La verdad de un acuerdo. Críticas al Acuerdo Plenario 002-2019/CJ-116, por Wendy Carolina Pérez Mercado y José Miguel Molina Cayo

Wendy Carolina Pérez Mercado es bachillera en Derecho por la Universidad de Lima. José Miguel Molina Cayo es estudiante de Derecho del décimo ciclo de la Universidad San Martín de Porres, integrante del taller de procesal penal de la UNMSM “Florencio Mixán Mass” y practicante del área penal del Estudio Payet, Rey, Cauvi & Pérez Abogados.

Muchos pensaríamos que el objetivo de la realización de un Acuerdo Plenario es que nuestros señores magistrados establezcan criterios jurisprudenciales que orienten la labor jurisdiccional de quienes cumplen la tarea de impartir justicia en nuestro país. Sin embargo, ello, en la realidad, no siempre es así. En la realidad, los encargados de desempeñar tal función, haciendo caso omiso de la problemática subyacente a nuestras instituciones, determinan ciertos criterios que poco contribuyen al esclarecimiento de esos problemas. El caso de la vigilancia electrónica personal no ha sido la excepción.

La vigilancia electrónica personal es un mecanismo moderno de control que tiene como finalidad contribuir al deshacinamiento de los centros penitenciarios y a la resocialización de los procesados o condenados que tengan la posibilidad de acceder a ella. Siendo, entonces, una herramienta bastante joven y con poca aplicación, requiere de un análisis jurídico del que, lamentablemente, ha carecido. Es por ello que, en las próximas líneas, nos disponemos a señalar algunos puntos que debieron tratarse en este Acuerdo Plenario y que, a nuestro pesar, no se hicieron.

En el Acuerdo Plenario 002-2019/CJ-116 se aborda de manera superficial el desarrollo de la vigilancia electrónica personal, pues no se ha comentado a qué se debe el fallido intento de implementar los dispositivos electrónicos. En su lugar, se sostiene que se espera que mayor cantidad de personas accedan a él, mediante la creación de políticas sociales que faciliten ello; no obstante, ¿Es eso suficiente para asegurar su utilización? ¿Es que acaso el problema no es de otra naturaleza?

En efecto, la poca utilización de la vigilancia electrónica personal se debe a que existe una inadecuada política criminal que permita que mayor cantidad de personas sean usuarios de este dispositivo, generándose, por consiguiente, un incremento en la cantidad de ingresantes a los centros penitenciarios, hecho que agrava la situación de hacinamiento en la que subsisten los procesados y condenados que habitan nuestras cárceles. Ahora bien, antes de ahondar en lo deficiente que es nuestro sistema jurisdiccional es menester aclarar a qué nos referimos cuando mencionamos el término “política criminal”.

Podemos definir ampliamente la política criminal como el conjunto sistemático de conocimientos prácticos u operativos (elaborados, con criterio axiológico, a partir de los datos en torno al fenómeno criminal, que aportan la estadística y las ciencias del comportamiento), sobre los principios, las medidas y directrices con que ha de proyectarse y ejecutarse la política social y elaborarse y aplicarse el sistema penal, como medios tácticos y estratégicos para controlar, de la mejor manera posible y dentro de un contexto jurídico legítimo, el volumen, la intensidad, la orientación y frecuencia de la criminalidad (Herrero Herrero, 2007).

Desde ese punto de vista, es cierto que la política criminal tenga, ante todo, como objetivo permanente, el asegurar la cohesión y la supervivencia del grupo social haciendo frente a las seguridades de las personas y de los bienes jurídicos (Delmas-Marty, 1986). No obstante ello, todo queda en mera literatura, pues en los hechos, nuestra realidad carcelaria demuestra que la carencia de un adecuado enfoque legislativo, criminal y de justicia acrecienta cada día la situación precaria de nuestras cárceles. Una realidad cuya génesis se debe a la ineficiencia del proceso de justicia penal, a políticas de justicia penal punitivas, al abuso del encarcelamiento, a un uso excesivo y abusivo de la prisión preventiva, a una insuficiencia de medidas y sanciones no privativas de libertad, a la ausencia o insuficiencia de programas de atención que faciliten la reintegración social, a la ausencia o subutilización de programas de puesta en libertad, a la insuficiencia de infraestructura y capacidad de los centros penitenciarios, en resumen, a una inadecuada política criminal.

Por eso, frente a la posición ambigua del Estado respecto a la delimitación de sus parámetros de elaboración de una política criminal razonable y coherente, debemos mencionar que esta se encuentra en una situación de cuestionamiento a sus fundamentos, tanto por sus parámetros de prevención, de “resocialización” como de protección de derechos fundamentales. Adicionalmente, las características actuales de todo el sistema penitenciario no garantizan una función protectora de los derechos fundamentales de los internos, ni promueven otra posición a la clásica imposición de sanción limitativa de libertad. Muy por el contrario, se han degenerado al nivel de ocasionar un mayor daño a la sociedad, por cuanto al sujeto activo del delito se le asigna un valor peyorativo y estigmático, que le impedirá tener una reinserción social deseable (Bermúdez Tapia, 2007).

Es por ello, que nos permitimos afirmar que pareciera que se hubiera olvidado que las penas privativas de libertad son un medio particularmente problemático en la lucha contra la criminalidad. Primero, porque es apenas posible direccionar a alguien hacia una vida responsable en sociedad, mientras se le aparte de ella y se le ofrezcan condiciones de vida radicalmente distintas a la vida en libertad, pues ¿Cómo se  puede rehabilitar a una persona a quien no se le trata como tal?; segundo, la pena privativa de libertad tiene realmente un efecto disocializador, ya que durante su internamiento, la persona es sustraída de su vínculo familiar y de su relación laboral y, de este modo, se detiene el curso ordinario de su vida, de manera que, cuando se ve quebrantado el matrimonio o la relación de pareja se ve afectada por el efecto social discriminador o, simplemente, por la separación personal y el interno pierde su trabajo, el autor del delito vuelve a la libertad sin vínculos y, generalmente, no vuelve a ser aceptado por nadie; por último, el infractor que ha perdido sus anteriores relaciones, se asocia en la penitenciaría con quienes llevan el mando y ellos lo dirigen directamente hacia el camino de la criminalidad. Así, la pena privativa de libertad puede envolver definitivamente a un delincuente relativamente inofensivo en el ambiente criminal (Roxín, 2018).

Ahora bien, no estamos abogando por la abolición de la pena privativa de libertad, ya que esta es necesaria ante la comisión de delitos capitales, sino lo que postulamos es que se trabaje en la elaboración de una política criminal y legislativa, que contribuya a que se acuda al Derecho penal como última ratio, a que se haga un análisis económico-jurídico-social en lo referente a la duración de las penas impuestas y se opte por el uso de otro tipo de penas, con la finalidad de que, paulatinamente, se dicten condenas que, efectivamente, cumplan con su fin resocializador y de reeducación.

Por otro lado, en el ámbito de la prevención del delito, la política criminal se encuentra en una situación vulnerable debido a la presión política para desarrollar lo que denominaremos un “populismo punitivo legislativo”, que ha (de)generado el incremento de las penas, sin un sustento criminológico o social, como queriendo emular las “políticas de tolerancia cero” americanas. Y es que el legislador peruano, sin una mayor asesoría de técnica jurídica y sociológica, ha optado por desarrollar la parte más fácil del sistema penal: sancionar y si ya hay una sanción, incrementarla (Bermúdez Tapia, 2007). El objetivo es finalmente alcanzar una dualidad: dar la impresión de estar en un Estado que atiende las necesidades de protección de la sociedad respecto al avance de la criminalidad y, con respecto a la prevención del delito, impedir que su perpetuación se incremente. Sin embargo, cabe preguntarnos si en un Estado Constitucional de Derecho, que defiende los derechos fundamentales de la persona, el debido proceso y una serie de garantías constitucionales, se respetan realmente estas, cuando se incurren en injusticias para satisfacer las demandas de una población que busca culpables y no soluciones.

¿Es acaso el incremento de las penas, el uso excesivo de la prisión preventiva y la falta de utilización de otro tipo de penas la solución al fenómeno de la criminalidad? ¿Es acaso lógico promulgar normas que sean tan restrictivas que conviertan, finalmente, en inaplicables las posibles herramientas para disminuir la sobrepoblación carcelaria? ¿Es acaso coherente con un Estado que vela por la seguridad de sus ciudadanos, el poblar cada día más sus centros penitenciarios? La respuesta a todas estas interrogantes es un NO rotundo. No obstante ello, nuestros legisladores, pensando lo contrario, promulgaron el 5 de enero de 2017, el Decreto Legislativo 1322, normativa que regula actualmente la vigilancia electrónica personal. Una norma cuya crítica más resaltante es la cantidad de restricciones que establece al uso del grillete electrónico. Así, en el inciso 5.1 de la Ley, se establece lo siguiente:

5.1. La vigilancia electrónica personal procede:

a) Para el caso de los procesados, cuando la imputación se refiera a la presunta comisión de delitos sancionados con una pena no mayor a ocho (08) años.

b) Para el caso de los condenados, que tengan impuesta una sentencia condenatoria de pena privativa de libertad efectiva no mayor a ocho (08) años.

c) Están excluidos los procesados y condenados por los delitos tipificados en los artículos 107, 108, 108-A, 108-B, 108-C, 108-D, 121, 121-B, 152, 153, 153-A, 170 al 174,176-A,177, 200, 279, 279-A, 279-B, 279-F, 296 al 297, 307, 317, 317-A, 317-B, 319, 320, 321, 325 al 333, 382, 383, 384, 387, 389, 393, 393-A, 394, 395, 396, 397, 397-A, 398, 399, 400, 401 del Código Penal; por los delitos cometidos como miembro o integrante de una organización criminal o como persona vinculada o que actúa por encargo de ella, conforme a los alcances de la Ley N° 30077; por los delitos tipificados en el Decreto Ley N° 25475 y sus modificatorias;

d) Tampoco procede para aquellos que tengan la condición de reincidentes o habituales; o cuando su internamiento sea consecuencia de la revocatoria previa de alguna pena alternativa a la privativa de libertad, beneficio penitenciario, reserva de fallo condenatorio, suspensión de la ejecución de la pena privativa de libertad o conversión de penas en ejecución de condena. [El énfasis es agregado].

Como podemos apreciar, esta norma regula, como límite para poder beneficiarse del uso de la vigilancia electrónica personal, que la pena a ser estipulada por el Juez penal sea máxima de 8 años. Al respecto, en el mencionado Acuerdo Plenario, los Jueces se han limitado a sostener que la pena de los 8 años obedece a la pena fijada por el Juez y no a la consecuencia establecida en el tipo penal, de manera que la exclusión de los delitos que aparecen en el inciso c) del artículo 5.1 de la Ley no ha de ser tan tajante, pues podría darse el caso que, habiéndose cometido una infracción de la magnitud de los delitos que aparecen en tal inciso, el Juez, por diversas razones, fije una condena que calce dentro del supuesto de la Ley, siendo posible, de esta forma, que el procesado o condenado pueda beneficiarse del grillete electrónico. Pese a ser esta una acotación importante, nuestros Magistrados han inobservado el aspecto más criticable de la norma: la falta de técnica jurídica con la que ha sido promulgada, pues la mayoría de delitos en nuestra legislación penal tienen penas muy altas, razón por la que, aún sosteniéndose que la pena a tener en cuenta es la que fije el Juez, no ha de pasarse por algo que el marco de referencia de nuestros juzgadores es la Ley.

Dado lo expuesto, es importante que recordemos que la razón por la que existen las leyes, normas y principios es para proteger a las personas de cualquier daño y asegurar un ambiente de desarrollo humano y social que sea funcional, saludable y seguro. Por ello, el enfoque con relación a las leyes penales debe corresponder a las necesidades reales de los seres humanos y ha de complementarse con sanciones penales de carácter social constructivo, como sería el caso del uso de la vigilancia electrónica personal, pues esta tiene como ventaja que el sujeto no es sustraído de su centro de labores ni separado de sus vínculos afectivos.

Sin perjuicio de lo ya comentado, es importante que mencionemos un punto que ha sido tangencialmente desarrollado en el Acuerdo Plenario: la poca accesibilidad que tienen los condenados o procesados para usar el dispositivo de vigilancia electrónica debido a que ellos tienen que asumir su costo. Así las cosas, en el artículo 14° del Decreto Legislativo 1322 se señala que el beneficiario asuma, según sus condiciones socioeconómicas, los costos del servicio de vigilancia electrónica personal, salvo que por orden judicial sea exonerado total o parcialmente de dicho pago. Actualmente, cada beneficiario viene sufragando un costo mensual de S/774.00 soles (Milla, 2019). Esta situación evidencia lo poco amigable de la norma, pues en un país donde el grueso de la población se centra en los sectores socioeconómicos C, D, E (87,6%) (Mercado, 2018) y donde la remuneración mínima vital asciende a la suma de S/930.00 no puede exigirse que sea el beneficiario de la norma quien asuma el costo de su propia condena o medida cautelar.

Por último, consideramos importante señalar que, en el Acuerdo Plenario, los Jueces Supremos no han desarrollado lo concerniente a cómo aplicar la vigilancia electrónica en su calidad de medida cautelar personal. Como bien conocemos, toda medida cautelar ha de cumplir necesariamente dos presupuestos materiales para su concesión: el periculum in mora[1] y el fumus delicti comissi[2]. Presupuestos que suelen valorarse dependiendo de la medida coercitiva que se solicite o imponga, por ejemplo, los presupuestos requeridos para una prisión preventiva no serán del mismo grado que para una comparecencia restringida. Desde ese punto de vista, en el Acuerdo Plenario se debió precisar cuáles son los presupuestos materiales para aplicar en la vigilancia electrónica personal.

Sobre la base de todo lo expuesto, creemos necesario que nuestros magistrados desarrollen los lineamientos que permitan la implementación de la vigilancia electrónica personal, pues la inexistencia de estos dificulta su aplicación.

Bibliografía

  • Asencio Mellado, J. (2016). Derecho Procesal Penal. Estudios Fundamentales. Lima: Instituto Peruano de Criminología y Ciencias Penales.
  • Bermúdez Tapia, M. (2007). La fragilidad de la política criminal y los derechos fundamentales en el sistema penitenciario peruano. URVIO, Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad, 33-34.
  • Delmas-Marty, M. (1986). Modelos Actuales de Política Criminal. Madrid: Centro de Publicaciones Secretaría General Técnica, Ministerio de Justicia.
  • Herrero Herrero, C. (2007). Política criminal integradora. Madrid: Dykinson.
  • Mercado, A. P. (2018). Disponible aquí.
  • Milla, D. (29 de Marzo de 2019). La vigilancia electrónica personal. Disponible aquí.
  • Roxín, C. (2018). Problemas actuales de la Política Criminal. Pensamiento penal, 92-104.


[1] El periculum in mora desarrolla el riesgo de frustración y peligrosidad procesal. El riesgo de frustración es la eventual ausencia de un requisito sustantivo del proceso, cuya realidad, ya no eventual, comporta la imposibilidad de proseguirlo y realizar su fin, pese a la vigencia de los principios de legalidad y necesidad. En tanto que peligrosidad procesal es aquella aptitud y actitud del sujeto pasivo para materializar un riesgo de frustración, mediante el acceso o alteración de los elementos esenciales de la resolución penal. PUJADAS TORTOSA, Virginia. Teoría general de las medidas cautelares penales, Marcial Pons, Madrid, 2008, pp. 109-118.

[2] Este presupuesto constituye un análisis acerca de la apariencia de la comisión del delito.  Es decir, si existen fundados y graves elementos de convicción para estimar razonablemente la comisión de un delito que vincule al imputado como autor o partícipe de este. SALAS BETETA, Christian. El Proceso Penal Común, Gaceta Penal & Procesal Penal, pág. 187.

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