Una de las características que tienen los sistemas penitenciarios en su régimen de ejecución de penas es su progresividad, esto sobre la base de la resocialización y reinserción del interno en la sociedad.
De ahí que sistemas penitenciarios comparados tienen grados de privación de la libertad de más a menos estrictos (gradativamente); lo que también ocurre en el Perú con los regímenes semiabierto, abierto, cerrado ordinario y especial, y que pueden ir variando de acuerdo al grado de reinserción que los especialistas en tratamiento penitenciario van aconsejando, bajo el principio que “la cárcel pura y dura no reinserta sino lo hace la libertad, pero esta debe ir consiguiéndose paulatinamente”.
A su vez, con lo que implica, a nivel comparado, los permisos de reinserción; comenzando por los fines de semana: el interno sale el fin de semana a su casa y debe volver el lunes a seguir cumpliendo su condena en el penal, siempre que se encuentre en el grado menos intenso de su ejecución privativa de libertad, cosa que en el Perú es impensable.
El denominador de todos estos sistemas penitenciarios a nivel comparado, humanistas y respetuosos del principio de dignidad en la ejecución de la pena es que hay ciertos reos que son irrecuperables, por lo que no deben salir en libertad sino hasta que cumplan su condena o, en su caso, restringírsela al máximo dado que su estructura de personalidad es disfuncional, per se, al grado de libertad que se le otorgue.
Es decir, que aprovecharán cualquier tipo de fisura en esa libertad reinsertiva para volver a cometer delitos, contravenir a la norma, volver a su naturaleza delictiva. Estos son los delincuentes de estado; psicópatas disociales, antisociales; y, también, los delincuentes de conciencia.
En ambos casos, la persistencia de la conducta delictiva va más allá de cualquier terapia de reinserción a la que pueda sometérsele. En ellos no funciona nada de eso. En el primer caso, porque es su condición esencial, su núcleo duro de comportamiento y relacionamiento social. En el segundo, porque forma parte de su concepción del mundo, de su ideología, de su pensamiento y de sus principios más intrínsecos. Es obvio que, en algunos casos, puede haber una mixtura entre ambos. Ello es más peligroso aún.
En el Perú el tema planteado no es baladí. Hace algunos años fuimos testigos de la liberación por pena cumplida de Gerson Gálvez Falla, alias “Caracol”, quien venía purgando condena en un penal del Callao. Su liberación se vio salpicada de un escándalo por dos motivos; primero por quién era -y su perfil criminal psicópata disocial y antisocial- y, segundo, por la extrema rapidez con que se formó su expediente de libertad y peor, por el hecho de haber sido escoltado incluso por vehículos oficiales del INPE para su liberación.
La explicación exculpante en aquella oportunidad fue casi la misma que ahora se da para el caso de Antauro Humala, la absoluta discrecionalidad administrativa del INPE para tramitar estas libertades, por pena cumplida, contando para ello con la sumatoria entre el tiempo de ejecución efectiva más los trabajos o educación que el reo haya cumplido para los efectos de la redención de su pena.
El reglamento de ejecución penal así lo permitía y, años después, lo sigue permitiendo, al margen de lo que contradictoriamente señala el Código Procesal Penal de 2004 respecto de las libertades anticipadas por ejecución de la pena.
Pero, hay un problema adicional y es el considerar que un delincuente psicópata disocial pueda redimir años de prisión con trabajos manuales como son el del “bordado en yute” o el de la “carpintería”, por ejemplo. Algo con lo que toda la psicología clínica y especializada en temas de peligrosidad postdelictiva y postcarcerlaria de un delincuente con estas características, aseguran no es posible.
Un delincuente con estas características es de imposible recuperación; o, por lo menos, dicho más amablemente, son de “muy difícil recuperación”. Por lo que se aconseja siempre que estos delincuentes hagan pena cumplida y que su liberación —aún por redención y pena cumplida con las sumatorias que ello implica—, deban estar supeditadas al cumplimiento exhaustivo de orden psicológico y clínico penitenciario.
En el caso de Caracol vimos que incluso tuvo que ser detenido en Colombia y acusado de media docena de delitos más, todos ellos sangrientos y de alto nivel de complejidad comisiva.
El perfil criminal entonces de un delincuente de estas características es similar a la de un “delincuente por convicción”. Ambos son inmunes a la “crítica social”, al “reproche social”. Ambos sienten placer y hasta orgullo y soberbia de lo que han hecho. Se sienten semidioses, mesiánicos en su naturaleza transgresora. No tienen empatía alguna por los daños que hayan podido causar. Gozan de ello.
En suma, son delincuentes de estado y su recuperación o es imposible o de difícil recuperación. Ni los países más adelantados en tratamiento penitenciario han logrado superar este escollo de la criminología clínica. Aun cuando se ame la libertad y se propugne ella como un fin inquebrantable de un sistema democrático y social de derecho, la realidad termina por imponerse.
El escándalo que rodeó la liberación de Caracol no sirvió de nada. Las normas no se modificaron ni se hicieron más claras. No se pusieron candados a la liberación de este tipo de delincuentes. No ha servido de nada los avances en tratamiento penitenciario para establecer qué reos son recuperables y cuáles no y sobre quiénes no debe haber sino pena cumplida en su integridad.
Otra vez la sociedad peruana debe observar de la mano omisa de sus autoridades, que ven lo que mira un soldador con un casco de lunas polarizadas: nada. Nuestras autoridades no sirven para nada y de estos temas muestran ignominia y desinterés total. Por eso, solo actúan cuando vuelve a ocurrir otro escándalo, sin prevenir los que vendrán si esto no se cambia.