Leí la carta que recibieron por parte de una lectora de la página y quise sumarme porque esta historia necesita salir de mi pecho.
Obviamente, no revelaré mi nombre ni el de la protagonista de esta historia, pero por fines literarios llamémosla Thalia. La conocí unos meses antes del inicio de la pandemia en un reunión de amigos y fue un flechazo a primera vista.
Ella salía de sus prácticas para una conocida firma de abogados ubicada en Miraflores. Iba con un conjunto azul que la hacía notar bastante elegante y profesional a pesar de su juventud. Pero al escucharla hablar, no sonaba como la típica litigante de las películas norteamericanas, ya que poseía una ternura difícil de describir.
Sin darnos cuenta, terminamos conversando toda la noche. Yo no soy abogado, pero el derecho me genera cierta fascinación. Podía escucharla hablar su interés por especializarse en el derecho de autor o sobre su fanatismo por los animes. Su complejidad me atraía demasiado y ambos lo notamos.
Luego de esa noche, no demoramos mucho en coordinar una siguiente salida. Por el trabajo que tenía entonces, me resultaba fácil conseguir entradas al teatro y nos encaminamos a largas noches de cultura que terminaban siempre en el asiento trasero de un taxi. Con la tensión de no saber si era posible dar el siguiente paso.
Hasta que un viernes, por fin, nos besamos. Fue, sin embargo, el viernes previo al comienzo de la primera cuarentena.
Las primeras semanas de encierro parecían fáciles. Coordinamos a través de videollamada para amanecernos viendo películas que fueran una novedad para ambos. De esta forma, yo descubrí cintas del Estudio Ghibli y ella vio por primera vez “Star Wars” o “El Resplandor“.
La cosa se complicó cuando la sinceridad se apoderaba de las madrugadas. Thalia no había superado su última relación y parecía estar dispuesta a retomarla a la primera oportunidad que surgiera. A la par, nuestras conversaciones se convirtieron en un monólogo en el que ella desahogaba su frustración por los maltratos de su jefa y la torpeza de sus profesores en las clases virtuales.
Yo era un observador, un fantasma. Apenas hablaba y, cuando lo hacía, ella solo procedía a pedirme que la dejara hablar. Las pocas veces que podía intervenir, ella recriminaba mis opiniones y comenzábamos a discutir sin sentido. La practicante disfrutaba tener la razón y, a mi pesar, yo disfrutaba estar con ella. A pesar de no ser relevante en nuestra dupla.
El punto de quiebre fue cuando descubrí que habían más chicos en su vida. Si bien nunca formalizamos una relación por la pandemia que nos cayó encima, suponía que había cierta exclusividad en lo nuestro. Y me equivoqué.
Al intentar dejar en claro esto, su reacción fue brusca y me di cuenta que lo más fácil era irme. A la fecha, he salido con pintoras, fotógrafas, periodistas e incluso con veganas, pero nunca tuve algo tan intenso como con esta practicante de un estudio de abogados.
La verdad aparece al final de este texto y es que la extraño. Cuando estoy en redes sociales y encuentro un post de LP recuerdo nuestras conversaciones. Evoco sus opiniones, sus argumentos, la belleza con la que argumentaba hasta la cháchara más irrelevante. Pero puse por delante mi tranquilidad.
¿Hice lo correcto? ¿Debería volver a buscarla?