Ruben Goicochea nació ciego. No conoce el mar, ni los colores, nunca pudo verse en un espejo. Es secretario general de la Unión Nacional de Ciegos y estudia Derecho. «Yo soy ciego y estudio derecho. Esto no me limita», asegura mientras sujeta su mochila de estudiante.
Rubén me muestra las instalaciones de la Unión Nacional de Ciegos. No usa el bastón en el local. Lo conoce de memoria. En el patio principal, tres invidentes sentados asoman sus cabezas al oír que alguien se aproxima, pero al rato retoman sus posiciones de reposo.
Un hombre espera su terapia de masajes en el consultorio principal del segundo piso del local, el terapista es ciego y el paciente también. Aquí todos son ciegos, me dice Rubén. La Unión Nacional de Ciegos es un enclave en medio de la caótica ciudad. Aquí lo ciegos beben cerveza, cantan, celebran sus cumpleaños, se enamoran y rivalizan entre ellos, pero todos coinciden siempre en hallarse en el hall del local para platicar con la estrella del lugar, Corina Villanueva Villafuerte.
Corina tiene 71 años, el rostro arrugado y el cuerpo de niña. Su cabello cenizo resalta junto a su vitrina de golosinas, desde donde provee dulces a todos los parroquianos. No hay ciego que no conozca a doña Corina. Es casi un personaje de culto en la Unión. Y también es ciega.
Corina arrienda un pequeño cuarto en el Centro de Lima que paga vendiendo golosinas. Es alegre, dice que caminar por Lima es complicado. Ha tenido muchos accidentes. Una mañana la atropelló un auto y se dio a la fuga: «Te voy a denunciar, yo sé derecho», le increpó. Cuando era joven, también la atropelló un tren. Por eso Corina dice ser “muy fuerte”, como reza su apellido “Villafuerte”.
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Corina me cuenta que en Lima no respetan los senderos amarillos para invidentes. “Se ponen ahí nomás los comerciantes”, me dice molesta. Durante todos sus años, Corina ha acumulado numerosas historias en relación con su ceguera, siempre quiso estudiar Derecho.
Pese a que la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas establece la obligación de eliminar cualquier tipo de barrera que pueda dar lugar a la discriminación contra las personas con discapacidad, la Municipalidad de Lima se hace de la vista gorda.
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Doña Corina me afirma que Lima no es una ciudad preparada para personas con discapacidad visual. Los óvalos son los más complicados de transitar, me dice. La Unión Nacional de Ciegos se ubica en un óvalo. Los semáforos no emiten sonidos, se averían con frecuencia y el tránsito es un infierno.
La señora Corina Villanueva Villafuerte tiene una fe indestructible. “Escrito está” me dice al final de cada una de sus palabras, refiriéndose a su Biblia. A diario se encomienda a Dios antes de ir a trabajar y durante el trayecto a su trabajo reza para no caerse en algún hueco. Doña Corina tiene un estricto horario laboral, desde las 6:30 de la mañana hasta las 7:30 de la noche. Lo que supone un gran esfuerzo para una persona de su edad.
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En el local de los ciegos, nadie se tropieza. Todos se desplazan con maña. El joven Goicochea me cuenta que nació ciego producto de un glaucoma congénito. Sin embargo, afirma que su ceguera nunca lo limitó. Viste una camisa blanca y un pantalón de vestir, me cuenta que hasta los trece años se sintió improductivo, una carga para su familia… hasta que decidió estudiar. Rubén postuló a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, ingresó a la carrera de Sociología y se graduó. Rubén es un científico social y en unos años se convertirá en abogado.
¿Cómo los trata la gente en la calle?, pregunto.
A continuación, lo que emana de su boca son dardos dispuestos a encajar en el tablero.
—La gente nos ve como si fuéramos “los raros” o los “especiales” —me dice. —Está el término de persona con “habilidades especiales” o “habilidades diferentes”. Yo no soy una persona con habilidades especiales o diferentes. Yo soy igual que tú, me dice. La única diferencia es que tú ves y yo no. Ambos podemos manejar el WhatsApp o el Facebook, podemos hacer lo mismo. ¿Cuál es la diferencia?, sentencia.
Rubén tiene la agenda repleta, se aproxima a su escritorio para comenzar a trabajar. Nos despedimos. Retomo el camino hacia la puerta principal de la Unión. Afuera la ciudad convulsiona, un hombre parado frente a un semáforo rojo espera a que alguien lo ayude a cruzar la pista, pero todos lo ignoran. Nosotros somos los ciegos.