Eugenio Raúl Zaffaroni baja de su habitación al lobby del hotel Sonesta y mata todas mis expectativas basadas en el cliché del abogado. Buzo, polera, un polo sin ningún diseño en particular. Y una sonrisa que sobrevive a un vuelo de ocho horas, pero que ya muestra las sombras del cansancio.
A pesar de esa agotadora carga que empieza a forjarse, saluda con amabilidad a los tres que estamos presentes: Marcelo Camargo, el coordinador académico del área penal de LP, Paolo Aldea, socio fundador del estudio homónimo, y el autor de este texto. Siendo yo el único intruso ajeno al derecho.
Zaffaroni espera a que los personajes jurídicos terminen con la formalidad y el protocolo para lanzar la propuesta de ir a picar algo “aprovechando que este día será más tranquilo que los siguientes”. Hambre y sueño son los crímenes que invaden su cuerpo y hay que darle respuesta al menos a uno.
No sé si lo hizo de forma intencional, pero Zaffaroni toma asiento en la cabeza de la mesa. A pesar de que no es la última cena y ni siquiera es el último almuerzo, los jurídicos en el lugar se refieren a él como maestro. Él corresponde con sabiduría.
No hay dudas de que la charla será política porque estamos en un Perú que se desangra, como casi siempre. A pesar de la distancia geográfica, Zaffaroni sabe de las muertes y de la arena movediza a la que llamamos política peruana. Es crítico con Dina Boluarte y no augura un futuro prometedor para la primera presidenta de este país: “Cuando se exijan cuentas, se las van a cobrar a Dina. Ya sea en uno, dos, cinco años…”
Ese pesimismo crítico, que va tan de la mano con su recurrente hábito fumador, no termina aquí ya que se anima a decir de forma muy casual de que “No tenemos democracia en América Latina” y que las crisis interminables en la región provienen de una fractura masiva que nos duele desde los cincuentas. Pero antes de seguir, hay que comer.
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Pide la carta y se sorprende al ver que el restaurante solamente ofrece uno de estos menús QR, para escanear con el teléfono. “El sándwich también me lo van a traer en digital, seguro”, suelta con un tono cascarrabias que no deja de ser cautivador. Los amigos en la mesa le dicen que se pida un vino blanco de sauvignon blanc para acompañar ese snack, pero él, antes que un jurista elegante, es argentino. “A mí tráiganme un mate de coca”.
El ambiente deja de ser tan ceremonial cuando Guido Croxatto, su protegido, llega a la mesa con su hijo, el pequeño Constantino. La nueva promesa, el más radical de sus aprendices, como Guido lo denomina con cariño. Y el menor hace justicia a esa presentación ostentosamente amable al preguntar por la situación política en Perú. Y en lugar de usar el smartphone para jugar Plantas versus Zombies, abre las webs de medios locales para buscar sobre las protestas de las que tanto hablan su padre y su abuelo de cariño.
A pesar de todo lo narrado, resulta curioso ver a un exjuez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos comer un sándwich con el apetito que genera una desayuno mediocre de avión. Lo hace a la par que ordena sus ideas y mantiene debates candentes sobre el capitalismo, la izquierda y las torpezas de un reciente golpe de estado. El mate se acaba mucho antes que las ganas de Eugenio por contar su visión del mundo.
“Qué buenas las fotos”, me dice Guido para romper un poco ese aire que a veces no debería acompañar a las comidas, mientras señala las fotos que ya aparecen en el post de LP sobre su llegada. “No parecemos hechos pelota, cansados del vuelo”, lo que ocasiona la risa del maestro. Zaffaroni aprovecha ese lapsus humorístico para darle una pausa a esta conversación y soltar al aire una invitación que todos los que lo conocen de cerca han escuchado alguna vez…
¿Vamos afuera a fumar?
Volvemos a encontrar al maestro durante la noche. Su agenda no es que haya sido la más tranquila del día, pero decide abrir un hueco en la misma para reunirse con los organizadores del evento que lo trae a Lima y con algunos de los más prominentes abogados del medio.
La cita es en el restaurante de la Huaca Pucllana y poco a poco una mesa de ocho se vuelve una de doce. Y no deja de crecer con la presencia de destacados abogados que ante Zaffaroni vuelven a ser estudiantes. Es un encuentro que parece una reunión de exalumnos con su docente favorito.
Zaffaroni ahora es Eugenio. Sigue hablando de política y derecho porque es imposible sacar esta carrera de su vida, pero también se atreve a hablar de fútbol y de las carnes del menú, porque es imposible también sacar a Argentina de su ser.
Y, al ser yo el único espía no jurídico en ese restaurante, encuentro que es necesario subrayar esos momentos humanos de risa y simpleza que pueden aparecer cuando un argentino prueba una anticucho o escucha fascinado sobre los tipos de papa de un país que él conoce a través de la jurisprudencia y la constante lucha social.
Hay una característica de la condición humana que solo puede descubrirse cuando ves a uno de los genios del derecho comiendo corazón de res y recordando que en su tierra natal eso resultaría muy caro. Todo eso luego de hablar de la historia del racismo, también en aquel lugar que lo vio nacer hace 83 años.