Junto a mi hijo Mario Augusto, joven perito cinematográfico, acabamos de ver Wiñaypacha, la celebrada producción peruana, dirigida proverbialmente por el joven cineasta puneño, Oscar Catacora.
Un verdadero y expeditivo manual de antropología cultural sobre el hombre andino de las altas cumbres (en este caso una pareja de ancianos aymaras de bellos y olvidados nombres, Willka y Phaxi, que esperan en vano, estación tras estación, el retorno de su hijo Antuko) y su desigual lucha por la subsistencia en un escenario natural bello pero inclemente y hostil.
Una aislada economía de autosubsistencia domina el inexorable ritmo económico que envuelve a la familia. Salvo el fósforo que enciende la leña, las velas y la lámpara de kerosene, todo lo demás lo producen estos viejos laboriosos, sabios y esperanzados desde la ropa de lana y bayeta que usan hasta la sencilla comida que consumen.
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Una leve alteración de ese orden y, quizás el inevitable desenlace que de por sí encierra (una explosiva combinación de carencia material, dureza climática, impedimento físico y redimible soledad) tendrá consecuencias terribles sobre la precaria y corajuda existencia de esta pobre y admirable gente.
Quedan también otras lecciones: su sencilla religiosidad, la armonía con la Mama Pacha, el ejercicio de sus tradiciones (notable las escenas de preparación del chuño —papa seca en Lima— y armado del hilado, ambas prácticas precolombinas) y su irrecusable valentía. Gran pieza de la aún incipiente e irregular producción nacional. Lleve pañuelos, uno no será suficiente.