Hace pocos días compartimos con ustedes una nota sobre el libro intitulado El cerebro corrupto. La ley detrás de la ley (Mitin, 2019), del abogado Eduardo Herrera Velarde. La obra fue presentada en la edición 24 de la Feria Internacional del Libro de Lima y desde esa fecha el interés por ella ha ido creciendo.
¡Y no era para menos! Un testimonio crudo y letal como el de Eduardo Herrera tiene que leerse. Nadie mejor que él, un exoperador de la corrupción, para enseñarnos a detectar dónde y cómo se mueven los corruptos dentro del sistema.
Es cierto, hay que decirlo, el libro indigna, encoleriza, enfada. Uno se pregunta cómo así una persona que ha vivido de las miserias de la corrupción puede ahora ser un consultor en temas anticorrupción, ética empresarial, gestión de recursos, etc. Esa podría ser una primera reacción. El siguiente paso es tomarnos en serio la reforma de nuestro sistema de justicia. Y para eso necesitamos conocer las entrañas de este cáncer. Este libro es una vía para eso. Hay que leerlo. Friamente.
En un capítulo del libro, que lleva el título «En el vientre de la corrupción», el autor muestra cuatro «especies» de clientes que ha conocido en su espinosa carrera. Aquí los tienen. Ni un solo tipo de cliente se salva. La corrupción los alcanza. Ah, y no dejen de comprar el libro. Está esperando por ustedes en Librerías Crisol. No pagarán más de 40 soles.
Tipología de clientes
Estaban los que amaban conocer detalles: cuánto había gastado, con quién jugaba mis «partidos», cómo coimeaba. Puedo identificar que estos pertenecían a una clase a la que llamo «los abogados frustrados». Eran, casi siempre, mucho más meticulosos que yo. Incluso a veces sobrepasaban todo límite y querían diseñar las estrategias de ataque —legales e ilegales. A ellos los deleitaba el morbo que suponía todo lo relacionado con la corrupción.
En el segundo grupo estaban «los avezados», aquellos que podían tener bastante dinero y moverse en espacios exclusivos pero que, como deporte, gustaban de cometer pequeños actos fuera de la ley. Por eso requerían de buenos abogados cerca, que fueran como sus nanas: poniendo en orden lo que, a su paso, ellos desordenaban. En cierto caso, por ejemplo, tuve relación con un conocido empresario del mundo televisivo por intermedio de un amigo. Él me contaba que a este cliente le cobraba muy buenas cantidades de dinero por adelantado porque sabía que, cuando obtuviera el resultado del caso que estuvieran llevando, nunca se lo pagaría. En otras palabras, este cliente era un «cabeceador». Yo tenía mis dudas al respecto hasta que lo vi en acción: estafó a un amigo policía de una manera que, a mí, me pareció sencillamente magistral. Ambos habían acordado un monto de dos mil dólares para sacar adelante un resultado positivo en el ámbito policial, de modo que no prosperase hasta el judicial. El «raya» envió el documento con el mensajero del empresario y este, a su vez, le entregó un sobre con los dos mil dólares convenidos. Al recibir el dinero, el policía empezó a contarlo con avidez, y en ese momento se dio cuenta de que la mitad de los billetes eran falsos.
Luego estaba el grupo de «los falsarios», aquellos a quienes no les importaba el cómo, sino, sencillamente, que se les trajera el resultado. A este tipo de personas no les podía ni mencionar términos como «arreglar» o «jugar», mucho menos la palabra «coima». La ventaja es que a estos hipócritas les podía sacar más dinero, pues pagaban sin chistar.
Y claro, también estaban «los correctos», esos que me la ponían difícil, aunque no puedo ser injusto con este grupo. Un cliente correcto te dejaba absolutamente claro que no quería saber nada con alguna coima, directa o indirecta. Nada. En este tipo de casos tenía dos posibilidades: dejar que las cosas fluyeran y que el proceso saliera como tuviese que salir, o influir un poco. Yo vivía de la reputación, y la reputación usualmente se gana —en este campo— con los resultados. Entonces me veía forzado a optar por la segunda opción e «invertir» algo de mi ganancia. Esto se justificaba, por ejemplo, cuando el cliente correcto era una empresa y convenía tener buenos resultados. Es cierto también que, en este contexto, todo dependía del rival al que me enfrentara. Si se trataba del Estado o de un opositor de poca monta, podía ir midiendo el camino y jugármela a la no intervención, esperando a que las cosas siguieran su propio curso (claro, siempre y cuando tuviera la razón). Distinto era cuando me enfrentaba a un rival de peso, por lo general representado por un estudio de abogados importante.
Los enfrentamientos entre estudios importantes eran cosa aparte. Es cierto que yo nunca formé parte de un estudio grande y mi práctica era más bien individual; sin embargo, en diversas ocasiones me llamaron para fungir de mercenario en batallas como esas. Los estudios corporativos que no tienen penalista «adoptan» a uno como parte de su estrategia —que generalmente involucra otras ramas, como tributario o societario. Son casos de grandes dimensiones, grandes estudios enfrentados. Se trata de lides donde no solamente se pelean los honorarios, sino —componente esencial— el ego y la reputación. Los litigantes suelen ser divos, y la vanidad es, a menudo, el ingrediente esencial de un gran abogado. Este tipo de juicios los vivía intensamente, minuto a minuto. Había que ser muy «zorro» y leer la jugada que el otro quería hacer. Yo solía adelantarme y, por ejemplo, antes de que el caso terminara su etapa policial, ya buscaba arreglar a la Fiscalía e incluso adelantaba algo para asegurar mi posición.
Por último, más allá de las distintas «especies» de clientes, lo cierto es que la corrupción en el Perú, desde hace mucho, se pasea a vista y paciencia de todos. Es un mecanismo tan normalizado que nadie puede atreverse a negarlo. El diferencial está en la actitud que se asume ante él. Se me viene a la mente un ejemplo. En un reciente evento público, un joven y atrevido periodista amenazó a otra persona con llevarlo a los tribunales y «reventarlo». Explícitamente le dijo que su abogado «le sacaría la mierda en cualquier juicio». Pregunto: ¿el chiquillo está tan seguro de su amenaza porque sabe que su abogado es uno de los más grandes corruptores limeños, o sencillamente se hace el idiota para mostrarse tan altanero?