El mundo jurídico exige de todos sus operadores hablar bien, comunicar eficazmente, y más cuando se tiene que asumir el papel de expositor. Ya hemos visto cómo se quejaba Kelsen de esto. Para ayudarte, el profesor Juan Antonio García Amado, desde Dura Lex (ese rinconcito del mejor positivismo), nos ofrece este Vademécum del buen conferenciante. Aquí sus consejos:
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Lo importante es divertirse
Divertirse, sí, en el mejor y más positivo sentido de la expresión. El conferenciante que sufre es conferenciante que fracasa. El auditorio nota su temor o su apuro igual que, dicen, percibe el toro el miedo del torero.
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El auditorio condiciona una barbaridad y cada orador prefiere un tipo de público, unos se sienten mejor hablando para pocas personas y muy seleccionadas, mientras que otros están más felices ante una concurrencia abundante. Cada uno es como es y ha de adaptarse, con más o menos esfuerzo, a la audiencia que le toque en cada oportunidad. A mí, sin duda, me estimulan mucho más los grandes salones llenos de gente. Sea como sea, la actitud mejor es la de quien se dice “a por ellos”. El objetivo primero es que no se aburran los asistentes; el segundo, que se interesen por lo que se les cuenta; el tercero, que tomen partido para sus adentros respecto de los dilemas teóricos o prácticos de aquello de que se les habla.
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Lo segundo más importante, que el público también se divierta
El conferenciante, como el profesor en acción, tiene o ha de tener mucho de actor. La tarima, el lugar desde el que se habla, es su escenario. El que desde allí perora sabe, o debe saber, que ha de manejar la concentración, la atención, el interés y hasta la respiración del auditorio. Los asistentes no se le pueden ir de las manos, ésa es consigna fundamental. Hacen falta recursos de todo tipo, expositivos, retóricos, de voz y entonación, y, naturalmente, referidos al modo de plantear y tratar los temas, para que los que atienden no sucumban a la tentación de desconectar y ponerse a pensar en sus cosas o echar una cabezadita soñando con las musarañas. No hay temas difíciles, desde ese punto de vista, sino grados de habilidad teatral y niveles de buen o mal método de los que exponen.
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La base está en esto: si el que habla se aburre a sí mismo, si el tema no le excita, si preferiría en ese momento estar en otro sitio o haciendo otra cosa, si duda o no le acaba de encontrar el sentido a lo que está planteando, si desprecia a los que le escuchan, si no ha logrado concentrarse él en lo que en ese instante tiene entre manos, su público lo percibe de inmediato y consciente o inconscientemente se siente despreciado o hasta maltratado. Es cuestión de puro contagio, la emotividad y el sentir del orador se refleja en su auditorio como en un espejo. Si ellos bostezan es porque te estás aburriendo tú mismo, si te miran mal es porque captan que no los miras bien tú.
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No se esconda ni se parapete
La atención del auditorio se pone en una persona que habla. Cuenta lo que habla, claro qué sí, pero también la persona. Y, en ese momento, la persona es un cuerpo con una voz que expresa ideas o narra historias. No se ha de hurtar el cuerpo a la concurrencia, pues sería algo así como si el actor principal de la obra teatral intentara recitar su papel medio escondido detrás del telón o sin salir de detrás del mobiliario en escena, asomando solamente la cabeza y hasta hablando bajito. Además, el querer hablar sin cuerpo, ocultándose todo lo posible, es, para el que observa, evidente indicio del miedo que se le tiene. Y al que nos teme lo respetamos poco para nuestros adentros y sus ideas no las valoramos tan en serio.
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No es tanto el lugar desde el que se habla como la actitud, el modo de poner y de sentir el cuerpo. Alguien puede hablar sentado detrás de una mesa y dominar la escena con plena autoridad, del mismo modo que puede que diserte otro de pie y sin nada delante y que se le vea como un animalillo asustado al que le tiemblan las piernas y no le sale la voz de la garganta. Si usted es timorato a la hora de exponerse, puede no ser mal consejo el de que se beba un buen vaso de vino antes de aparecer en escena.
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Eso sí, cuidado con la logística y los cachivaches. Si habla sentado, que la silla sea lo más alta posible y que el borde de la mesa no le llegue hasta el pecho. Y el torso levemente inclinado hacia adelante, como para acercarse a los que están al otro lado u ofreciéndose, insinuando el contacto o no dando apariencia de que se rehúye. Si se habla en un atril, que no asome solamente la cabeza y que no parezca a su lado usted un enanito saltarín. En cuanto al micrófono, cuanto menos se vea, mejor. Si es fijo, que no le tape la cara o no parezca que se le va a incrustar en un ojo. Si es de mano, imagínese que es usted un cantante y no un pobre tipo al que le han dado una porra para que la sujete cerca de su cara y sin saber dónde meterla.
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El mayor reto, de pie y frente al público sin mesa ni atril delante. Eso es para toreros con gran dominio de la plaza y de sus propios movimientos. En tal tesitura, se debe tener claro qué se hace con las manos y con los pies. Para lo de las manos el micro puede ayudar bastante; si no, un bolígrafo o cosa por el estilo en una mano y la otra libre para el gesto. En cuanto a los pies, desplácese, pero no a la carrera ni como si le dolieran los juanetes. Y téngase en cuenta que al moverse se mueve también lo que se tiene frente a los ojos, con lo que conviene estar atento a dónde se pone la mirada. Por cierto, y en general, la mirada ni en el techo ni en blanco ni centrada todo el rato en una persona de la primera fila. Elija a unos cuantos, situados en puntos distintos del lugar, o mire a lo que sería más o menos el centro de la sala.
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Los gestos y la voz
Parece de lo más sencillo, pero es bien difícil. Sólo hay un conferenciante peor que ese que grita como si estuviera arreando un rebaño de vacas o una piara de cerdos: aquel al que no le llega la voz al cuello, el que habla bajito y cual si estuviera en la intimidad con su pareja y a media luz los dos. La voz se tiene que modular, hay que subir y bajar, ligar su intensidad a las partes del tema, subrayando con el tono lo subrayable o despreciando igualmente lo despreciable. Por ejemplo, a nadie se le ocurrirá decir en tono más alto o con voz más templada la teoría que critica que la propia o la que defiende.
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¿Y la gestualidad? Nada de despendolarse con gestos de loco o como si uno hubiera perdido el control de su cara y sus extremidades, pero que tampoco dé la impresión de que el hablante está manco o lleva un corsé de escayola. Y de sobra sabido es que, en esto, la herramienta por excelencia son las manos. Entrénese en casa si hace falta y pregúntese cómo manifestaría usted con las manos una sensación de duda, una de perplejidad o extrañeza (¿recuerdan esa maneara de poner los dedos que tienen los italianos?), una de entusiasmo o plenitud, una de acusación, apercibimiento o demanda (ese dedo índice estirado y apuntando).
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¿La cara? Lo mismo, adapte el gesto y la expresión facial a la intensidad del momento y a la relevancia de lo que se cuenta. Pero, en general, sonría levemente o tenga una expresión amable; pero no sonría a destiempo, claro.
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Cuidado con el apoyo tecnológico
Parece mentira, pero el power-point es un gran enemigo del buen conferenciante. Rompe la relación a dos entre el que habla y los que escuchan. Tal como si en plena insinuación amatoria va uno y le enseña al otro la prótesis. Pues no, se evapora el hechizo y acaba por no verse más que la prótesis o el adminículo en cuestión. Auditorio que mira una pantalla es auditorio que no mira al conferenciante. Y tras dejar de mirarlo van dejando de escucharlo, y más si se han puesto a leer lo que se proyecta. O, por usar otra imagen, el expositor con power-point es como el torero con armadura o el futbolista con el tobillo escayolado.
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Claro que puede ser necesario o muy útil proyectar ciertas cosas, un esquema básico, algunos datos complejos, unas fórmulas, cierta imagen de algo de lo que se está hablando. Pero nada más y eso sólo cuando de verdad haga falta. Porque, repito, caso que se le hace a la pantalla es atención que se deja de fijar en el orador. Al final, si hay aplausos, serán para el ordenador, téngalo en cuenta. Y, por favor, si va con su power-point, no comience ni acabe con imágenes de paisajes nevados, puestas de sol, playas al amanecer o pa¡arillos de colores. El público normal desprecia al conferenciante cursi o ñoñito.
Igualmente, si usted va a manejar un ordenador o cualquier trasto durante su exposición, hágalo si no hay más remedio, pero que no parezca que está más pendiente del maldito chisme que del auditorio. Eso es como si usted, en casa, está mirando la tele o jugando con la videoconsola mientras habla con su pareja de algún asunto importante de los dos. Se lo va a tomar muy mal, y con razón. El auditorio de las conferencias, igual.
Ah, de lo más relevante: no olvide que los malditos aparatejos siempre se bloquean o se averían cuando se acerca el clímax y cuando cree usted que más los necesita. Tenga recursos para seguir sin ellos y, sobre todo, no se quede callado cual si no fuera capaz de consumar sin apósitos y suplementos.
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¿Leer? A ser posible no
Puede no quedar más remedio un día, por tal o cual circunstancia. Y verdad es que los hay que leen con muy buena entonación y excelente ritmo. Pero evítese lo más posible. El oyente piensa que, para eso, le podrían haber repartido el texto y que ya se lo iba leyendo en el baño y a su aire. Es obvio también que, atareado en leer, se pierden todas aquellas otras herramientas expresivas y de manejo de atención a las que me he venido refiriendo.
¿Que si no se lee se pierde precisión? ¿Y quién le ha contado a usted que en una conferencia, o en la mayor parte de ellas, la precisión sea lo primero y principal? Las páginas que el conferenciante va leyendo son como una capa que se interpone entre él y su público, viene a ser como exponer con preservativo, y la gente se pregunta por qué tanta profilaxis ahí, si no hacía falta.
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22 Ene de 2016 @ 15:54