El pasado 27 de junio se publicó en el Boletín Normativo del diario oficial el Peruano la Ley 30802, sumillada como “Ley que establece condiciones para el ingreso de niñas, niños y adolescentes a establecimientos de hospedaje a fin de garantizar su protección e integridad”.
En principio, con la dación de esta ley queda evidenciado un interés valioso de los órganos legislativos del Estado peruano por crear mecanismos de protección de nuestra juventud, lo cual es rescatable siempre que, con tal objeto, no alteremos el normal desenvolvimiento de las relaciones sociales, cambiemos la naturaleza jurídica de las instituciones o detengamos la expansión –siempre constante y dinámica– del derecho.
Y ello responde al hecho inobjetable de que nos encontramos en el escenario de las relaciones contractuales, puntualmente, del contrato de hospedaje. Históricamente el “hospitium” (hospicio: acción de acoger, albergue, refugio), fue un acto que se remonta al Derecho griego, que podía ser privado y gratuito (en base a la hospitalidad del lugareño) o podía ser público (según el interés del Estado). Ya en el Derecho Romano se mantuvo el criterio diferenciador en donde el “hospitium privatum” se celebraba entre un ciudadano romano y un extranjero, y el “hospitium publicum”, entre Roma y un extranjero o una ciudad extranjera, pero, en ambos casos, se reconocía un elemento común, dar cobijo a una persona (o grupo de personas) que, en el devenir de su viaje, lo requería.
Desde aquellos tiempos hasta nuestros días han cambiado un sinnúmero de situaciones alusivas a esta relación jurídica, pues para nadie puede ser irrelevante que el turismo es –hoy en día– una de las actividades económicas más importantes de todo Estado globalizado y ello era conocido por nuestro legislador civil, quien declaró, como sustento para la regulación del contrato de hospedaje, que “(…) el Perú cuenta con recursos naturales y culturales que hacen del turismo interno y receptivo una actividad potencial de significativa importancia (…) (el objetivo es) movilizar a los peruanos a fin de que conozcan su tierra y atraer a los extranjeros y, con ellos, sus recursos económicos (…) (por tanto) se requería no solo de una infraestructura hotelera de primera clase, sino también la dación de preceptos que otorguen seguridad y comodidad al huésped (…)” (Arias–Schreiber Pezet, Max; Luces y sombras del Código Civil; T. II, pág. 121).
Dentro de este contexto, el contrato de hospedaje es una figura jurídica, nominada y típica, regulada entre los arts. 1713 a 1727 del Código Civil. Este contrato según el mencionado art. 1713 del CC, es aquel en mérito del cual “el hospedante se obliga a prestar al huésped albergue y, adicionalmente, alimentación y otros servicios que contemplan la ley y los usos, a cambio de una retribución. Esta podrá ser fijada en forma de tarifa por la autoridad competente si se trata de hoteles, posadas u otros establecimientos similares”.
De lo señalado, el elemento subjetivo del contrato nos hace reunir a un hospedante (dador del servicio y receptor de la retribución) y a un huésped (receptor del servicio y dador de la retribución), que constituyen una relación jurídica contractual que no se limita, exclusivamente, a brindarle cobijo, parador, fonda, hostería o pensión a una persona, natural o jurídica, lo cual implica una prestación simple o básica, sino que –dicionalmente– puede sumarle otras prestaciones legales o propias de las prácticas usuales o comunes de determinado grupo social, lo que implica tener un contrato con prestaciones complejas. Para la historia del Derecho y el legislador nacional quedaba evidenciado, de manera clara y contundente, que la naturaleza del contrato de hospedaje, tiene como causa la movilidad de las personas no domiciliadas en un determinado lugar (por razón de viajes o negocios) y que requieren de, por un tiempo, hospedarse.
Otra peculiaridad legal de este contrato es que –desde su origen– el legislador sabía que esta figura no podría ser completamente regulada en el Código Civil y, por tanto, al amparo del art. 1714 de CC, dejó señalado que estas normas debían integrarse a otras disposiciones regulatorias, como lo son, actualmente, el Reglamento de Establecimientos de Hospedaje (Decreto Supremo N° 001-2015-MINCETUR, del 09.06.2015), al que se le suma el Reglamento de Calificadores de Establecimientos de Hospedaje (Resolución Ministerial 151-2001-ITINCI/DM del 30.07.2001) o con el Reglamento de Autorización y Registro de Casas Particulares y centros educativos (D.S. 010-95-ITINCI, 04.05.95) e incluso, con la Resolución Ministerial 0011-95-MITINCI/VMTINCI/DNT del 16.05.1995, que establece los requisitos que deberán cumplir los establecimientos que brindan servicio de alojamiento, entre otros.
Asimismo, es importante resaltar que los caracteres menos conflictivos doctrinalmente del contrato de hospedaje, son: a) es un contrato principal, dado que no requiere de la existencia de otro contrato para su constitución; b) es consensual, puesto que se perfecciona con el solo consentimiento de las partes; c) es un acuerdo temporal, porque la prestación, objeto de este contrato, se ha de desenvolver en un espacio de tiempo determinado por el convenio de estas, no siendo usual que el plazo sea permanente, por los costos que ello implicaría o porque existe otra figura contractual que se ajustaría más a esta última necesidad; d) es un contrato de prestaciones reciprocas, porque existen obligaciones de ambas partes contractuales, las cuales han de satisfacerse para el normal desenvolviendo del contrato; e) es un contrato oneroso, dado que, como lo indica la ley, existe una retribución, dineraria o no (pago en bienes o servicios), que es enviada y recibida de una parte contractual a otra; y, f) es un contrato conmutativo, en el sentido que las partes tienen obligaciones que cumplir y, se entiende, conocen en la fase de formación del contrato.
Sobre este último ítem podemos resumir que son obligaciones del hospedante: 1) mantener en condiciones normales de aseo y funcionamiento de servicios y, en caso se presten servicios alimentarios, que estos respondan a los requisitos de calidad e higiene adecuados; 2) exhibir una tarifario y las cláusulas de contratación; 3) actuar, con la diligencia ordinaria, en el cuidado de los bienes recibidos en depósito. Además, el hospedante asume la calidad de depositario por el dinero, joyas, documentos y otros bienes recibidos en custodia del huésped, lo cual se compensa, al amparo del art. 1717 del CC, con el hecho que tenga a su favor el derecho de retención sobre los equipajes y demás bienes entregados o introducidos por el huésped, para que estos respondan preferencialmente por el pago de la retribución del hospedaje y por los daños y perjuicios que aquél hubiese causado al establecimiento, hasta su cancelación.
Por otro lado, el huésped, tiene como obligaciones: 1) el pagar la retribución; 2) declarar los objetos de uso común introducido por este y permitir la comprobación de su exactitud; y 3) comunicar al hospedante la sustracción, pérdida o deterioro de los bienes introducidos en el establecimiento tan pronto tenga conocimiento de ello.
Hasta aquí la figura contractual analizada, salvo las especificidades de la regulación administrativa especial, que podrían ser motivo de otro artículo –dado que estas presentan cierto nivel de desconexión con el Código Civil– no generan dificultades en el entendimiento de su funcionalidad y naturaleza, toda vez que, como hemos indicado, es evidente que el contrato de hospedaje crea una relación jurídica contractual entre hospedante y huésped, que se da como consecuencia del desplazamiento de personas no domiciliadas en la zona, debido a causas turísticas o comerciales.
Por otro lado, la primera parte del artículo 2 de la Ley 30802, objeto de nuestro análisis, prescribe que: “El ingreso de niñas, niños y adolescentes a las habitaciones o departamentos de establecimientos de hospedaje, se efectuará en compañía de uno o ambos padres, tutor o responsable, debidamente acreditados por la autoridad competente o con la documentación que demuestre la relación judicial o legal que exista entre ellos o, en su defecto, con autorización otorgada por escrito y con firma legalizada por notario, de conformidad con los requisitos para el registro de huéspedes establecidos en el Reglamento de Establecimientos de Hospedaje o la disposición que haga sus veces (…)”.
No es problemático comprender que, como sucede con la totalidad de los contratos típicos previstos en el Código Civil, si bien no existe una norma legal específica que desarrolle la capacidad requerida de los contratantes, en cada contrato típico, es claro –por evidente– que los contratantes deben poseer capacidad de ejercicio para hacerse de la calidad de parte contractual, esto es, debe ser titular del ejercicio de sus derechos civiles, de conformidad con el artículo 42 del CC (lo cual se da a los 18 años de edad) para –en este caso– tener la calidad contractual de huésped.
De acuerdo con el inciso 1ero del art. 43 del CC, todo menor de 16 años de edad, es absolutamente incapaz para realizar actos civiles, salvo para aquellos determinados por la ley. Esta norma se interpreta, sistemáticamente, con el art. 1358 del CC, que está en las disposiciones generales, del contrato en general, del libro VII del CC (Fuente de las Obligaciones) y que prescribe que: “Los incapaces no privados de discernimiento pueden celebrar contratos relacionados con las necesidades ordinarias de su vida diaria”.
Bajo este contexto, no vemos como podría entenderse, válidamente, que “una necesidad ordinaria de la vida diaria” de un menor de 16 años, lo pudiera autorizar a celebrar un contrato de hospedaje, atendiendo a que, si –en principio– estamos ante un supuesto de viaje interprovincial –ni siquiera podría haber llegado (solo) a ese punto físico, con un contrato de transporte lícito, puesto que es un incapaz absoluto–.
Salvo las extraordinarias y únicas excepciones, que la misma ley se encarga de describir (2do párrafo del art. 2do de la ley N° 30802: persona con dieciséis años de edad, con capacidad adquirida por matrimonio o título oficial, acreditable solo con instrumento público, conforme al art. 46 del CC), no existe forma válida, y –por tanto, justificable en algún modo– que en el Perú, un menor de 16 años pueda celebrar, a título personal, un contrato de hospedaje y, por tanto, ostentar la calidad de huésped. El menor de edad, necesariamente ha de requerir la participación de una persona capaz que ejerza su representación y, atendiendo a su condición, además su cuidado.
No deja de ser notorio que “la debida acreditación por la autoridad competente” o “la documentación que demuestre la relación judicial o legal” de la representación, encierra una subjetividad poco predecible, en la vida real.
Asimismo, el tercer párrafo del aludido art. 2 de la Ley N° 30802, concluye que: “(…) En caso de duda sobre la documentación que se presente, o ante la ausencia de la misma, los encargados de los establecimientos de hospedaje deben dar aviso al Ministerio Público, a la Policía Nacional o al gobierno local de la jurisdicción, cuyo representante actuará en el ejercicio de sus funciones”.
Con ello, el legislador está describiendo dos supuestos: a) no se ha celebrado contrato de hospedaje, porque la documentación no convence al futuro hospedante; b) se ha celebrado contrato de hospedaje, con documentación falsa, que se pone en evidencia in situ y que genera una inmediata ausencia de documentación. En uno u otro caso es obligación (deber) del establecimiento dar aviso a cualquiera (o a las tres) entidades públicas, para que estas intervengan en la comprensión que debe retener al menor hasta la llegada de la autoridad correspondiente.
Hasta aquí, lo que desconcierta es que no exista primicia alguna en el ordenamiento jurídico, puesto que todo establecimiento de hospedaje, que realmente brinde servicios de hospedaje y que responda a criterios verdaderamente turísticos (técnicos, comerciales o negociales), actuaría como lo describe la ley, aún si no existiera la norma en mención y, por tanto, no celebraría contrato de hospedaje con un menor de edad; y, si tomara conocimiento de este hecho, daría parte inmediato a las autoridades respectivas.
La innovación legislativa reposa en el artículo 3 de la Ley Nº 30802, la cual prescribe que “(…) el incumplimiento de lo establecido en el artículo 2 de la presente ley constituye infracción que será sancionada con la cancelación de la autorización para desarrollar actividades turísticas, de conformidad con la Ley 28868, Ley que faculta al Ministerio de Comercio Exterior y Turismo a tipificar infracciones por vía reglamentaria en materia de prestación de servicios turísticos y calificación de establecimientos de hospedaje y establece las sanciones aplicables (…)”.
Es sobre este último apartado y su aplicabilidad, que –cuando se analiza– hace evidente la incoherencia entre los fines naturales del contrato de hospedaje, según el Código Civil y lo que acontece en la realidad, toda vez que el instrumento legal de protección hacía los menores de edad, contiene –no me cabe duda– buenas intenciones, pero yerra en el enfoque otorgado, desprestigiando y desnaturalizando –a su paso– a la figura contractual del hospedaje.
En el Perú, antes de la dación de la ley, y después de ella, no era ni será posible –jurídicamente– que un menor de edad celebre un contrato de hospedaje, a título personal, y que obtenga la calidad de huésped, según los parámetros del Código Civil; además de ello, no concibo que un establecimiento de hospedaje, que tenga –reitero– verdaderos y honestos fines turísticos y/o comerciales, pueda ser capaz de siquiera pensar que puede celebrar un negocio jurídico con un menor de edad.
Creo que el enfoque protector, que el legislador ha evidenciado, debió ser más honesto y directo, haciendo responsables a los funcionarios públicos respectivos que, en las regiones y municipios del país, sin recursos turísticos o comerciales en su zona de dominio o con ellos, pero en proporciones mínimas, otorgan licencias de funcionamiento para brindar servicios de hospedaje a establecimientos que no tienen, y por todos es conocido, nunca tuvieron, fines turísticos o comerciales.
Basta recorrer algunos distritos de las principales ciudades del país o incluso de la misma capital, para constatar el crecimiento inmobiliario. Existen decenas de largas cuadras de calles que tienen, unas frente a otras, edificaciones con el mismo giro de negocio de hostelería, obviamente, sin fines turísticos ni comerciales.
Por tanto, el comportamiento transgresor de estos empresarios inmobiliarios, es manifiesto y, con relación a los menores de edad, que es objeto de preocupación, en la actualidad (y sin la intervención de la reciente ley), son sujetos pasibles de ser denunciados, penalmente, por un cúmulo de delitos, puesto que nunca estuvo en su mente, ni en el ejercicio de su negocio, ni siquiera en la funcionalidad de su establecimiento, constituirse en uno “con fines turísticos o comerciales”, sino que su finalidad era exclusivamente práctica, esto es, el de otorgar un espacio privado, a quien se lo solicite y pague por ello, lo cual puede o no ser legítimo, al amparo de la libertad de empresa, reconocida en lo arts 58 y 59 de la Carta Magna, pero que no constituye, ni debería constituir, por su propia naturaleza, un contrato de hospedaje.
La conclusión es irrebatible, el contrato de hospedaje, previsto en el Código Civil, no fue establecido por el legislador, para fines tan mundanos, como el que la realidad –y el contubernio o deficiencia de la ley– le ha concedido; por ello, se debe comenzar por sincerar las actividades negociales y atender a ellas de acuerdo a la realidad y a la propia naturaleza del negocio, con pleno respeto –en su camino– de las instituciones jurídicas. Las decenas de negocios que inundan las ciudades no han sido, no son, ni serán, verdaderos negocios de hostelería y ello, debe ser declarado con la firmeza que sólo se desprende de la ley.
Nadie duda que tenemos que reformular las prioridades del ordenamiento jurídico, y empezar a reconstruir y reformar el sistema normativo de nuestra sociedad, pero ello, en ningún caso, pasa por desnaturalizar las instituciones jurídicas sino por el contrario, en afirmarlas y adherirlas a su propia esencia y fines, sincerando las actividades negociales.