Jacqueline Pérez Castañeda
Abogada por la PUCP
Doctora en Derecho y Ciencia Política por la UNMSM
Fiscal Superior Penal del Callao
Sean mis palabras iniciales, de recuerdo y respeto para las mujeres y hombres que construyeron el Ministerio Público desde sus cimientos y luego lo fortalecieron, y para aquellas y aquellos fiscales que en épocas de autoritarismo e intolerancia supieron defender la independencia de la institución, aún a costa de su propia tranquilidad y seguridad personal. A quienes no se vendieron al mandón de turno ni se entregaron al corrupto de ocasión. De recuerdo y respeto al personal fiscal y administrativo que ha perdido la vida en el desempeño de la función y específicamente a quienes, en la hora presente, han caído víctimas del Covid-19 y de la ausencia de un sistema público de salud que proteja al conjunto de la población y la asegure a todo nivel y en todo lugar. Sean también estas primeras palabras, de respeto y camaradería a los fiscales, al personal administrativo y a los médicos legistas, que día a día dirigen su actuación hacia la protección de la dignidad humana y la defensa de los derechos humanos, y contribuyen esa manera a asegurar el debido proceso y el buen funcionamiento del sistema de justicia.
Sirva esta ocasión, la del día del Ministerio Público, para hacer visible el especial compromiso de la entidad con las mujeres y niñas víctimas de violencia doméstica, de delitos sexuales, de feminicidio, de trata de personas y de violencia en cualquiera de sus manifestaciones, para que de conformidad con los instrumentos internacionales de derechos humanos tengan acceso efectivo a la justicia y en ella encuentren protección y reparación. Asimismo, para resaltar la voluntad de la institución de investigar de forma objetiva y exhaustiva los actos de corrupción, menuda y sistémica, la que se aprovecha de una circunstancia y momento como la que responde a formas de criminalidad organizada.
Hace ya 200 años, los fundadores de nuestra independencia plantearon un objetivo que juzgaron posible, el de establecer una república democrática, un estado de ciudadanos, basado en instituciones libremente determinadas por el voto popular, que hiciera posible la paz y el bienestar general. Tal aspiración, aparentemente sencilla y comprensible, aparentemente al alcance de nuestras posibilidades y fuerzas, se ha revelado al cabo de dos siglos como una utopía formidable, que no hemos sido capaces de hacer realidad.
Esta utopía alcanzable pero nunca realizada es lo que Jorge Basadre denominó “la promesa de la vida peruana”, una extraña mezcla de esperanza y frustración que, juntas y paralelamente, recorren la historia azarosa de nuestra república.
En verdad, para hacer realidad la idea del Perú como una república democrática, es decir, de un estado de hombres y mujeres libres y dignos, que tienen la posibilidad de realizar sus potencialidades y aspiraciones en el reino de este mundo, se requiere sí o sí del desarrollo de las instituciones democráticas y republicanas que puedan hacer posible esos objetivos. Una de esas entidades, qué duda cabe, es nuestro querido Ministerio Público.
Una todavía joven institución en su versión independiente y en tanto órgano constitucionalmente autónomo. No nos olvidemos, surgió en 1979, en el ocaso de una larga dictadura y en el contexto de una reforma democrática plasmada en la Constitución de ese año. Con personería propia, órganos definidos y un mandato profundamente cívico y pro persona, reafirmado en la Ley Orgánica de 1981: la defensa de la legalidad, los derechos de esas mujeres y hombres libres, y los intereses de nuestra sociedad, así como la persecución del delito.
Una institución que en sus cuatro décadas ha conocido de aciertos y avances, en organización, despliegue territorial, personal (fiscal, administrativo y médico legal), ejercicio funcional, de gestión, cooperación internacional, en la voluntad para perseguir el delito, y de legitimidad; que ha logrado evolucionar con los tiempos; y que, ha hecho prevalecer la justicia en miles de casos anónimos y en otras decenas de causas de gran impacto público. A la par, lo admito, una institución que en cuarenta años no ha conseguido adaptarse del todo a las necesidades de la sociedad en general y responder a las demandas ciudadanas; que enfrenta el reto de atender a la formación cada vez más especializada de su personal, el recurso a las técnicas especiales de investigación en casos de delincuencia organizada, y el uso de tecnologías al servicio de la investigación criminal; que padeció en los años noventa del siglo pasado la traición de algunos de sus altos representantes y el control nefasto por parte de una organización criminal; y que, en el presente, pugna por legitimarse y desprenderse de funcionarios abiertamente sindicados de formar parte de nuevos aparatos de corrupción.
En todos estos años -con presupuestos limitados, falta de recursos humanos y por momentos con la incomprensión y falta de apoyo de los gobernantes-, con viejos y nuevos códigos, con reglas inquisitivas y ahora acusatorias, con uno u otro modelo procesal, en las ciudades y en el Perú profundo, las y los integrantes del Ministerio Público han investigado con objetividad y diligencia, acumulado evidencias y acusado allí donde correspondía hacerlo, a quienes perpetraron el delito como parte de un solitario plan criminal, pero sobre todo a los miembros de las organizaciones criminales: terroristas, secuestradores, narcotraficantes, tratantes de personas, lavadores de activos y, como no, corruptos; todo ello en el empeño de cumplir las tareas que la Constitución y las leyes de la República nos imponen.
Ese compromiso continúa hoy, en que nuevas o renovadas formas de criminalidad nos plantean otros retos y otras exigencias. Por ejemplo, la corrupción –Odebrecht, Cuellos Blancos del Puerto- y la violencia que lamentablemente se ejerce en contra de las mujeres y las niñas. Esa responsabilidad persiste hoy en que la pandemia nos desafía a encontrar y combinar formas de trabajo presencial y remoto para dirigir las investigaciones y participar en los procesos contra una criminalidad que no se detiene.
Somos parte de una institución que día a día, gracias al concurso y entrega de fiscales, personal administrativo y médicos legistas, construye su legitimidad, afirma su libertad y discrecionalidad, demuestra su compromiso con el Estado de Derecho, con la sociedad y con los ciudadanos; y, que en ese firme y discreto esfuerzo intenta plasmar los sueños de nuestra emancipación y el espíritu de los fundadores de la República.
Por eso mismo, ser parte del Ministerio Público trae aparejado diversas exigencias y cualidades. Estamos llamados a abandonar la idea del burócrata de la administración de justicia. Es más, estamos convocados a dignificar la figura del funcionario público. Quienes aquí laboramos, como parte de una institución que aporta una cuota importante en la concreción de la promesa de la vida peruana, debemos ofrecer a todos y cada uno de los litigantes, una perspectiva de objetividad, de igualdad, de compromiso con la verdad, y de justicia, sin discriminación y con interdicción de la arbitrariedad, pues eso es lo que espera de nosotros una república democrática y los ciudadanos de este nuestro país.
En ese entendido, y muchas veces en un contexto de múltiples adversidades y de cierta incomprensión pública, no nos queda otra que cumplir con lealtad y eficiencia la labor encargada. Honrar nuestro trabajo. Escuchar al ciudadano. Cumplir con los estándares mínimos de derechos humanos que protegen a las víctimas, a los denunciantes e investigados. Abrir gavetas. Descongelar carpetas. Formalizar investigaciones. Reunir evidencias y articular pruebas. Llevar indagaciones dentro de plazos razonables. Buscar la decisión judicial que respalde una investigación fiscal objetiva, diligente y eficiente. Jugarnos por nuestras causas. Eludir las presiones de los poderes fácticos o hacerles frente. Y finalmente, rendir cuentas a la sociedad. Y todo ello con la certeza de que no es poco lo que hacemos, pero que siempre será insuficiente. Que el ciudadano, la justicia y este nuestro país, esperan más, mucho más de sus fiscales.
Solo así, además, recuperaremos la imagen de la fiscalía ante la comunidad. Solo así ganaremos la confianza ciudadana. Solo nuestro trabajo y esfuerzo fortalecerán la institución fiscal y permitirán su continua renovación. El Ministerio Público merece esta oportunidad. Depende de nosotros que la tenga.
No se puede ser parte del Ministerio Público sin abrigar una profunda y arraigada esperanza. La de la justicia. La de no impunidad. La de responder adecuadamente a las necesidades del justiciable, en primer lugar, y la del conjunto de la sociedad, a la que finalmente nos debemos. Y esa esperanza debemos transmitirla unos a otros, de un despacho a los otros despachos, de una sede a las otras sedes, de un distrito fiscal a los demás distritos fiscales. De generación en generación. Sin admitir cansancio, desaliento o rendición. Porque resignarse a vivir bajo la idea de que la criminalidad, y particularmente la corrupción, nos sobrepasan, es negar al Perú y contribuir activamente a su destrucción.
En un nuevo aniversario del Ministerio Público, y acercándose nuestro Perú a los dos siglos de independencia, los invito a mantener el valor. Sabemos dónde están los problemas. Sabemos dónde están los culpables. Sabemos cómo hacerles frente. Hagámoslo.