Sumario: 1. Introducción. 2. Fundamentos del principio de confianza. 2.1. El principio de confianza: análisis y perspectivas a través del tiempo. 2.2. La imputación objetiva en la jurisprudencia peruana. 2.3. Utilidad del principio de confianza. 3. Responsabilidad y principio de confianza en estructuras empresariales: Un análisis dogmático. 4. Límites del principio de confianza. 4.1. Exclusión del principio de confianza: El caso de Vladimir Cerrón. 5. El principio de confianza en la jurisprudencia. 5.1. Principio de confianza y lavado de activos. 5.2. Caso Gesfinsa: Análisis del principio de confianza y el deber de Garante en la Responsabilidad Penal. 6. Conclusiones.
Resumen: El presente artículo analiza la fundamentación del principio de confianza, examinando su evolución desde distintas perspectivas doctrinales y jurisprudenciales. Se evidencia que, a lo largo del tiempo, este principio ha sido objeto de múltiples interpretaciones sin perder su esencia como criterio delimitador de la responsabilidad penal. No obstante, se resalta que no constituye un principio absoluto, ya que su aplicación depende del contexto en el que se desarrolla. Finalmente, se presentan sus características generales, proporcionando una visión integral sobre su alcance y sus limitaciones en el ámbito jurídico.
Palabras claves: Principio de confianza- imputación- riesgo- sociedad
Abstract: This article analyses the foundations of the principle of trust, examining its evolution from different doctrinal and jurisprudential perspectives. It is evident that, over time, this principle has been the subject of multiple interpretations without losing its essence as a criterion for defining criminal liability. However, it is highlighted that it is not an absolute principle, since its application depends on the context in which it is developed. Finally, its general characteristics are presented, providing a comprehensive view of its scope and limitations in the legal field.
Keywords: Principle of trust-imputation-risk-society
1. Introducción
Ulrich Beck (1986), en su famoso libro La sociedad del riesgo, nos daba cuenta de que vivíamos en un proceso de globalización de los riesgos civilizatorios. Estos riesgos civilizatorios significaban que la modernización habría traído consigo un fenómeno expansionista de los mismos, lo que implicaba que existía un complejo desarrollo social que ameritaría la evaluación del Derecho penal, ya que las estructuras sociales y el reparto seccionado cada vez se hacían más complejas. Es así que el mencionado autor señalaba que, a la producción industrial, le acompaña un universalismo de los peligros, independientemente de los lugares de su producción[1].
De esta manera, las complejas lógicas que se gestaban en la sociedad daban cuenta de que, a medida que los procesos modernizadores avanzaban, el Derecho penal debía contar con las herramientas necesarias para contener estos avances. Es así como, dentro de este contexto de expansión del riesgo, el profesor Silva Sánchez (2001) señalaba: “la sociedad actual aparece caracterizada, básicamente, por un marco económico rápidamente cambiante y por la aparición de avances tecnológicos sin parangón en toda la historia de la humanidad” (p. 27).
Bajo este panorama de avances en la civilización y la era de la sociedad del riesgo, donde resultaba totalmente inconducente generar responsabilidad penal a todos por los actos de terceros y dadas las interrelaciones que se gestaban en el anonimato, surgía el principio de confianza como criterio de imputación objetiva para la delimitación de la responsabilidad penal.
Nótese que el principio de confianza[2], en términos sencillos, como bien lo ha precisado el profesor Bacigalupo (1999), “no se imputarán objetivamente los resultados producidos por quien ha obrado confiando en que otros se mantendrán dentro de los límites del peligro permitido” (p. 276), o, en términos generales, no existirá responsabilidad penal en aquel que actúa confiado en que otra persona actuará conforme a derecho.
En concreto, mediante el presente artículo se abordarán una serie de cuestionamientos al principio de confianza, así como también se tendrá en cuenta su ámbito histórico, tratamiento jurisprudencial y la interrogante sobre si su vigencia resulta plausible ante las nuevas tendencias del Derecho penal de riesgo[3].
2. Fundamentos del principio de confianza
El principio de confianza, como criterio delimitador de la responsabilidad penal en el marco de la teoría de la imputación objetiva, se encuentra estrechamente vinculado al reconocimiento jurídico y social de la persona como sujeto autónomo de derechos y deberes. En este sentido, la fundamentación de dicho principio exige recurrir al amplio reconocimiento que la dignidad[4] y autonomía de la persona han alcanzado en el contexto de un Estado de Derecho.
Es por ello que el principio de confianza, como lo ha señalado el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Feijóo (2000), tiene como presupuesto valorativo el reconocimiento recíproco entre individuos como iguales[5]. Dicha reciprocidad genera una vinculación normativa entre iguales, la cual se rige por parámetros fundamentados en la idea de la dignidad de la persona humana.
De este modo, el reconocimiento social que adquiere el ser humano en un Estado de Derecho abre la posibilidad de que cada individuo posea competencias específicas dentro de este, lo que permite su autodeterminación en cada interacción social que establece, asumiendo la responsabilidad plena por sus actos.
Las posibilidades de contacto están en relación directa con la confianza que los ciudadanos depositen en las normas (ya que en una sociedad compleja la confianza personal tiene una utilidad muy limitada): cuando la confianza en éstas se ve afectada las posibilidades de contacto social se reducen y la vida social se entumece; por el contrario, donde existe confianza en que todos respetarán las normas las posibilidades de contacto son mucho mayores. Para que los contactos sociales sean posibles es necesario que no todo sea inseguridad. Esto sólo se puede conseguir estabilizando el respeto a las normas. (Feijóo, 2000, p.41)
En consecuencia, puede afirmarse que, con el avance de la sociedad, donde las interacciones son cada vez más cercanas, pero, a la vez, anónimas, lo único cierto es que las personas, al desenvolverse en el entorno social, tienen el deber de respetar las normas jurídicas. Estas encuentran su fundamento en la idea de autorresponsabilidad[6], según la cual cada individuo orienta su conducta en función del respeto a los demás. Esto constituye, como ha señalado un profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, el reconocimiento de la dimensión social del ser humano, un presupuesto irrenunciable para la convivencia.
2.1. El principio de confianza: análisis y perspectivas a través del tiempo
Este criterio de imputación objetiva, que define los límites de la responsabilidad penal, ha sido tratado de diversas maneras a lo largo del tiempo, sin perder nunca su fundamento esencial. Esta evolución se explica por la aparición de distintas esferas organizativas en la sociedad. Tal como señala García (2019), la configuración del principio de confianza se adapta y varía según las características particulares de cada sector.
Por consiguiente, el entendimiento del principio de confianza será analizado en función del contexto en el que se aplica, siendo necesario considerar el alcance que tiene en el sector específico donde se genera su aplicación. En este sentido, cabe entender que el principio de confianza no puede interpretarse de la misma manera en el tráfico automotor que en estructuras empresariales complejas.
Por lo tanto, desde un enfoque histórico, el profesor Maraver (2007) señala que el principio de confianza es una creación jurisprudencial que surgió en Alemania a mediados del siglo XX, con el objetivo de limitar la responsabilidad por imprudencia en el ámbito del tráfico vial. Sin embargo, con las nuevas interrelaciones sociales y el creciente aumento de la sobreproducción a gran escala, este principio ha adquirido diferentes matices, propios de su tiempo. Esto se debe a que, en la actualidad, no solo se espera una conducta adecuada del otro, sino que también existen esferas normativas que, en ocasiones, convierten el principio de confianza en un principio de desconfianza[7], especialmente en el contexto de la relación entre empleador y empleados[8].
Por un lado, lo que tuvo su origen en el Derecho alemán, en el ámbito de las interrelaciones del tráfico motorizado, ha evolucionado hacia un proceso de adaptación ante los nuevos retos del derecho penal contemporáneo, característico de una sociedad globalizada. En estas relaciones, que se desarrollan a un ritmo acelerado, ya no es necesario que alguien sea garante de otro, ni depender de un tercero para que éste actúe conforme al derecho. Esto se debe a que, en caso contrario, las interrelaciones económicas en la sociedad se verían obstaculizadas por el estancamiento que provocaría la inacción del sujeto[9].
En concreto, las primeras sentencias en las que se aplicó el principio de confianza se caracterizaron por limitar el deber de los conductores de prever las posibles conductas de terceros. En este sentido, dicho principio, como ha señalado el profesor Maraver (2007), evolucionó desde la exigencia de considerar las eventuales conductas incorrectas de terceros hacia la posibilidad de confiar en su comportamiento conforme a derecho. No obstante, esta última interpretación representaría una excepción, dado que la regla general continuaría siendo la necesidad de anticipar la conducta indebida de los terceros.
Finalmente, al analizar la evolución jurisprudencial del principio de confianza, se advierte que su recepción por parte de los operadores judiciales alemanes no ha sido pacífica. Esto se debe a que su origen en el tráfico vial y su desarrollo en distintas manifestaciones han intensificado el debate sobre su aplicación. Con el avance de la sociedad postindustrial, la discusión se ha trasladado a su uso en estructuras empresariales de organización compleja. En este contexto, dicho principio, basado en la autorresponsabilidad, ha sido un factor clave en el desarrollo económico.
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2.2. La imputación objetiva en la jurisprudencia peruana
La imputación objetiva[10], como ha señalado Frisancho (2010), es el resultado de una tendencia hacia la normativización de la teoría del tipo, erigiéndose como la superación de la perspectiva causalista, la cual tuvo una gran importancia en el derecho penal. Sin embargo, ello no significa que el causalismo haya sido completamente eliminado de la teoría del delito. Como sostuvo el profesor Villavicencio (2007), en la actualidad, la identificación de la relación de causalidad sigue siendo un presupuesto fundamental del tipo objetivo.
En términos generales, hablar de imputación objetiva es referirse a los cimientos de la teoría del delito, e incluso afirmar que esta se estructura sobre dicha noción. En este sentido, Villavicencio (2019) sostiene que la imputación objetiva no es una mera teoría de la causalidad, sino una exigencia general para la realización típica.
No obstante, al abordar este tema, resulta impreciso determinar cuáles fueron las primeras sentencias en las que se estableció la aplicabilidad del principio de confianza. Sin embargo, se cuenta con antecedentes sobre la primera aplicación de la prohibición de regreso en la jurisprudencia peruana, específicamente en la Resolución N° 4166-99 de la Corte Suprema de Lima, conocida como el famoso “caso del taxista[11]”.
Finalmente, Villavicencio (2007) concluyó que el derecho penal peruano ha mostrado una evolución significativa en los criterios de imputación penal. En este sentido, su estudio examina diversas tendencias vinculadas a la imputación objetiva, partiendo de la causalidad como un requisito esencial. Posteriormente, profundiza en las principales líneas interpretativas adoptadas tanto por la doctrina como por la jurisprudencia nacional.
2.3. Utilidad del principio de confianza
El principio de confianza conserva su utilidad[12] bajo dos esquemas operativos. En primer lugar, puede contribuir a la delimitación de la imputación objetiva en el ámbito del proceso penal. Esto implica que, en ciertos casos donde se realice un juicio de subsunción típica, el principio de confianza opere como un criterio limitativo para la atribución de responsabilidad penal. Por otro lado, este principio mantiene una función práctica en el ámbito social, ya que facilita la dinamización de las interacciones dentro de la sociedad. Un ejemplo de ello es su contribución a la mejora del tráfico vial, la producción a gran escala, el comercio, entre otros aspectos esenciales para el desarrollo social y económico[13].
Dentro de este contexto, al buscar la razón de ser del principio de confianza, notamos que su función clásica ha sido facilitar la fluidez de los contactos sociales. Una sociedad basada en la desconfianza no agilizaría el tráfico económico, y las interrelaciones sociales encontrarían obstáculos. Así, dentro de este entramado de interrelaciones, el principio de confianza surge como un elemento fundamental para otorgar validez a dichas relaciones, actuando como un catalizador en diversos ámbitos de la vida ciudadana y contribuyendo al progreso de la sociedad.
El principio de confianza es particularmente importante en el tráfico vehicular. Otro ámbito de aplicación relevante son los emprendimientos peligrosos (permitidos) que son ejecutados conjuntamente por varias personas. Aquí cada participante tiene permitido confiar en que los otros realizarán su aporte de manera suficientemente prudente, mientras tal expectativa esté objetivamente justificada. Por ejemplo, en una operación quirúrgica, el cirujano jefe A puede confiar en que los demás ejecutarán sus correspondientes tareas de manera debida, mientras se trate de un equipo quirúrgico armónico y con suficiente formación desde un punto de vista profesional (Kindhauser & Zimmermann, 2024, p.502).
Continuando con la practicidad que brinda el principio de confianza en la sociedad, este nos proporciona un marco general sobre su concepción inicial. En este sentido, lo expresado por los profesores Muñoz Conde & García Arán (2007) resulta relevante, ya que señalan que dicho principio permite el desarrollo de actividades peligrosas dentro de un contexto en el que intervienen múltiples personas, no solo en el ámbito vehicular o médico, sino también en aquellas actividades de deporte de riesgo[14].
En resumen, su función se refleja, como lo ha precisado Navas (2024), en que, sin la existencia del principio de confianza, la vida en sociedad[15] no sería posible tal como la conocemos, pues nos veríamos obligados a revisar constantemente la licitud de cada una de las conductas de quienes mantienen algún tipo de contacto social o económico con nosotros. No obstante, esta no es la única función que cumple el principio de confianza, ya que, como bien señala la profesora Corcoy (2020), dicho principio también actúa como un criterio propuesto por la doctrina para restringir el ámbito del tipo. Según este principio, toda persona puede confiar en que las demás actuarán de manera adecuada.
3. Responsabilidad y principio de confianza en estructuras empresariales: un análisis dogmático
Antes de analizar la reconfiguración que ha experimentado el principio de confianza en su sentido clásico, debido a su aplicación en estructuras empresariales complejas, resulta pertinente examinar el Recurso de Casación N.º 1563-2019/La Libertad (Pte. César San Martín Castro). En dicha resolución, se desarrollan breves alcances sobre la omisión impropia, lo que permitirá su adecuada vinculación con el principio de confianza.
De esta manera, el Recurso de Casación N.° 1563-2019/La Libertad establece que:
(…) cuando se trata de delegación de ejecución de actos o asunción de cargos, como un deber de vigilar a los subordinados y su forma de desempeño. Es claro que tal deber no existe cuando lo que se delega son las funciones de controlar o vigilar, pues la delegación es plena, salvo claro está que la transferencia de este adolezca de algún vicio o no se haya observado los requisitos para su validez –de ahí que es dable analizar el supuesto de delegación de ejecución de actos, como única posibilidad alternativa–.f.j.8. [fundamento jurídico 8]
Se advierte que el principio de confianza, en muchas ocasiones, no opera plenamente en las estructuras empresariales complejas. Esto se debe a que la delegación de la ejecución de actos o la asunción de cargos genera un deber residual de garantía. Este carácter residual ha sido objeto de numerosas críticas, ya que implicaría que el principio de confianza no se aplique en su totalidad, dando lugar a lo que comúnmente se conoce como el principio de desconfianza.
Con todo ello, surge la duda: ¿cómo se configura el principio de confianza en las estructuras estatales? ¿Posee un carácter absoluto? ¿El garante es responsable de manera total por cada acto ejecutado por sus subordinados? Para responder estas cuestiones, el Tribunal Constitucional, en el Exp. N.° 01553-2023-PA/TC, señala que dicho principio no puede aplicarse de manera irrestricta. En este sentido, establece lo siguiente:
En el caso específico de los titulares de las entidades públicas, imponerles un deber de garante que requiera una revisión pormenorizada de todos los criterios técnicos de todos sus subordinados, bajo la lógica de que tienen que hacerse responsables porque “sabían lo que pasaba al interior de sus instituciones o, porque si no sabían, igual debían saberlo”, es abiertamente inconstitucional. En realidad, se les juzgaría con base a un estándar divino inalcanzable: se requeriría que sean omnipotentes, omnipresentes y omniscientes. Nadie se salvaría, porque esto implicaría partir de la sospecha f.j. 30. [fundamento jurídico 30]
Retomando la discusión sobre las reconfiguraciones que ha experimentado el principio de confianza a medida que la sociedad evoluciona, es posible afirmar que este principio adopta distintos matices según el contexto en el que se aplique. Así, su configuración en el tráfico vial no es equivalente a su análisis en estructuras empresariales complejas. En consecuencia, se ha señalado que, en el ámbito del Derecho penal económico, el principio de confianza ha sido objeto, en ocasiones, de significativas flexibilizaciones.
Por esta razón, cuando se hace referencia al principio de confianza en estructuras empresariales, es fundamental vincularlo específicamente con la figura dogmática de la omisión impropia. Como bien ha señalado Navas (2024), en términos generales, el principio de confianza tiene una aplicación relevante en el Derecho penal económico, especialmente en los casos de delegación de funciones. Cuando dicha delegación cumple con los requisitos materiales establecidos, puede operar como un mecanismo de exoneración de responsabilidad para el delegante.
Desde una perspectiva general, sin entrar en el detalle de cada estructura empresarial, se puede afirmar que existen deberes de vigilancia y control por parte de los superiores, los cuales se rigen por el principio de desconfianza en el marco de relaciones verticales. Sin embargo, esta situación no se presenta cuando el vínculo se desarrolla en un contexto de relaciones horizontales[16]. En este sentido, resulta esclarecedor lo señalado por el profesor Martínez-Buján Pérez cuando menciona:
Existen relaciones de jerarquía en el seno de la empresa, dado que es en ellas en donde existen deberes de vigilancia y control por parte de los superiores hacia los subordinados. En estas relaciones verticales rige, pues, un principio de desconfianza, que, en rigor, se descompone en dos deberes: un deber de vigilar, en sentido estricto, cuya finalidad es conocer lo que hace el subordinado; y un deber de evitar la actuación del subordinado, neutralizando sus manifestaciones delictivas una vez conocidas. En cambio, cuando las relaciones no sean de jerarquía, sino horizontales, la regla general —según se expone en la versión más moderna y estricta— será negar la existencia de deberes de vigilancia y control, habida cuenta de que regirá el principio de competencia en toda su extensión, merced al cual cada sujeto responderá de su propia esfera de competencia, delimitada y segmentada conforme a la división del trabajo (separación estricta de esferas) (Martínez-Buján, 2014, pp. 515-516).
En términos generales, se puede afirmar que, en el ámbito empresarial, el principio de confianza no tiene un carácter absoluto, como bien han sistematizado los profesores Gómez Martín y Bolea Bardón (2020)[17]. En la práctica empresarial, es habitual que la dirección societaria asuma su deber de garantizar el adecuado funcionamiento de la empresa a través de la organización de los distintos niveles de actividad. Sin embargo, esta obligación no necesariamente implica una ejecución inmediata y directa, sino que puede materializarse mediante la delegación de funciones. Si el delegante confía determinadas competencias en el delegado y selecciona a una persona idónea para tal cometido, lo lógico es concluir que la relación entre ambos, derivada de dicho proceso de delegación, debería regirse por el principio de confianza.
Asimismo, los profesores continúan señalando que, de acuerdo con este principio, si el delegante actúa correctamente dentro de su ámbito de competencia, puede partir de la premisa de que el delegado hará lo propio en el suyo. No obstante, si existen indicios de que el delegado podría actuar —o está actuando— de manera defectuosa, el delegante deberá intervenir para evitar un resultado lesivo, aun cuando este se produzca dentro del ámbito de organización del delegado. En este sentido, el principio de confianza presupone la existencia de un deber jurídico especial, en virtud del cual el delegante debe adoptar las medidas necesarias para evitar resultados lesivos generados en una esfera de competencias que, prima facie, corresponde a un tercero, en este caso, al delegado.
A partir de lo mencionado anteriormente, el principio de confianza en el ámbito empresarial tiende a flexibilizarse e, incluso, en algunas ocasiones, a desaparecer, debido a la existencia de posiciones de garantía por parte del órgano superior. Es evidente que la complejidad de las estructuras empresariales obliga a los directivos a delegar funciones, siendo esta delegación un elemento fundamental para la determinación de la imputación en el ámbito empresarial. Este fenómeno responde a la necesidad de descentralización que caracteriza a las grandes empresas, ya que, como es sabido, no toda la responsabilidad puede recaer exclusivamente en el órgano superior.
4. Límites del principio de confianza
Los límites del principio de confianza se configuran en diversos contextos que requieren una evaluación detallada. Como ocurre con cualquier principio, este está sujeto a restricciones específicas[18]. Tanto la doctrina como la jurisprudencia han sido bastante claras al respecto, señalando que no es posible invocar el principio de confianza cuando la contraparte no respeta las normas establecidas. Por ejemplo, no se puede apelar a dicho principio cuando un peatón cruza la calle con el semáforo en rojo o cuando se encuentra en una situación que le impide discernir adecuadamente sobre su comportamiento. En estos casos, la presunción de un actuar diligente por parte de terceros queda descartada, estableciendo así un límite claro a la aplicación del principio de confianza.
En estos contextos, no es posible sostener la existencia de un principio de confianza absoluto, ya que las circunstancias en las que se desarrollan los hechos exigen una evaluación más matizada. Cuando el actuar del sujeto presenta indicios claros de riesgo o resulta manifiestamente imprudente, invocar dicho principio carecería de fundamento. En tales casos, la previsibilidad del comportamiento ajeno se ve afectada, lo que justifica la necesidad de adoptar un criterio más restrictivo en su aplicación[19].
Sin embargo, en contraposición a ello y atendiendo a las circunstancias del caso, surge el denominado principio de seguridad o defensa, el cual se contrapone al principio de confianza. Según Esquinas Valverde[20] (2015), profesora de la Universidad de Granada, este principio se activa cuando uno de los sujetos involucrados en una determinada situación muestra una mínima señal de incumplimiento de la norma o de descuido. En tales casos, el deber jurídico de cuidado para los demás sujetos se incrementa automáticamente, con el propósito de prevenir, en la medida de lo posible, cualquier comportamiento defectuoso que pueda generar un riesgo inaceptable y socialmente desaprobado.
Además, como bien ha señalado el profesor Díez Ripollés (2007) al comentar la valoración que el Tribunal Supremo español ha dado al principio de confianza, indica que, en la Ley sobre Tráfico, Circulación y Seguridad Vial, dicho principio queda excluido —según el Tribunal Supremo— por el principio de defensa, el cual ampara a aquellas personas que pueden reaccionar de manera anormal, como en el caso de un anciano, un menor o una persona con discapacidad.
En efecto, el límite del principio de confianza es de carácter circunstancial, ya que depende de los indicios que permitan inferir un razonamiento contrario a lo esperado. Este razonamiento puede determinarse cuando la contraparte no respeta las normas aplicables, carece de la capacidad para comprender los riesgos o cuando el sujeto tiene un deber especial de garantía respecto de terceros.
4.1. Exclusión del principio de confianza: El caso de Vladimir Cerrón.
A fin de determinar la inaplicación del principio de confianza, analizaremos el caso de Vladimir Cerrón, en el cual, siendo acusado por el delito de colusión, se argumentó la aplicación de dicho principio para los consejeros regionales. Sin embargo, el Ministerio Público, al presentar el recurso de apelación, determinó:
Los consejeros regionales aprobaron un proyecto bajo el principio de confianza, argumentando que no tenían el deber de verificar informes técnicos y legales. Sin embargo, según el Informe de Auditoría N° 130-2015, fueron designados para evaluar la propuesta y emitieron un dictamen en contravención de sus deberes funcionales, debiendo haber verificado la legalidad de los documentos anexos.
Sentado ello, la Sala Penal de Apelaciones Transitoria Especializada en Delitos de Corrupción de funcionarios de la Corte Superior de Justicia de Junín, mediante el Expediente N° 01978-2016-63-1501-JR-PE-01, se pronunció sobre los límites del principio de confianza, determinando su inaplicación en las circunstancias mencionadas:
c) la confianza también cesa cuando resulta evidente la actuación irregular de uno de los otros intervinientes en la actuación conjunta (…)
iv. En contextos fraudulentos o ilícitos, no es de recibo el principio de confianza.
(…) se tiene ampliamente acreditado con valoración probatoria la actuación irregular del presidente del OPIP Zárate Bernuy y del propio acusado Cerrón Rojas; por lo que, no es de recibo aplicar el principio de confianza en el presente caso. f.j. 23.14. [fundamento jurídico 23.14]
En términos exactos y puntualmente, se determinó la inaplicación del principio de confianza en el marco de una estructura estatal, dado que, como se ha establecido, existieron acuerdos irregulares. En este contexto criminal, el principio de confianza resulta inaplicable, constituyendo un límite a la imputación objetiva de responsabilidad penal. Esto se debe a que, si bien es común que las defensas penales invoquen dicho principio para excluir la responsabilidad penal, su aplicación no es absoluta y debe analizarse en función de contextos específicos.
5. El principio de confianza en la jurisprudencia
La teoría de la imputación objetiva ha sido ampliamente acogida por los tribunales peruanos, sin excepción. En este contexto, principios como el de confianza no solo encuentran aplicación en las interacciones sociales, sino también en el marco irrestricto de los derechos fundamentales de los ciudadanos, reafirmando que la responsabilidad penal no puede ser atribuida indiscriminadamente a todos.
Por ello, cuando los tribunales nacionales aplican el principio de confianza, no lo hacen únicamente en función de la determinación de la responsabilidad penal, sino también con el propósito de fortalecer el Estado constitucional de derecho. En este sentido, una de las principales funciones de la dogmática penal es contribuir a la mejora del sistema penal, garantizando su correcta aplicación en la sociedad.
En consecuencia, los tribunales peruanos han emitido diversos pronunciamientos sobre el principio de confianza, estableciendo sus principales características y alcances en la jurisprudencia.
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5.1. Principio de confianza y lavado de activos
En los últimos tiempos, el principio de confianza y el delito de lavado de activos han mostrado una estrecha correlación, dado que los pronunciamientos de la Corte Suprema han sido determinantes en su aplicación. Sin embargo, en algunas ocasiones, su uso ha sido cuestionado por generar aparentes márgenes de impunidad. Además de esto, cabe señalar que nuestro órgano judicial, al emplear este principio como un delimitador de la responsabilidad penal, ha adoptado posiciones que han suscitado controversia. Un ejemplo de ello es la aplicación del principio de confianza en el ámbito familiar en relación con el delito de lavado de activos.
En respuesta a esta problemática, el Recurso de Casación N.º 86-2021/Lima, con ponencia del magistrado César San Martín Castro, aborda la aplicación del principio de confianza en un contexto familiar, estableciendo criterios relevantes para su interpretación.
Que si el encausado COSTA LÓPEZ no tenía un deber de cuidado respecto a su padre –el encausado Costa Alva–, no se puede sostener, a continuación, según el relato de la Fiscalía, que tuvo una especial relación con el riesgo prohibido y, por ello, se le puede imputar actos de ocultamiento, transferencia y conversión. Ya se afirmó que el principio de confianza es previo al comportamiento del autor y, por ello, solo limita sus deberes de cuidado (…) El ser hijo del principal miembro del Estudio e integrante del mismo, ante un caso que él no llevaba, no lo hace garante de sus resultados ni conocedor inevitable de todas sus incidencias, ni consta que éstas fueron evidentes o no sigilosas, tanto más si no tenía control de las cuentas bancarias de su padre. f.j. 6. [fundamento jurídico 6]
La cuestión a debatir en esta instancia no es la existencia de una actividad criminal previa atribuida al padre de Costa López y a otros funcionarios públicos. Más bien, el análisis se centra en determinar si, a partir de dicha premisa, el imputado Costa López tenía razones concretas y suficientes para suponer, o al menos advertir, que su padre, Costa Alva —líder del Estudio—, incumplía su rol, considerando el principio de confianza.
5.2. Caso Gesfinsa: Análisis del principio de confianza y el deber de Garante en la Responsabilidad Penal
Si bien el reconocido caso Gesfinsa no fue resuelto por nuestros tribunales nacionales, su análisis resulta fundamental para comprender los límites del principio de confianza en relación con las posiciones de garantía dentro de las estructuras empresariales. En este sentido, tal como lo ha señalado el profesor Lascuraín Sánchez, se destaca que:
En el caso Gesfinsa se discutió la posición de garantía de los administradores. La sentencia del Tribunal Supremo la niega “ya que los recurrentes no tenían obligación de vigilar la actividad de los demás miembros del Consejo” (FD 3.2). Tanto la sentencia recurrida (SAP Las Palmas, 2ª, 33/2009, de 23 de abril) como el voto particular del magistrado Bacigalupo Zapater a la sentencia del Supremo encuentran la fuente del deber de garantía en la Ley de Sociedades Anónimas (…) La mayoría entendía que no existía tal deber de vigilancia entre consejeros, deduciendo de ello, criticablemente a mi juicio, la inexistencia de una posición de garantía. El voto particular afirma tal deber de vigilancia: “No cabe duda que un ordenado empresario tiene el deber de vigilar la legalidad de la actuación de la sociedad de cuyo consejo de administración es miembro y, en tanto las sociedades solo actúan mediante acciones de sus representantes y directivos, esa vigilancia tiene que extenderse a las acciones de los representantes y directivos […]. Es obvio que quienes tienen un deber de vigilancia no pueden invocar respecto de los vigilados el principio de confianza […]. Es claro que si en estos casos pudiera ser invocado el principio de confianza se anularía el deber de vigilancia del garante” (Lascuráin, 2018, pp. 94-113).
Es evidente que las posiciones de garantía que ostentan los administradores—según las particularidades de cada caso—pueden llegar a quebrantar el principio de confianza. En este sentido, resulta debatible que dicho principio, originalmente circunscrito al ámbito del tráfico viario, se vea cuestionado frente a nuevas manifestaciones delictivas en contextos empresariales.
En el caso Gesfinsa, se generó un amplio debate en torno a las posiciones de garantía de los administradores. Al respecto, el profesor señalado sostiene que, si un administrador tiene un deber de garantía y tolera la comisión de un delito por parte de un colega, puede incurrir en responsabilidad penal. No obstante, es cuestionable que, a pesar de su condición de garante, deba responder como autor en determinados supuestos, dado que su deber de garantía no implica una obligación de vigilancia sobre los demás administradores.
6. Conclusiones
A pesar de los desafíos que plantea la nueva criminalidad empresarial, el principio de confianza sigue siendo un criterio fundamental para delimitar la responsabilidad penal. Sin su aplicación, las relaciones sociales se verían gravemente afectadas, ya que dicho principio constituye uno de los motores esenciales de la sociedad, al facilitar el intercambio y el desarrollo interpersonal. Su fundamento radica en el principio de autorresponsabilidad, que permite a los individuos confiar en el correcto cumplimiento de las funciones ajenas dentro de una estructura social y empresarial.
Asimismo, los operadores judiciales han incorporado la doctrina alemana y española para analizar casos concretos en los que se discute la responsabilidad penal de las personas en contextos con una pluralidad de sujetos intervinientes. Sin embargo, en muchas ocasiones, la aplicación del principio de confianza resulta insuficiente debido a la complejidad y particularidades de los casos en los que se desarrolla. No obstante, esta insuficiencia, señalada en el ámbito del derecho penal económico, no implica la necesidad de sustituir dicho principio por criterios distintos, sino más bien de adecuarlo a las nuevas realidades delictivas.
Finalmente, las nuevas modalidades delictivas ponen a prueba la teoría del delito, cuyo desarrollo histórico no preveía escenarios como los actuales. Como señala la profesora Faraldo Cabana (2009), la adaptación del derecho penal a las exigencias de la sociedad del riesgo ha generado modificaciones estructurales orientadas a la prevención y gestión del riesgo. Entre estos cambios se destacan el incremento de la criminalización de conductas mediante la proliferación de nuevos bienes jurídicos de naturaleza colectiva, el predominio de estructuras típicas de simple actividad vinculadas a delitos de peligro o de lesión ideal del bien jurídico, la anticipación del momento de intervención penal que amplía el ámbito de actuación del derecho penal, y las transformaciones en los sistemas de imputación de responsabilidad junto con la modificación de las garantías penales y procesales.
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[1]“En la modernidad avanzada, la producción social de riqueza va acompañada sistemáticamente por la producción social de riesgos. Por tanto, los problemas y conflictos de reparto de la sociedad de la carencia son sustituidos por los problemas y conflictos que surgen de la producción, definición y reparto de los riesgos producidos de manera científico-técnica. Este cambio de la lógica del reparto de la riqueza en la sociedad de la carencia a la lógica del reparto de los riesgos en la modernidad desarrollada está vinculado históricamente a (al menos) dos condiciones. En primer lugar, este cambio se consuma (como sabemos hoy) allí donde y en la medida en que mediante el nivel alcanzado por las fuerzas productivas humanas y tecnológicas y por las seguridades y regulaciones del Estado social se puede reducir objetivamente y excluir socialmente la miseria material auténtica. En segundo lugar, este cambio categorial depende al mismo tiempo de que al hilo del crecimiento exponencial de las fuerzas productivas en el proceso de modernización se liberen los riesgos y los potenciales de auto amenaza en una medida desconocida hasta el momento” (Beck , 1986 , p.25).
[2]Para la Casación N.º 258-2022, La Libertad, se menciona que el principio de confianza “consiste en que quien se comporta debidamente puede confiar en que otros también lo harán, siempre que no existan indicios concretos de que harán lo contrario o que la relación funcional, en puridad de cosas, le exija un comportamiento de mayor diligencia. El principio de confianza constituye una herramienta propia de la imputación, pues en nuestra sociedad se toleran determinados riesgos, los cuales hacen que los costes sean menores comparados con los beneficios que se obtienen” (f. j. 14).
[3]Spangenberg (2017) señala que las profundas transformaciones que han tenido lugar en las sociedades modernas en las últimas décadas han dado lugar a reconfiguraciones significativas no solo en lo económico, político y social, sino también en las distintas áreas del conocimiento teórico y práctico relacionadas con estos ámbitos. Este proceso también se ha reflejado en el ámbito del Derecho penal. En este sentido, no es fácil conciliar los fenómenos delictivos actuales ni las normativas penales vigentes o propuestas con las coordenadas liberales que han dominado el mundo jurídico penal occidental desde la Ilustración, especialmente cuando se considera la complejidad y las proyecciones internacionales del asunto. En otro plano, se plantea la discusión sobre si esta evolución ha sido positiva o negativa, e incluso si es razonable, dadas las circunstancias actuales, exigir un regreso al modelo clásico. Según Schünemann, el Derecho penal se enfrenta a una encrucijada: entre la rigidez de la Escuela de Frankfurt, que insiste en la vigencia absoluta de los principios clásicos, y la capitulación del Derecho penal del enemigo de Jakobs y gran parte del funcionalismo de Bonn.
[4]Dada la variabilidad conceptual que ha caracterizado la evolución del concepto de dignidad a lo largo del tiempo, resulta necesario establecer una definición “prudente” que dé sentido a lo señalado por el profesor Feijóo. Según Sayago (2021), la dignidad es un atributo inherente a todo ser humano desde su nacimiento, sin excepción, que lo distingue de otros seres vivos. Este concepto reconoce a la persona como un fin en sí misma, y no como un medio para alcanzar otros fines, constituyendo, de este modo, la base de todo el ordenamiento jurídico. El respeto y la protección de la dignidad, como principio fundamental del Derecho, son, por tanto, ineludibles e imprescindibles, con un carácter absoluto que no admite excepciones ni suspensiones. La dignidad humana es irrenunciable e indisponible, y no puede ser graduada: no es posible aumentarla ni disminuirla. En todo momento, en cualquier circunstancia, la dignidad mantiene su pleno significado e intensidad como una cualidad intrínseca al ser humano.
[5]“Estos “iguales” se reconocen la capacidad de determinarse conforme a valores y normas, lo cual comporta el reconocimiento del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Ese reconocimiento por parte de los otros, esa “dignificación”, conlleva, pues, el reconocer recíprocamente a los otros integrantes del orden social también como iguales; es decir, como sujetos que tienen los mismos deberes y derechos que uno mismo. Pero en una sociedad compleja ya no es posible el reconocimiento individualizado. Ello sólo es posible conceptualmente en sociedades primitivas, cerradas y pequeñas. Por ello ese reconocimiento de los demás se ve sustituido en sociedades complejas por el reconocimiento de las normas. La dignidad o el ser reconocido como integrante del sistema social conlleva el reconocimiento recíproco de un ámbito de autodeterminación y autorresponsabilidad que va variando en función de la configuración y evolución de la realidad social.” (Feijóo, 2000, p.40).
[6]“Este autor, si bien considera que el principio de confianza encuentra su fundamento en el principio de autorresponsabilidad, entiende que la confianza en la conducta correcta de los terceros se corresponde con la confianza sobre la propia vigencia de las normas. Sostiene este autor, efectivamente, que una de las funciones que cumplen las normas jurídicas es mantener la confianza de los ciudadanos en la vigencia de las mismas: el ordenamiento jurídico ofrece al sujeto un horizonte conforme al que poder orientarse, garantizando ciertas expectativas o reglas de comportamiento que informan acerca de lo que cabe esperar de los terceros. Estas expectativas que establece el ordenamiento jurídico son expectativas normativas que, a diferencia de las expectativas cognitivas, se garantizan de manera contrafáctica, es decir, con independencia de que sean cumplidas o no en la realidad” (Maraver, 2007, p.181).
[7]Se comparte lo señalado por el profesor Hurtado Pozo (2016), quien, al abordar el principio de confianza en el marco empresarial, indica que en el caso de la empresa es necesario analizar el cumplimiento de los deberes y la confianza recíproca, considerando que las interacciones se dan en un sentido vertical debido a la estructura jerárquica que caracteriza a estas organizaciones. Mientras que los subordinados suelen tener confianza en que sus superiores se comportarán de manera adecuada, los deberes de control y vigilancia que los superiores tienen respecto a sus subordinados generan una relación diferente, caracterizada por la desconfianza en que estos actuarán de acuerdo con lo debido.
[8]“Es importante destacar que la doctrina viene señalando que el titular del ámbito de organización o empresa sigue manteniendo siempre una posición de deber originaria y que, a pesar de que existan delegaciones, ello no puede hacer desaparecer los deberes de control y vigilancia que en alguna medida siempre mantienen el titular del ámbito de organización (…) no puede operar una exoneración total de responsabilidad para el empresario que delega la función de supervisar el modelo de prevención de delitos en un oficial(…) En la práctica existen ámbitos donde no opera el principio de confianza, sino al revés, opera un principio de desconfianza. Así sucede en las relaciones entre los trabajadores y el empresario en el marco de la estructura empresarial, donde este último no puede confiar en la conducta adecuada de sus trabajadores y debe más bien desconfiar del cumplimiento de algunas normas de cuidado, como aquellas relativas a las medidas de protección. Así, no sólo debe entregar las medidas de prevención para accidentes laborales, sino que además debe vigilar y exigir su efectiva utilización” (Navas, 2024, pp. 147-148).
[9]En este mismo sentido, como bien señala Navas (2024), nadie puede convertirse en garante de todos los demás con los que tiene algún tipo de contacto en el tráfico económico o social, a menos que exista un deber especial que justifique dicha posición de garantía.
[10]El profesor Cancio (2004) destaca el significativo avance que ha experimentado la teoría de la imputación objetiva. En términos generales, señala que, a partir de las contribuciones de Roxin, esta teoría ha tenido un desarrollo notable, primero en Alemania y luego en el ámbito hispanohablante, logrando una expansión pocas veces vista en las construcciones dogmáticas de la Parte General. Este crecimiento ha dado lugar a un volumen considerable de publicaciones, al punto de que Schünemann ha comparado la intensidad del debate generado con la histórica confrontación entre causalismo y finalismo. Además, la rápida difusión de esta doctrina llevó a su pronta aplicación en los tribunales. Lo ocurrido en el ámbito germanoparlante se replicó en España y, posteriormente, en varios países de América Latina, dejando de lado la influencia en la doctrina italiana. Un aspecto particularmente relevante en esta evolución es la escasa oposición teórica que ha enfrentado la imputación objetiva dentro de la doctrina. Salvo algunas críticas provenientes del finalismo, resulta llamativa la facilidad con la que ha sido adoptada en distintas construcciones dogmáticas.
[11]La Resolución N° 4166-99 de la Corte Suprema de Lima estableció que, en contextos donde intervienen múltiples agentes, la responsabilidad de cada uno no es ilimitada. En este sentido, si un individuo actúa conforme a las normas sociales y dentro de su rol específico, no puede ser responsabilizado por las acciones ilícitas de otro. En el caso concreto, se determinó que Villalobos Chumpitaz simplemente desempeñó su función de taxista, un comportamiento que, en sí mismo, carece de relevancia penal y no guarda equivalencia con el delito de robo agravado. Asimismo, aunque se acreditó que el acusado tomó conocimiento de la ilicitud de los hechos en cierto punto, esto por sí solo no justifica la extensión de su responsabilidad penal, ya que el mero conocimiento de la infracción no basta para atribuirle antijuridicidad. Por lo tanto, pese a su intervención en los hechos, su conducta no puede considerarse penalmente relevante, pues el resultado lesivo no le es imputable debido a la prohibición de regreso. En consecuencia, el tribunal concluyó que el caso se enmarca dentro de un supuesto de atipicidad.
[12]Según Peláez (2014), la teoría de la imputación objetiva surge en el ámbito académico para superar la limitada relación de causalidad material, la cual no permitía determinar con precisión el grado de responsabilidad de una persona ni justificar adecuadamente la atribución de un resultado. Esto dificultaba la adecuación de una conducta a los tipos penales establecidos en el ordenamiento jurídico. En este sentido, la imputación objetiva permitió, de acuerdo con la jurisprudencia, dos avances fundamentales: por un lado, proporcionar una base más sólida y razonada que la mera causalidad material para establecer la responsabilidad penal de un acusado; y, por otro, ofrecer una construcción argumentativa más robusta para demostrar que el resultado lesivo es atribuible a su conducta, es decir, que deriva directamente de su comportamiento como ser humano (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, 2003).
[13]El principio de confianza, como lo han determinado Matus Acuña y Ramírez Guzmán (2021), posee una amplia aplicación práctica. En este sentido, las prestaciones de salud complejas, como las realizadas en hospitales y clínicas, suelen ejecutarse mediante equipos de profesionales con distintas funciones (cirugía, anestesia, instrumentación, enfermería, etc.). En este contexto, surge el problema de la atribución de responsabilidades cuando los resultados perjudiciales para la salud del paciente exceden el riesgo permitido de la intervención, lo que puede ser analizado como un caso particular de imputación objetiva o de delimitación de la lex artis. Asimismo, en los casos de división del trabajo, el principio de confianza se presenta como fundamento para excluir la imputación objetiva de los resultados imprudentes. Se configura, así, como una regla inversa a la imputación recíproca en delitos dolosos concertados: cada interviniente respondería de manera individual por su propia imprudencia, sin que recaiga sobre ninguno el deber de supervisar las acciones de los demás, siempre que estos sean plenamente responsables. Un ejemplo de ello se observa en el fallo que absolvió a los médicos cirujanos participantes en una intervención que culminó con la muerte del paciente por shock anafiláctico, sancionando únicamente al anestesista, quien administró un fármaco identificado en la ficha clínica como alergénico para el paciente (SCA, 3.4.2005, comentado favorablemente en Rosas, “Imprudencia”, p. 135).Sin embargo, este principio debe ser matizado, ya que no resulta aplicable cuando la distribución del trabajo se ha diseñado con el propósito de eludir responsabilidades, lo que constituiría una forma particular de ceguera deliberada. Tampoco opera cuando existe conocimiento de la incapacidad de determinados intervinientes para cumplir adecuadamente su función o, en términos generales, cuando las circunstancias concretas impiden seguir confiando en la correcta actuación de los demás, como ocurre cuando existen antecedentes o indicios de un comportamiento negligente por parte de otros (Hernández B., “Comentario”, p. 51). Asimismo, el principio de confianza no puede ser invocado cuando, pese a la existencia formal de una división del trabajo, en la práctica los directivos u organizadores ejercen un control detallado sobre las actividades de sus subordinados. En estos casos, la responsabilidad recae sobre los directivos por su propia negligencia, independientemente de la posible responsabilidad de los subordinados que ejecutan las instrucciones impartidas en dichas intervenciones.
[14]“El desempeño voluntariamente aceptado de determinadas funciones en una comunidad de peligros también puede fundamentar una posición de garante, que se basa más en el principio de confianza que en el contrato o en el actuar precedente. Se dan casos de este tipo sobre todo en la práctica de deportes colectivos, como el alpinismo, que impone la obligación de realizar determinadas acciones (clavar clavos, lanzar la cuerda, etc.) para ayudar a los demás participantes” (Conde & García, 2007, p.246).
[15]Ramírez, Ferré Olivé y Núñez Paz (2021), en su libro El Derecho Penal Colombiano. Parte General. Principios Fundamentales y Sistema, señalan que, en la Sentencia 39023 de octubre de 2013 (M.P. José Luis Barceló Camacho), la Corte precisó que el principio de confianza tiene su origen en la dinámica y complejidad del mundo moderno. En este contexto, el actuar conjunto implica la participación de diversos aportes especializados dentro de una división del trabajo orientada a la consecución de un fin común. Dado este esquema, no es viable que una sola persona controle todo el proceso, ni resulta exigible que cada individuo revise el trabajo ajeno. Así, la confianza entre los miembros de un equipo con especialización funcional se erige como uno de los pilares fundamentales de sus actividades, siendo particularmente aplicable en ámbitos de alta complejidad, como el tráfico rodado
[16]“En particular, sobre el caso de las relaciones entre los miembros de un Consejo de Administración, vid. la STS 11-3-2010, con comentario de SILVA (2011, pp. 2 ss.). Con respecto a este caso parece razonable la tesis matizada de este penalista, en el sentido de entender que, si bien la concepción tradicional y amplia del principio de confianza no es correcta con carácter general para cualesquier relaciones situadas en un plano horizontal (incluyendo SILVA aquí el caso de simples directivos entre sí, que tienen un superior jerárquico), sí es correcta para relaciones que cuentan con una mayor vinculación entre sus integrantes, como sucede en el caso de los miembros de un Consejo de Administración, en el que existe un grupo bien definido, con relaciones estrechas, relativa fungibilidad de los roles, igualdad, reciprocidad y un objetivo o misión bien determinado. Así pues, los miembros de un Consejo de Administración, si bien no poseen los deberes de garante de vigilancia que incumben a un superior jerárquico (y, por tanto, no tienen el deber de organizar mecanismos recíprocos de vigilancia sobre las conductas que realizan unos y otros) sí poseen deberes genéricos de garante recíprocos que pueden llegar a posibilitar la imputación a título de comisión por omisión, siempre que adquieran el conocimiento (seguro o probable en casos de dolo) de que otro miembro del Consejo va a realizar un delito y, teniendo la capacidad de hacerlo, no lo evitan” (Martínez-Buján, 2014, p.516).
[17]Además, los profesores Gómez Martín y Bolea Bardón (2020) precisan los límites en las relaciones entre delegante y delegado. Señalan que la vigencia del principio de confianza está vinculada con el reparto de una tarea común entre sujetos que conforman un grupo delimitado de personas. En este contexto, aunque sobre el delegante recae —como ya se ha indicado— un deber jurídico especial de evitar resultados lesivos dentro de la esfera de competencias del delegado, no le corresponde, en cambio, la obligación de procurarse conocimiento sobre si el delegado está actuando defectuosamente. Lo característico del principio de confianza y de las relaciones regidas por este es, por tanto, un elemento negativo: la ausencia, en el delegante, de un deber de supervisión, vigilancia o control sobre el delegado. Por otro lado, en las relaciones regidas por el principio opuesto, el de desconfianza, el delegante sí asume un doble deber jurídico especial respecto a la gestión de una esfera competencial ajena. En primer lugar, un deber de vigilancia y control sobre el delegado, que le obliga a procurarse información sobre la forma en que este desarrolla su actividad. En segundo lugar, un deber de intervención, que implica instar al delegado a corregir su actuación defectuosa o, en algunos casos, asumir directamente dicha corrección, evitando así las consecuencias lesivas derivadas de aquella. Este doble deber es aplicable, por ejemplo, a los administradores, aunque su contenido puede variar en otros sujetos. En el caso de los altos directivos o del compliance officer, el deber de vigilancia sobre los subordinados implica, por un lado, la obligación de obtener información sobre el desarrollo de la actividad en las diferentes esferas competenciales y, por otro, la obligación de transmitir dicha información al superior con facultades para corregir la situación defectuosa.La distinción entre la posición del empresario, según esté dominada por el principio de confianza o por el principio de desconfianza, ha servido como base para diferenciar entre deberes de vigilancia activos y reactivos, distinción defendida en la doctrina. Los primeros imponen al delegante la obligación de realizar tareas de supervisión de manera periódica y ordinaria, mientras que los segundos presuponen la existencia de deberes de información y reporte periódico, que recaen sobre el delegado.
[18]“Limitaciones al principio de confianza. Como no todo principio es absoluto, se tiene que el de confianza se exceptúa por el también conocido como principio de seguridad. Este postulado significa que el hombre medio debe prever que si bien su comportamiento puede, en general, sujetarse al principio de confianza y así tener una cierta seguridad en cuanto a que aquel con quien interactúa también cumplirá su función, de todos modos existen circunstancias excepcionales en las que, con el fin de evitar el riesgo y el consiguiente daño antijurídico, debe actuar conforme el principio de defensa y así adecuar su comportamiento a una excepcional situación en la que no tiene vigencia el principio de confianza. Si así no lo hiciere, el agente creará un riesgo no permitido y le será imputable el resultado dañoso que se produzca como consecuencia de no obrar conforme el principio de defensa. Sobre las situaciones específicas en las que se exceptúa el principio de confianza, especialmente en el tráfico vehicular, se ha citado, entre otras, el comportamiento de individuos, quienes por sus especiales características o por la alteración de sus facultades mentales superiores (v.gr. menores de edad, ancianos, personas en estado de embriaguez) no se espera de ellas razonablemente que ajusten su actuar como lo haría una persona en condiciones normales. Pero más allá de estas particulares situaciones, la jurisprudencia de la Corporación ha señalado que la excepción del principio de confianza está guiada por la apreciación racional de las pautas que la experiencia brinda o de las concretas condiciones en que se desenvuelve una actividad u organización determinada, porque son elementos que posibilitan señalar si una persona, al satisfacer las reglas de comportamiento que de ella se esperan, está habilitada para confiar en que el dolo o la culpa de los demás que interactúan en el tráfico jurídico no la van a afectar”(Ramírez , Ferré & Núñez, 2021, pp. 425-426).
[19]“Este principio no puede pretender una vigencia absoluta cuando es evidente que alguien va a defraudar esa confianza, bien de modo imprudente (el peatón atraviesa la calzada a pesar de estar en rojo el semáforo; el ayudante de quirófano es un novato), bien de modo doloso (se vende un arma o veneno a quien se sabe que se va a suicidar o que va a matar a otro). En estos casos habrá imprudencia si se es excesivamente confiado en lo que va hacer otra persona o, incluso, participación dolosa en el delito doloso ajeno” (Conde & García, 2007, p.286)
[20]La profesora Esquinas, citando al ilustre maestro Roxin, precisa los problemas de intervención delictiva que pueden surgir en la aplicación del principio de confianza. Al respecto, señala: “Roxin, basándose en el principio de confianza, entiende que el resultado final podrá ser imputable objetivamente al primer sujeto que actúa (A) en el caso de que este pudiera reconocer con la suficiente seguridad la tendencia a actuar ilícitamente del segundo actor (B). En un sentido similar, autores como Rueda Martín han expresado que el hecho de que el sujeto A conozca (dolo) que está contribuyendo al plan ilícito de B y acepte tal circunstancia convierte su aportación, aunque a priori fuera ‘socialmente estereotipada’, en una participación punible en el delito” (Esquinas, 2015, p.108).
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