La prisión preventiva es la medida de coerción procesal más importante y cuestionable por todas las partes en el proceso. Su uso y abuso han justificado muchas veces los requerimientos -y tanto más, las decisiones- en ámbitos oscuros que se mantienen en la contratapa de una resolución judicial. Ese punto ciego que le permite al juez atender el motivo de sus fallos, mediante el peso de la discrecionalidad. Gracias a ella, los errores judiciales son permitidos, de tal forma, que si se le priva la libertad a una persona equivocadamente, será el órgano superior jerárquico quien podrá corregirla. La discrecionalidad judicial es la capa protectora que le da inmunidad a las decisiones injustas.
Sin embargo, ello no debe ser óbice de crítica para espacios académicos como este, pues bajo el argumento de utilizar sus propios criterios, no es razón suficiente para exculpar sus conclusiones inexactas, su escasa o nula argumentación o la ausencia de la sana crítica. Del mismo modo, se acepta que el Ministerio Público, por ser un actor requirente, no le genere ninguna responsabilidad si el juez le da la razón -sin que tenga la razón- y luego el órgano superior revoque lo decidido, por ser solo un agente pretensor.
Es secreto a voces que más riesgo corren los funcionarios públicos que no utilizan la prisión como mecanismo disuasivo hacia el clamor popular, frente a una enfermedad del cual retroalimentamos: la venganza -como daga- tiene que ser pronta y certera, para generar el mayor daño posible frente a un delito aún por resolver, sobre unas víctimas aún por descubrir, contra un sindicado aún sin responsabilidad declarada.
Esta justicia de riesgo es reflejado mediante persecuciones procesales que se les realiza a dichos funcionarios a través de sus instituciones mediante los órganos de control interno, quienes son utilizados para presionar las postulaciones fiscales y las decisiones judiciales, donde los medios de comunicación y un mínimo porcentaje de la sociedad, inclina la balanza de la justicia anticipadamente, que si no refleja sus reclamos en la fundabilidad de una prisión, puede convertirse en el botón que dispare el descontento social para descalificar la administración de justicia. Muchas veces dicho descontento puede convertirse en una manifestación masiva, independientemente de que la protesta sea válida o no.
Así, los órganos de control, tanto fiscal como judicial, quienes deberían encargarse de velar por el buen desenvolvimiento de sus funcionarios y servidores, se convierten en los instrumentos mayores de la venganza social, que a través de sus comunicados oficiales en investigar a los jueces o fiscales que apostaron por un proceso en libertad, buscan equivocadamente apaciguar el descontento masivo hacia el Estado, sin pensar que más bien inyectan más ponzoña, y sin pretender curar la enfermedad, la convierten en la dosis necesaria que la población necesita. Entonces, el fiscal, quien no desea verse atacado públicamente o estar envuelto en una queja administrativa, postulará la medida coercitiva más populista del sistema de justicia -aun así, no cumpla su finalidad ni sus presupuestos -: la prisión preventiva.
De este modo, el juez preferirá una decisión judicial fundada en meros criterios subjetivos, protegerá su reputación y buen nombre, sacrificando la libertad de una persona. No es una justificación ni mucho menos la única excusa. No se niega la existencia de magistrados con poca preparación académica o mal manejo estructural de decisiones judiciales, de falta argumentación o motivación; sino que al encontrarnos en una sociedad donde se enseña que la voz del pueblo es la máxima instancia divina, venderá los principios constitucionales del proceso y su independencia, porque vale más su legajo personal que sacrificar la libertad de un desconocido.
Empero, tampoco se desea perder la brújula sobre el sentido normativo de la prisión y la finalidad de los órganos de control. Es decir, no se pretende satanizar las medidas de coerción procesal ni negar la necesidad de una entidad contralora para los organismos estatales; sino que no nos damos cuenta de que al torcer los objetivos de estas entidades, generamos una ola de corrupción, al sopesar los actos procesales en base a una volatil legitimidad, pero divorciada de la legalidad, al sobreproteger la labor jurisdiccional, la imagen y -dícese- buen nombre.
Este último, como se sabe, no tiene ni ha tenido aceptación popular. Nunca la sociedad le ha dado un respaldo mayor a un veinte por ciento de aprobación total sobre sus actos. Siempre se ha cuestionado el sistema de justicia, desde la forma de la elección de sus magistrados, de su preparación académica, sobre la motivación de sus decisiones, sobre el retardo judicial, sobre la burocracia y sus trámites formalistas, sobre su inacceso y falta de transparencia. Pretender informarle a la sociedad que el Poder Judicial otorga prisiones preventivas o que investiga a los jueces que no lo hacen, no modificará las cifras de desaprobación y más bien desinforma sobre su real labor. No es una educación constructiva, sino todo lo contrario, es ejercer presión sobre una decisión judicial que debe tener libertad desde el inicio de su construcción, pues todo acto que altere el resultado de un proceso, como la afectación a la independencia judicial, también es corrupción. El problema de la baja aprobación ante la sociedad no proviene de las prisiones que se postulen, ni las que se otorguen, sino que se encuentran cimentadas en otros problemas, como el cumplimiento de los plazos judiciales, las barreras burocráticas, el mal trato al usuario, o la falta de transparencia en sus decisiones.
La prisión preventiva debería ser conceptualizada como la distracción sobre el resultado. Utilizarla como el principal bastión del proceso, debilita el propio sistema y pone al desnudo una justicia de riesgo. Muchas veces esta no refleja el proceso penal instaurado. Mejor dicho, la fundabilidad de una prisión preventiva no significa que la causa culmine en una sentencia condenatoria. La diferencia entre una audiencia de prisión preventiva a un juicio oral, es que en la primera, se apela al fervor inicial -no jurídico- del proceso, independientemente de las técnicas de su desarrollo. Es verdad, que la Corte Suprema refiere que la audiencia de prisión preventiva debe tener el mismo filtro, es decir, que si se ampara una medida coercitiva de esta naturaleza, es porque se tendría los mismos fundamentos para concluir que estamos frente a un requerimiento acusatorio saneado judicialmente que posibilite eficazmente un juzgamiento. Dicho de otro modo, que se concluya que el Ministerio Público tiene en sus manos, graves cargos de imputación, identidad y delito; pena probable, peligro procesal y la real justificación de la medida, porque esta culminará con una condena.
Pero ello muchas veces no ocurre; más bien, la audiencia de prisión preventiva se encuentra sostenida en la satisfacción de la sociedad, en tener inmediatamente a una persona que esté pagando la culpa de un hecho sobre el cual todavía no se le ha considerado responsable. De tal manera, que este descontento social sobre la forma de administrar justicia en el país, hace que la prisión preventiva sea utilizada como un disuasivo de un sistema deficiente. Tan deficiente, que se piensa equivocadamente, que los problemas del retardo procesal y la falta de condenas puede resolverse a través de ella; sin embargo, pese a su uso, de igual modo se cometen los mismos errores procesales, pues teniendo procesos con presos preventivos, estos no son céleres, ni existe el mayor cuidado en la obtención de la prueba, a fin de que la prisión preventiva compruebe, la inequívoca decisión de su imposición, al concluir en una sentencia condenatoria.
El descontento de una mala administración pública es absorbido por un sistema mediático que busca paliar la desazón de la sociedad frente a investigaciones defectuosas, a la lentitud de los actos procesales, de la contaminación de las pruebas, de los cambios constantes y traslados de despacho fiscales y judiciales, de quiebre de juicios, de las reprogramaciones de audiencias, de notificaciones incompletas o a destiempo, de testigos inconcurrentes, entre otros.
El Estado tiene serios problemas logísticos en su etapa de investigación y de juicio, lo que no hace merecedor de que se prive la libertad a una persona para suplir estos problemas institucionales. Es decir, pedir prisión – y en su caso prolongación – porque el ente persecutor solo tiene un perito que no se da abasto con todos los procesos penales encargados, no justifica la privación de una libertad; pedir prisión porque tiene una recargada labor fiscal, poco personal y bajo presupuesto para investigar, no justifica la privación de una libertad; pedir prisión porque el caso existe presión por parte de la víctimas y los medios de comunicación, no justifica la privación de una libertad. Estamos construyendo un monstruo que poco a poco va creciendo y retroalimentándose por las decisiones judiciales mal justificadas y el clamor popular, sin imaginarse que, cuando menos lo esperen, esta tocará su puerta, al no hacer distingos y excepciones.
Es ahí -y posiblemente tarde- en que nos damos cuenta que estamos viviendo en una justicia de riesgo, donde se le está otorgando legitimidad a un proceso paralelo de vindicta y condecoraciones personales, pues se le da a la víctima la satisfacción de mantener privado de la libertad a una persona aun no declarada culpable; y esa acción permite que se creen Jueces estrellas y calculadores, que les guste acaparar titulares en la prensa y ser el centro de atención, calculando su modo de decidir evaluando al grupo que debe satisfacer. Así, los jueces estrellas son las personas que gustan de las cámaras y medios de comunicación, que al convertirse en necesario por considerarse un desarrollo personal y profesional, sacrificará la libertad del desconocido. Este es el inicio de una justicia de riesgo, porque posteriormente, para poder mantener dicho estatus y egocentrismo, se convierten en jueces calculadores. Magistrados que evalúan previamente si la decisión judicial que emitirá saciará al grupo social en particular, olvidándose del fin del proceso, en los principios procesales, y si cabe, en sus propios principios.
[1] Magíster en Derecho con mención en Ciencias Penales, Decano del Colegio de Abogados de Huaura, exmagistrado de la Corte Superior de Justicia de Ancash y Huaura, docente universitario.
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