Caray, qué lindos relatos de Ricardo Palma estamos compartiendo. Primero empezamos con «El abogado de los abogados», y luego con «Don Dimas de las Tijeretas». Ahora, para no bajar el nivel de los bellos cuentos a los que ya los hemos acostumbrados, les ponemos a disposición «Traslado a Judas».
Este cuentillo, precioso por las dosis de humor y valioso por las reflexiones que provoca, sirve y mucho a los estudiantes y abogados que quieran acercarse al derecho a ser oído, el derecho de todo ciudadano a no ser juzgado ligeramente sin antes haber sido escuchado. ¡A leer!
Que no hay causa tan mala que no deje resquicio para defensa, es lo que quedan probar las viejas con la frase: «Traslado a Judas». Ahora oigan ustedes el cuentecito: fíjense en lo substancioso de él y no paren mientes en pormenores; que en punto a anacronismos, es la narradora anacronismo con faldas.
Mucho orden en las filas, que la tía Catita tiene la palabra. Atención y mano al botón. Ande la rueda y coz con ella.
Han de saber ustedes, angelitos de Dios, que uno de los doce apóstoles era colorado como el ají y rubio como la candela. Mellado de un diente, bizco de mirada, narigudo como ave de rapiña y alicaído de orejas, era su merced feo hasta para feo.
En la parroquia donde lo cristianaron púsole el cura Judas por nombre, correspondiéndole el apellido de Iscariote, que, si no estoy mal informada, hijo debió ser de algún bachiche pulpero.
Travieso salió el nene, y a los ocho años era el primer mataperros de su barrio. A esa edad ya tenía hecha su reputación como ladrón de gallinas.
Aburrido con él su padre, que no era mal hombre, le echó una repasata y lo metió por castigo en un barco de guerra, como quien dice: «anda, mula, piérdete».
El capitán del barco era un gringo borrachín, que le tomó cariño al pilluelo y lo hizo su pajecico de cámara.
Llegaron al cabo de años a un puerto; y una noche en que el capitán después de beberse setenta y siete grogs se quedó dormido debajo de la mesa, su engreído Juditas lo desvalijó de treinta onzas de oro que tenía al cinto, y se desertó embarcado en el Chinchorro, que es un botecito como una cáscara de nuez, y… ¡la del humo!
Cuando pisó la playa se dijo: «pies, ¿para qué os quiero?» y anda, anda, anda, no paró hasta Europa.
Anduvo Judas la Ceca y la Meca y la Tortoleca, visitando cortes y haciendo pedir pita a las treinta onzas del gringo. En París de Francia casi le echa guante la policía, porque el capitán había hecho parte telegráfico pidiendo una cosa que dicen que se llama extradición, y que debe ser alguna trampa para cazar pajaritos. Judas olió a tiempo el ajo, tomó pasaje de segunda en el ferrocarril, y ¡abur!, hasta Galilea. Pero ¿adónde irá el buey que no are?, o lo que es lo mismo, el que es ruin en su villa, ruin será en Sevilla.
Allí, haciéndose el santito y el que no ha roto un plato, se presentó al Señor, y muy compungido le rogó que lo admitiese entre sus discípulos. Bien sabía el pícaro que a buena sombra se arrimaba para verse libre de persecuciones de la policía y requisitorias del juez; que los apóstoles eran como los diputados en lo de gozar de inmunidad.
Poquito a poco fue el hipocritonazo ganándole la voluntad al Señor, y tanto que lo nombró limosnero del apostolado. A peores manos no podía haber ido a parar el caudal de los pobres.
Era por entonces no sé si prefecto, intendente o gobernador de Jerusalén un caballero medio bobo, llamado don Poncio Pilatos el catalán, sujeto a quien manejaban como un zarandillo un tal Anás y un tal Caifás, que eran dos bribones que se perdían de vista. Éstos, envidiosos de las virtudes y popularidad del Señor, a quien no eran dignos de descalzar la sandalia, iban y venían con chismes y más chismes donde Pilatos; y le contaban esto y lo otro y lo de más allá, y que el Nazareno había dado proclama revolucionaria incitando al pueblo para echar abajo al gobierno. Pero Pilatos, que para hacer una alcaldada tenía escrúpulos de marigargajo, les contestó: «Compadritos, la ley me ata las manos para tocar ni un pelo de la túnica del ciudadano Jesús. Mucha andrómina es el latinajo aquel del habeas corpus. Consigan ustedes del Sanedrín (que así llamaban los judíos al Congreso) que declare la patria en peligro y eche al huesero las garantías individuales, y entonces dense una vueltecita por acá y hablaremos».
Anás y Caifás no dejaron eje por mover, y armados ya de las extraordinarias, le hurgaron con ellas la nariz al gobernante, quien estornudó ipso facto un mandamiento de prisión. Líbrenos Dios de estornudos tales per omnia saeculorum. Amén, que con amén se sube al Edén.
A fin de que los corchetes no diesen golpe en vago, resolvieron aquellos dos canallas ponerse al habla con Judas, en quien por la pinta adivinaron que debía ser otro que tal. Al principio se manifestó el rubio medio ofendido y les dijo: «¿Por quién me han tomado ustedes, caballeros?». Pero cuando vio relucir treinta monedas, que le trajeron a la memoria reminiscencias de las treinta onzas del gringo, y a las que había dado finiquito, se dejó de melindres y exclamó: «Esto es ya otra cosa, señores míos. Tratándome con buenos modos, yo soy hombre que atiendo a razones. Soy de ustedes y manos a la obra».
La verdad es que Judas, como limosnero, había metido cinco y sacado seis, y estaba con el alma en un hilo temblando de qué, al hacer el ajuste de cuentas, quedase en transparencia el gatuperio.
El pérfido Judas no tuvo, pues, empacho para vender y sacrificar a su Divino Maestro.
Al día siguiente y muy con el alba, Judas, que era extranjero en Jerusalén y desconocido para el vecindario, se fue a la plaza del mercado y se anduvo de grupo en grupo ganoso de averiguar el cómo el pueblo comentaba los sucesos de la víspera.
—Ese Judas es un pícaro que no tiene coteja —gritaba uno que en sus mocedades fue escribano de hipotecas.
—Dicen que desde chico era ya un peine —añadía un tarambana.
—Se conoce. ¡Y luego, cometer tal felonía por tan poco dinero! ¡Puf, qué asco! —argüía un jugador de gallos con coracha.
—Hasta en eso ha sido ruin —comentaba una moza de trajecito a media pierna—. Balandrán de desdichado, nunca saldrá de empeñado.
—¡Si lo conociera yo, de la paliza que le arrimaba en los lomos lo dejaba para el hospital de tísicos! —decía con aire de matón un jefe de club que en todo bochinche se colocaba en sitio donde no llegasen piedras—. Pero por las aleluyas lo veremos hasta quemado.
Y de corrillo en corrillo iba Judas oyéndose poner como trapo sucio. Al cabo se le subió la pimienta a la nariz de pico de loro, y parándose sobre la mesa de un carnicero, gritó:
—La tiene el extranjero —contestó uno que por la prosa que gastaba sería lo menos vocal de junta consultiva.
Y el pueblo se volvió todo oídos para escuchar la arenga.
—¿Vuesas mercedes conocen a Judas?
—Y entonces, pedazos de cangrejo, ¿cómo fallan sin oírlo? ¿No saben vuesas mercedes que las apariencias suelen ser engañosas?
—¡Por Abraham, que tiene razón el extranjero! —exclamó uno que dicen que era regidor del municipio.
—¡Que se corra traslado a Judas!
Estupefacción general. Pasado un momento gritaron diez mil bocas:
—¡Traslado a Judas! ¡Traslado a Judas! ¡Sí, sí! ¡Que se defienda! ¡Que se defienda!
Restablecida la calma, tosió Judas para limpiarse los arrabales de la garganta, y dijo:
—Contesto al traslado. Sepan vuesas mercedes que en mi conducta nada hay de vituperable, pues todo no es más que una burleta que les he hecho a esos mastuerzos de Anás y Caifás. Ellos están muy sí señor y muy en ello de que no se les escapa Jesús de Nazareth. ¡Toma tripita! ¡Flojo chasco se llevan, por mi abuela! A todos consta que tantos y tan portentosos milagros ha realizado el Maestro, que naturalmente debéis confiar en que hoy mismo practicará uno tan sencillo y de pipiripao como el salir libre y sano del poder de sus enemigos, destruyendo así sus malos propósitos y dejándolos con un palmo de narices, gracias a mí que lo he puesto en condición de ostentar su poder celeste. Entonces sí que Anás y Caifás se tirarán de los pelos al ver la sutileza con que les he birlado sus monedas en castigo de su inquina y mala voluntad para con el Salvador. ¿Qué me decís ahora, almas de cántaro?
—Hombre, que no eres tan pícaro como te juzgábamos, sin dejar por eso de ser un grandísimo bellaco —contestó un hombre de muchas canas y de regular meollo que era redactor en jefe de uno de los periódicos más populares de Jerusalén.
Y la turba, después de oír la opinión del Júpiter de la prensa, prorrumpió en un: «¡Bravo! ¡Bravo! ¡Viva Judas!».
Y se disolvieron los grupos, sin que la gendarmería hubiese tenido para qué tomar cartas en esa manifestación plebiscitaria, y cada prójimo entró en casita diciendo para sus adentros:
—En verdad, en verdad que no se debe juzgar de ligero. Traslado a Judas.
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