etapa intermedia; iii) juicio oral, etc., con desatención de contenidos y valores constitucionales, donde lo importante es la formalidad del nombre en el oficio, no interesa la persona concreta que afronta el riesgo del contagio; interesa la neurótica observancia del registro nominal para salvar responsabilidades antes que la agónica súplica de libertad de la persona de carne y hueso.

Ese procedimiento acusatorio, sin contenido constitucional, se ha expresado con crudeza en la urgente reforma de oficio de la prisión preventiva, reglado en el art. 255.2 del CPP. Las respuestas judiciales para su inaplicación fueron bizarras, desde quienes argumentan la inexistencia de un procedimiento, hasta los que consideran necesaria una audiencia para materializar la oralidad, etc.

Todos esos pretextos formalistas se anteponían al contenido constitucional de la vida y libertad; así, en una extraviada ponderación priorizaban la configuración de las categorías del acusatorio antes que el valor supremo de la vida y la libertad. A fin de cuentas no les importa tanto la libertad o la vida del imputado, sino encontrar un pretexto “acusatorio” que justifique su omisión funcional.

Se podrá dominar todo el andamiaje conceptual del proceso acusatorio, hablar de roles de los sujetos del proceso, del sistema de audiencias, de técnicas de litigación, cadenas de custodia, técnicas de dirección de audiencias, etc., etc., pero, de nada sirve si no existe un enfoque humanístico constituciona. Sin formación y comprensión constitucional, la expectativa de alcanzar una justicia penal humana es solo un espejismo, pues los formatos acusatorios nada son sin formación y comprensión constitucional.

Debe sacarse lección de esta crisis, quitarles la cobertura a los “reformadores” académicos y poner de manifiesto que el elemental manejo de conceptos de lo “acusatorio” es pura cháchara vacua para conferencias de aplauso fácil; pero, que ese maquillaje discursivo no es útil para un proceso penal constitucionalizado, solo es cobertura del autoritarismo de los operadores penales.

Durante esta crisis sanitaria gran parte de los “reformadores” guardan silencio cómplice frente a la crisis penitenciaria. Claro, el discurso acusatorio de moda es bonito desde los principios deductivos; en tanto se hable del modelo acusatorio todos son “buenas personas”, “constitucionalistas”, “reformistas”, “etc.”, pero su “humanismo” se difumina cuando se habla de los presos. Y es que esta chata visión es tan mezquina y básica que considera que los muros de los penales dividen el mundo entre buenos y malos; esa perspectiva es tan superficial que la realidad nos enrostra a diario, como los malos, malos,  están insertos en el propio poder no por la sustracción de un celular sino por millones de soles; no por una vida, sino por la muerte de un colectivo de vidas (es suficiente el cómputo de los producidos en la crisis penitenciaria).

¿Dónde están los malos? Se tiene que ser muy iluso para asumir que solo son malos los pobres tras los muros de las cárceles; y por tanto, toda política penal debe agotarse en la división del muro carcelario para seleccionar a los ángeles y demonios. Esa perspectiva solo nos conducirá hasta la hecatombe, hasta que nos descubramos como lobos entre ovejas.

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