El presente escrito fue confeccionado con motivo de la intervención del citado jurista en la mesa redonda “Discapacidad y Derecho” que tuvo lugar el 7 de abril en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales*:

Manuel  Atienza Rodríguez**

 

No creo que haya muchos juristas que nieguen la importancia que tiene en nuestros Derechos el concepto de dignidad; en particular, a la hora de interpretar los enunciados -sobre todo de carácter constitucional o internacional- relativos a derechos humanos. Pero me parece que son muchos menos los juristas que han hecho un esfuerzo por entender con cierta precisión el significado de ese concepto. En el discurso de los juristas, como en el discurso ordinario, es bastante frecuente que la palabra “dignidad” se utilice como un término puramente emotivo, sin significado descriptivo alguno: afirmar que una determinada institución o que cierta regulación es conforme (o que no lo es) con la dignidad humana suele ser   simplemente una manera de expresar, enfáticamente, que la institución o la regulación en cuestión nos parece bien (o mal), que está justificada (o injustificada).

Pero esos juicios, que no suelen basarse en otra cosa que en la intuición de quien los emite, pueden estar equivocados. Por ejemplo, hace algunos años, más de un jurista (influido seguramente por la opinión de la Conferencia Episcopal Española) sostuvo que atentaba contra la dignidad  humana la selección de embriones para obtener un bebé cuyos tejidos fueran compatibles con los de personas (familiares) enfermas, de manera que se hiciera posible un futuro trasplante (sin riesgo para el bebé) que salvara la vida o curara una enfermedad grave (por ejemplo, de un hermano ya nacido).

Más recientemente, una sentencia del TS (sentencia  06/02/2014, de la sala de lo civil) negó la inscripción en el registro civil de un niño que había nacido mediante gestación por sustitución, basándose fundamentalmente en que esa institución atentaba contra el orden público español puesto que era contraria a la dignidad humana. Y, en fin, al menos algunos fiscales españoles parecen entender, apoyándose en el art. 12 de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (que es Derecho vigente en España desde hace unos 8 años) nada más y nada menos que “la [cualquier] declaración de incapacidad vulnera la dignidad de la persona incapaz y su derecho a la igualdad en cuanto la priva de la capacidad de obrar y la discrimina respecto de las personas capaces”.

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Pues bien, los tres juicios están, en mi opinión, claramente equivocados, aunque por razones distintas. Los dos primeros, los referidos al llamado “bebé-medicamento” y a la maternidad por sustitución, porque interpretan, erróneamente, que el principio de dignidad prohíbe, sin más, que se trate a un ser humano como un instrumento, como un medio; cuando lo que realmente prohíbe el principio (si no se quiere caer en el absurdo) es tratar a un ser humano sólo como un medio: ese adverbio, “sólo”, tiene su importancia (aunque no sé si es una razón para seguir manteniendo la tilde y distinguirlo así del adjetivo). Y el tercero, el referido a la Convención de los derechos de las personas con discapacidad, porque identifica, también erróneamente, la dignidad con la autonomía, entendida esta última en un sentido puramente liberal o, por decir mejor, neo-liberal. Me explico.

Creo que casi nadie negará que la referencia fundamental para elucidar el concepto de dignidad se encuentra en la filosofía de Kant. La segunda formulación del imperativo categórico reza (en una de sus versiones) así: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”. Y, como se sabe, el imperativo categórico tiene otras dos fórmulas: la primera es la de la universalidad (o igualdad), y la tercera, la de la autonomía, la libertad.

¿Pero cómo debemos entender exactamente ese imperativo de los fines o de la dignidad y cómo se relaciona con los otros dos? Yo creo, y sigo aquí la sugerencia que plantea, en un artículo reciente, un filósofo español, Manuel Jiménez Redondo, que la forma más esclarecedora de entenderlo es dándose cuenta del origen jurídico (sí: jurídico) de la noción de persona de Kant. Al parecer, Kant se inspiró, para construir su noción de persona, en uno de los tipos de “cosas” que figura en la clasificación utilizada en las Instituciones de Gayo del Corpus Iuris Civilis: las cosas que no pueden ser objeto de apropiación porque, por esencia, son cosas de nadie: las cosas sagradas, religiosas o santas, como las murallas y las puertas de la ciudad (que marcan el recinto dentro del cual es posible una vida civilizada).

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Y así, la idea de que la persona es un fin en sí mismo –que tiene dignidad- significa que no puede pertenecer a nadie; ni siquiera, digamos, a su portador, lo que tampoco tiene nada de extraño, puesto que todos parecemos entender frases en las que se afirma que alguien se trató a sí mismo (no a otro)  de manera indigna. O sea, que la noción kantiana de dignidad (y a mí me parece que ese es –o debiera ser- el sustrato filosófico de la apelación a la dignidad que aparece en los textos constitucionales o en las declaraciones internacionales de derechos humanos) se opone tanto a la noción, digamos, totalitaria (la persona, el ser humano, pertenece a la comunidad, al Estado), como a la religiosa (pertenece a Dios, es una criatura suya) o a la que antes llamaba liberal o neo-liberal (cada uno es dueño de su propia persona y puede hacer de su vida, de su propio cuerpo, lo que se le antoje; con el límite de que eso ha de valer también para todos los otros: debe poderse universalizar).

Aunque no sea este el momento de explicarlo, mi formulación del principio de dignidad sería así:  cada individuo tiene el derecho y la obligación de desarrollarse a sí mismo como persona (un desarrollo que admite obviamente una pluralidad de formas, de maneras de vivir; pero de ahí no se sigue que cualquier forma de vida sea aceptable) y, al mismo tiempo, la obligación  en relación con los demás, con cada uno de los individuos humanos, de contribuir a su libre (e igual) desarrollo.

Pues bien, esa noción de dignidad no es coincidente con la de autonomía, si por autonomía se entiende la libertad de que debe gozar cada individuo (con el límite antes señalado) para tomar decisiones sobre su vida y sobre sus bienes; uno podría tomar, digamos, la decisión de vivir una vida indigna. Y menos aún lo es si en ese respeto a las preferencias individuales de cada cual (el correlato del principio de autonomía) incluimos también la de los individuos que no tienen (por las razones que sean) la capacidad de entender y de querer, o que tienen esas capacidades mermadas.

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Por eso, la afirmación del fiscal de que privar a alguien de la capacidad de obrar (poner un límite a su autonomía así entendida) significa siempre atentar contra su dignidad es equivocada, si bien -¡qué se le va a hacer!- no hay más remedio que reconocer que su interpretación del art. 12 de la Convención  de la ONU cuenta con cierto fundamento. La tendencia a legislar mal (técnicamente mal, pero no sólo) no es algo exclusivo de los parlamentos estatales.

Promover, proteger y asegurar los derechos humanos de las personas con discapacidad es, por supuesto, un objetivo de gran valor;  para lograrlo se necesita, entre otras cosas, innovar el Derecho de manera profunda y acabar con prácticas claramente injustificadas, como  la utilización abusiva de medidas presuntamente protectoras como la incapacitación y la tutela. Pero cuando se lee el texto de  la Convención de Nueva York de diciembre de 2006 o la Observación General sobre el at. 12 de esa Convención del Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad (de marzo-abril de 2014), uno tiene la impresión de que el propósito de los redactores de corregir esos abusos y de asegurar los derechos de los discapacitados les ha llevado en algún caso a cierto extravío.

Es como si el afán de unos montañeros por alcanzar una cumbre les hubiera convencido de la necesidad de avanzar siempre hacia arriba y en línea recta, sin darse cuenta de que en su trayectoria pueden encontrarse con precipicios que conviene evitar.  Me refiero al principio de autonomía, entendido en el sentido de que deben respetarse siempre, incluso en situaciones de crisis y cualquiera que sea la discapacidad que afecte a una persona, “la autonomía individual y la capacidad de las personas con discapacidad de adoptar decisiones” (Observación general, apartado 16), principio que pretende basarse en la idea de dignidad humana (la expresión “dignidad” aparece numerosas veces en la Convención: Preámbulo, letras a), h), y); art. 1, 3, etcétera) pero que, entendido en sentido literal, carece por completo de justificación; sería más bien un oxímoron, pues lo que vendría a decir es que cierta categoría de personas, al mismo tiempo no tienen y tienen capacidad (son discapaces y capaces).

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Y lo que se sigue de ahí  (quizás haciendo uso del principio lógico  ex falso quodlibet: de lo falso se sigue cualquier cosa), como hacía nuestro fiscal anónimo, es que instituciones como la incapacitación o la tutela son, por esencia (y no sólo – de nuevo, la importancia del adverbio- cuando se usan en determinadas circunstancias), ilegítimas, contrarias a la dignidad.

Hay, sin duda, circunstancias que explican la comisión de esos excesos. Una podría serlo el no haber tenido suficientemente en cuenta el carácter tan heterogéneo de la categoría “personas con discapacidad” y que incluye tanto las “deficiencias” (es terminología del art. 1) físicas como las de carácter mental, intelectual o sensorial. Por ejemplo, parece que en la redacción de esos documentos han jugado un papel relevante personas con discapacidad física o sensorial que, quizás, no hayan querido “discriminar” a los otros grupos; y parece también claro que la incapacitación o la tutela son medidas que, en efecto, nunca estaría justificado utilizar en relación con algunas subclases de la categoría “discapacitados”.

Y otra circunstancia –esta de carácter filosófico- es el llamado “constructivismo social” aplicado al concepto de personas con discapacidad. Se trata, en opinión del mayor filósofo vivo del mundo latino -Mario Bunge-, de una moda intelectual que forma parte del “movimiento que está arrasando las facultades de Humanidades en países industrializados” y que a él le parece una “visión tan falsa como peligrosa”. Aplicada al concepto de enfermedad, lo que vendría a decir es que “las enfermedades son invenciones de la profesión médica”[1]; y aplicada a las discapacidades, que éstas contienen siempre un componente social, son  siempre socialmente construidas (de ahí la confusa definición del art. 1, apdo. 2), lo que parece, en efecto, falso y peligroso: la demencia senil (que afecta a muchas de las personas que son incapacitadas jurídicamente) es un trastorno neurocognitivo (de variada etiología) cuya frecuencia aumenta con la edad y que impide a quien lo padece “una participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás [personas]” con completa independencia de la existencia o no de barreras sociales, desmintiendo con ello la definición del art. 1, apdo.2[2].

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Ahora bien, que el exceso se pueda explicar no equivale a suponer que esté también justificado.  Pero de esa importante distinción (entre la explicación y la justificación de una acción) no parecen  haber sido conscientes muchos Estados (o los representantes de los Estados: entre otros, de España) que ratificaron la Convención sin al parecer haber hecho un mínimo análisis crítico de algunos elementos de su contenido (que se centran en el art. 12. -“Igual reconocimiento como persona ante la ley”-).

Ni tampoco (o no del todo) muchos profesionales (psiquiatras, juristas, asistentes sociales, etc.) conocedores de la situación de los discapacitados en España que, por un lado, dan a entender que “decidir por el otro a veces es necesario”[3] pero que, por otro lado, parecen incapaces de dirigir a la Convención una crítica clara y contundente en aquellos aspectos en los que uno diría (leyendo más bien entre líneas) discrepan radicalmente de ese nuevo modelo. Como puede constatarse una vez más, lo políticamente correcto y el pensamiento crítico no hacen buenas migas.

De todas formas, creo que se puede proponer una solución relativamente simple para el problema  que vengo constatando, a favor de la cual se pueden aducir además argumentos de gran peso. La solución consiste en proponer que los principios que enuncia la Convención (básicamente, el de la igualdad del art. 12, en sus diversas manifestaciones) no se interpreten en un sentido literal, sino como conteniendo una cláusula de “en la mayor medida posible”. Así, por ejemplo, el art. 12, 2. habría que leerlo: “Los Estados Partes reconocen que las personas con discapacidad tienen, en la mayor medida posible, capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida.” Y así sucesivamente. A favor de esa interpretación (abierta) se me ocurren, al menos, estos tres argumentos.

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El primero es que esa forma de entender los principios (o un tipo de principio jurídico: las directrices) tiene hoy un respaldo en amplios sectores de la teoría del Derecho; baste con recordar la caracterización que Alexy propone de los principios como mandatos de optimización. El segundo argumento es que una interpretación literal de la Convención (en los extremos, o en el extremo, a los que me estoy refiriendo: negar que pueda haber algún caso de paternalismo –tomar una decisión por otro- justificado) resulta verdaderamente incompatible con cualquier teoría de la justificación de los derechos humanos que pueda considerarse plausible. Y el tercero lo constituye una apelación al precedente. Exactamente, a una sentencia del Tribunal Supremo español de abril de 2009 y de la que fue ponente Encarnación Roca. Tal y como yo veo las cosas, esa sentencia viene a suponer algo así como una restauración del sentido común, del buen sentido común jurídico que la lectura puramente literal de la Convención pondría en riesgo y una confirmación de que lo irrazonable no es –no puede ser- de Derecho. La sentencia muestra que la incapacitación y la tutela (en ciertos casos) no sólo es compatible, sino que es una exigencia de la dignidad humana. Y su mensaje central  puede sintetizarse en esta importante máxima de sabiduría práctica (y jurídica) que, sin más, hago también mía: “Proteger no significa excluir”.

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* Lo que está resaltado en negrita es nuestro.

** Catedrático de Filosofía en la Universidad de Alicante. Ha sido profesor en diversas universidades españolas (Oviedo, Valencia, Autónoma de Madrid, Alcalá y Palma de Mallorca); director de la Revista DOXA (Una de las revistas más difundidas, sobre Filosofía del Derecho, a nivel internacional) y Vicepresidente de la Asociación mundial de Filosofía Jurídica y Social; así también, ha publicado diversas investigaciones académicas en revistas especializadas de México, Colombia, Argentina y Perú (Ha recibido, además, el reconocimiento de Doctor Honoris Causa (Pontificia Universidad Católica del Perú – 2010; Universidad Nacional Mayor de San Marcos -2012 y en la Universidad Nacional de Trujillo -2012).

[1] Mario Bunge, ¿Qué es filosofar científicamente?, Universidad Inca Gracilazo de la Vega, Lima, 2009, p.1  .

[2] Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, art. 1, apdo. 2: “Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”.

[3] Tomo la expresión de un trabajo de Joan Canimas que forma parte del reciente libro editado por la Fundación Víctor Grifols i Lucas, La incapacitación, reflexiones sobre la posición de Naciones Unidas, Barcelona, 2016. Otro ejemplo: En su contribución a ese libro, Luis Fernando Barrios se opone a considerar que el internamiento involuntario deba considerarse contrario a la Convención (como, al parecer, había sostenido, en un Informe Provisional de 2008, el Relator Especial de Naciones Unidas sobre la cuestión de la tortura).

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