El pasado 25 de enero se llevó a cabo la audiencia ante el Tribunal Constitucional, en la que se escucharon los argumentos a favor y en contra de la inconstitucionalidad de la Primera Disposición Complementaria Final de la Ley 30407, Ley de Protección y Bienestar Animal, que exceptúa de estas medidas protectoras a las corridas de toros, peleas de gallos y demás espectáculos declarados “culturales” por la autoridad administrativa competente.
No es una exageración decir que estamos próximos a lo que será la emisión de la sentencia de inconstitucionalidad más trascendente –en cuanto a desarrollo constitucional se refiere– de los últimos años, sobre todo si tomamos en cuenta que a través de ella se están discutiendo los límites que tiene el legislador de crear excepciones concernientes al bienestar de los animales. En dicho contexto, un viejo debate parece asomar nuevamente: ¿puede limitarse el derecho a la cultura en nombre del interés animal?
Planteada de esa forma, la pregunta puede tornarse en una discusión moral antes que jurídica. Tal vez advirtiendo esto, el magistrado Carlos Ramos Núñez formuló una interesante interrogante que puede ayudarnos a desagregar las distintas cuestiones jurídicas implícitas en esta discusión: Si la excepción legal cuestionada deja en manos de la autoridad administrativa la potestad de decidir qué manifestaciones son consideradas “cultura”, ¿no sería mejor cuestionar en sede administrativa dicha calificación (de las corridas de toros o peleas de gallo)?
Detrás de esta pregunta se esconde la manera en la que concebimos el problema jurídico de fondo. Si respondemos que el problema se soluciona cuestionando el carácter cultural de las corridas de toros, estamos aceptando ese dualismo que ha acompañado el debate público en torno a las corridas de toros desde siempre: “o bien es cultura, o bien es tortura”. Sin embargo, como ya lo apuntó Jesús Mosterín, dicho razonamiento es tramposo y no nos conduce a buen puerto. Las corridas de toros son una manifestación cultural, sí; pero la cultura no es sagrada: ella es dinámica y puede (y debe) progresar[1].
Si observamos el artículo 2º de la Ley N° 28296, Ley General del Patrimonio Cultural de la Nación, esto termina siendo más claro. Dicha disposición establece que patrimonio cultural de la Nación es “toda manifestación del quehacer humano que por su importancia, valor y significado paleontológico, arqueológico, histórico, artístico, militar, social, antropológico, arquitectónico, histórico, artístico, militar, social, antropológico, tradicional, religioso, etnológico, científico, tecnológico o intelectual sea expresamente declarado como tal, o sobre el que exista la presunción legal de serlo”.
Como se advierte, la ley que regula lo que constituye patrimonio cultural de la nación no incorpora ninguna exigencia jurídica sobre el bienestar animal. De ello se sigue que sería imposible impugnar una decisión que considere a las corridas de toros como espectáculo cultural por ser una práctica cruel, sobre la base de la Ley N° 28296. Además, la única ley que desarrolla la protección de la integridad animal posee una cláusula que opera como un callejón sin salida: no se puede infligir dolor innecesario a un animal en cautiverio, salvo que sea al interior de un espectáculo cultural declarado conforme a ley. La pregunta de relevancia constitucional que asoma es, por lo tanto, la siguiente: ¿Constituye dicha regla de excepción la manifestación de un trato desigual injustificado?
La prohibición de legislar de manera arbitraria constituye un principio común al constitucionalismo occidental[2]. En nuestro ordenamiento está consagrado en el artículo 103º de la Constitución, el cual establece que: “pueden expedirse leyes especiales cuando así lo exige la naturaleza de las cosas, pero no por razón de las diferencias de las personas”. Por ello, dado que la Ley N° 30407 ha introducido las prohibiciones generales de: (i) utilizar animales en espectáculos que afecten su integridad física o bienestar[3]; y, (ii) de realizar peleas de animales domésticos o silvestres[4]; toda excepción que beneficie a un sector específico de la población, permitiendo por ejemplo a los taurófilos, romper los músculos del cuello y de la espalda, así como incrustar banderillas en los pulmones a los toros antes de atravesarles el corazón, debe estar justificada racionalmente[5].
En un Estado Constitucional de Derecho no basta con sostener que la práctica exceptuada de la prohibición de trato cruel frente a animales[6] queda justificada por el solo hecho de formar parte del patrimonio cultural de la Nación. Ningún derecho es absoluto, ni siquiera el derecho a la cultura. Vale la pena recordar que en el Fundamento 28 de la STC Nº 0042-2004-AI/TC, el Tribunal Constitucional reconoció que no existe ningún argumento racional que justifique someter a los animales a torturas o tratos crueles, y que tales hechos son contrarios a la dignidad del propio ser humano y al deber de respetar a los animales.
Estando frente a un acto que a todas luces sería considerado como tortura si fuera aplicado a una persona, la ponderación parece incluso un imposible jurídico. Ello, si tomamos en cuenta que el cálculo utilitario suele quedar proscrito frente a estos hechos considerados inconmensurables. ¿Cuánto dolor infligido a propósito, y con fines extrínsecos al propio sujeto sintiente, es justificable en nombre del arte? Esta parece una interrogante que no se sostiene en nuestro modelo constitucional.
De hecho, tampoco se sostiene en otros ordenamientos jurídicos similares al nuestro. En el año 2015, el Supremo Tribunal Federal de Brasil declaró inconstitucional la práctica de la “vaquejada”, considerando innecesario realizar una ponderación con el derecho a la cultura, toda vez que la sola evidencia empírica que confirmaba que los toros eran lesionados y sometidos a un dolor desgarrador, era suficiente para catalogar dicha práctica como “cruel”[7]. Lo cruel exime de ponderar bienes jurídicos, y esta debería ser la lección a tomar en cuenta por nuestro Tribunal Constitucional en su futuro fallo.
A menos que el Tribunal encuentre una poderosa –y hasta ahora no conocida– justificación a dichas prácticas, cualquier desestimación a la demanda de inconstitucionalidad estaría reconociendo positivamente “el derecho fundamental a torturar animales en nombre de la cultura”. Así, a partir de la definición de lo que constituye trato cruel hacia animales en cautiverio, prevista en la Ley N° 30407, se puede sostener la siguiente afirmación: acribillar a un animal hasta que muera desangrado constituye hoy un “trato cruel”, pero dicho trato deja de estar prohibido en el caso de los toros por ser una tradición cultural, en virtud de una excepción puesta por el legislador.
Es exactamente el razonamiento que justifica la ablación del clítoris en países musulmanes: el peso de la tradición, por encima de la razón. No obstante, el Tribunal Constitucional tiene la oportunidad histórica de declarar inconstitucional la cláusula que permite tratos crueles contra un animal en nombre de la cultura. A la luz de la prohibición del “trato desigual injustificado”, el supremo intérprete de nuestra Constitución puede sumarse al progresivo vuelco hacia el reconocimiento constitucional de los intereses de los animales[8].
Referencias
- BILCHITZ, D., 2010: “Does transformative constitutionalism require the recognition of animal rights?” (coord.: D. Bilchitz) Southern African Public Law, vol. 25, Nº 2.
- EISEN, J. 2018: “Animals in the constitutional state”. International Journal of Constitutional Law, Volume 15, Issue 4, 3 November 2017.
- MOSTERÍN, J., 2014: El triunfo de la compasión. Madrid: Alianza Editorial.
[1] MOSTERÍN, 2014: 216-217.
[2] Al respecto, David Bilchitz (2010) desarrolla una tesis interesante sobre la experiencia del Apartheid sudafricano: el análisis del trato diferenciado no justificado, no debe delimitarse únicamente en base a los individuos reconocidos con protección legal por el sistema jurídico. Bilchitz usa este principio de prohibición de la arbitrariedad para incorporar a los animales en el análisis constitucional de leyes que regulan su bienestar (o malestar). La protección que implica el derecho a la igualdad debe pasar por un análisis de las características de los individuos relegados de una protección determinada, incluyendo a los animales aun cuando no hayan sido reconocidos explícitamente como titulares de derechos constitucionales.
[3] Inciso “b” del art. 22º de la Ley 30407.
[4] Inciso “d” del art. 22º de la Ley 30407.
[5] Como el lector habrá advertido, no he gastado una sola línea en justificar si el toro es capaz de sufrir. Doy por descontado que todos hemos visto en algún momento una corrida de toros. A los “escépticos”, les sugiero investigar sobre el sistema límbico de estos animales. De hecho, los mecanismos neuronales de transmisión de dolor son casi idénticos en todos los mamíferos.
[6] “Trato cruel” es definido como “todo acto que produce dolor, sufrimiento, lesiones o muerte innecesaria de un animal”, de acuerdo al anexo de definiciones de la propia Ley N° 30407.
[7] En el año 2017 hubo una reforma constitucional que introdujo la excepción sobre las prácticas deportivas que utilicen animales, siempre que sean manifestaciones culturales. Dicha reforma exige, además, que estos eventos sean reglamentados para resguardar el bienestar animal. Actualmente, existe una nueva causa pendiente de resolver sobre la “vaquejadas” ante el STF brasileño.
[8] Si bien existe una creciente tendencia constitucional a reconocer los intereses de los animales como objeto de protección jurídica al más alto nivel, a través de la incorporación de disposiciones específicas en textos constitucionales (Suiza, 1973; India, 1976; Brasil, 1988; Eslovenia, 1991; Alemania, 2002; Luxemburgo, 2007; Austria, 2013; y, Egipto 2014), existen muchos ordenamientos legales sin previsiones constitucionales de estas características. La constatación científica de que los animales no humanos son capaces de gozar de autonomía y sociabilidad, además de sentir dolor y placer; hace que el constitucionalismo contemporáneo enfrente el reto de incorporarlos como sujetos constitucionales particulares. Al respecto, Jessica Eisen (2018) considera que existe un principio constitucional, desarrollado a lo largo de la historia occidental, que puede hacer frente a este nuevo reto: “el imperativo constitucional de proteger a los sujetos más vulnerables del Estado; incluyendo a aquellos que no pueden auto-afirmarse”.