En nuestro medio es deporte nacional criticar al colega que asume la defensa de casos en los que el imputado ya ha sido «condenado» por la prensa y, gracias a ella, por la ciudadanía. No se trata de guardarnos la crítica, sino antes bien de ponernos, por un momento, en los zapatos del abogado que decide asumir la defensa de personas a los que se atribuye hechos supuestamente «indefendibles».
Así, hemos tomado contacto con el reconocido constitucionalista Luis Sáenz Dávalos a quien le hemos pedido permiso para divulgar su testimonio que, estamos seguros, echará más luces sobre este asunto.
La ética del abogado, por Luis Sáenz Dávalos
Calificar de buenos o malos a determinados abogados por el hecho de que defienden a ciertos personajes no precisamente muy queridos, o patrocinan causas que involucran la investigación por específicas clases de delitos, se ha vuelto un deporte bastante facilista, asumido por diversos ciudadanos y sorprendentemente también, por algunas personas dedicadas al mundo del Derecho. De esta forma y por arte de magia, se sienten algunos de nuestros muy apreciados colegas con derecho a enrostrarles a otros el ser o no paradigmas de la justicia y la moral. Así, y mientras algunas defensas redimen, otras en cambio, parece que condenan.
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Tema sensible, sin duda, es saber escoger qué clase de patrocinios se asume y cuales definitivamente no, sobre todo cuando recién se ha egresado de la Universidad y con el Título bajo la manga, se está intentando iniciar el largo y a veces complicado camino de la abogacía en ejercicio.
Ciertamente no es igual la realidad de aquellos recién titulados que tienen la suerte de tener el estudio puesto en bandeja, sea porque el padre o la madre (en suma, alguien bastante cercano) ya son connotados abogados y la cartera de clientes iniciales la tienen prácticamente a la mano (y con ello la posibilidad de escoger lo que conviene o no), que la realidad de aquellos otros jóvenes, también letrados, que no tienen absolutamente nada que no sea su título, su entusiasmo y por supuesto su maletín recién estrenado.
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Cuando me tocó egresar de la UNMSM, no me lamento de no haber tenido nada que no sea mi propia vocación. Mis padres, a quienes siempre estaré agradecido, hicieron todos los sacrificios por darme la educación universitaria que necesitaba y que por supuesto deseaba, pero ni eran abogados ni tampoco tenían las condiciones económicas para ocuparse permanentemente de aquel joven profesional que aún continuaba viviendo bajo su techo.
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No negaré que para entonces yo ya me había hecho de ciertas relaciones en el mundo académico producto de mi vocación por el derecho constitucional y de mi recién estrenada responsabilidad en el ámbito de la docencia universitaria. Pero en definitiva y con relaciones o no, de la docencia no se vivía salvo que el interesado se dedicara a tiempo completo y en un alto estatus académico, que por cierto no era mi caso por entonces. Si quería ganar dinero tenía que dedicarme al ejercicio profesional, lo que por cierto, para nada me aterraba, antes bien me atraía (años atrás había sido practicante en un Juzgado Penal, y de tanto observar a los abogados que frecuentaban a diario el despacho, se me hizo la idea de que alguna vez yo haría exactamente lo mismo).
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Es de esta forma que me dediqué a ejercer la carrera por algunos años (entre 1992 y buena parte de 1996) compartiendo roles y alquileres mancomunados con otros distinguidos amigos que por coincidencia también se dedicaban a la docencia pero que de algo también tenían que vivir. Ellos tienen su propia historia, creo no tan distinta de la mía.
Siendo plenamente consciente de que no tendría mucha oportunidad de escoger las defensas o patrocinios que me llegarían, me sucedió lo previsible. Mis primeros casos fueron traídos por la gente a quien precisamente yo conocía. Entre dichos casos recuerdo de manera especial uno en particular, con el que prácticamente debutaría y cuyo resultado representaría mi primer éxito en la vida profesional. Se trataba de un problema que afectaba por entonces a un amigo bastante cercano, quien había sido denunciado por delito de violación ni más ni menos que contra una menor de edad, lo que se veía agravado si se tomaba en cuenta que aquel ostentaba por entonces la condición de un joven oficial de la Policía Nacional del Perú.
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Si a mí me preguntaban en aquellos años iniciales de mi vida profesional qué pensaba del delito de violación, en particular, del delito de violación en agravio de una menor de edad, mi respuesta era una sola. Me parecía un acto repudiable, cobarde y por supuesto sancionable con la más rotunda de las penas (que para mi gusto y por entonces no terminaba de ser suficiente). Han pasado los años y no he cambiado mi punto de vista, al contrario, soy de los que postulan (y hasta lo he dicho tanto en forma verbal como escrita) que la violación no supone un simple atentado contra libertad sexual (como errática y unidimensionalmente lo postula el Código Penal) sino una indiscutible afectación sobre el proyecto de vida de la persona que aparece como agraviada y si en algo creo, es en la necesaria sanción, sin beneficio alguno, para esta clase de sujetos (despreciables por donde quiera que se les mire).
Pero la pregunta obligada es la siguiente. ¿Si en eso creía durante aquellos años y en eso creo ahora, como así me decidí a defender a una persona acusada de tal tipo de acto, y más aún, cómo así puedo jactarme de haber sacado adelante su caso? Pues la respuesta es una sola. Lo defendí porque creía en su inocencia absoluta. Lo conocía como amigo, lo había visto salir adelante desde muy joven, trabajando en todo tipo de ocupaciones (el calificativo de mil oficios, le caía realmente a pulso) y si algo puedo testimoniar es que tenía una vocación innata por el orden, la responsabilidad y la disciplina, a tal grado que en la primera que pudo se había convertido oficial de nuestra Policía.
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El caso en sí mismo y del que ahora no voy a dar detalles, terminó como tenía que terminar, quedando evidenciado que el delito imputado jamás existió y que todo había sido producto de una venganza personal urdida por la familia de la presunta víctima como represalia a la ruptura de relaciones sentimentales entre aquella y mi entonces patrocinado. Lamentablemente somos un país en el que el delito de violación es una verdadera plaga, pero también, y hay que decirlo, un pretexto fácilmente aprovechable cuando se quiere arruinar la vida y la honra de una persona. La verdad sin embargo, siempre termina saliendo a la luz y así sucedió en este caso. Mi patrocinado, bien podía haber invertido la figura y denunciar a sus denunciantes, pero siguió el sano consejo de superar estos hechos en la lógica olvidar el momento vivido (bastante había sufrido con algunas semanas de prisión preventiva, con las habladurías de la gente cuando desconoce la verdad de las cosas y con la mirada censuradora de sus propios compañeros de trabajo que al igual que sus superiores, lo habían visto durante semanas como un ser despreciable).
Pero volvamos a lo que me interesa. Si por los años en que defendí a este joven policía, me hubiese llevado por los prejuicios de la gente y por la idea de que a las personas que se les imputa ciertos delitos repudiables, no es aconsejable patrocinarlos, un inocente hubiese purgado carcelería probablemente por más tiempo que el que injustamente padeció. Seguramente y a la larga, la verdad se hubiese abierto paso, pero mi amigo, con excepción mía, no tenía ningún conocido que lo defendiera y si algo logré por aquellos días es que su pesadilla terminara pronto. No me arrepiento hasta hoy de haberlo hecho y sobre todo de haber contribuido a que saliera de un drama personal, que estoy convencido, es el de muchos, cuando se les imputa un delito que por más horrendo que parezca, no cometieron realmente.
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Porque mi propia experiencia como abogado en ejercicio, a pesar de haber sido corta, me hizo sin embargo conocer dramas reales como el que aquí he descrito (no sería el único del que conocería con el tiempo), es que creo que las personas y sobre todo, los colegas, que con una facilidad increíble tildan de mal o buen abogado a quienes defienden unas u otras causas, yo les aconsejaría muy cordial y respetuosamente que primero mediten en lo que dicen. Más aún les sugeriría que antes de aventurar juicios, primero litiguen y después saquen sus propias conclusiones. Les puedo asegurar que la visión del letrado que litiga es bastante distinta que la del que por diversas razones no lo hizo o simplemente no le interesa.
No estoy diciendo por cierto que no existan delincuentes verdaderos y delitos repudiables a los que haya que perseguir y sancionar. El abogado responsable con sujeción a su conciencia y a sus propios valores sabrá decidir si asume o no el patrocinio de este tipo de causas (alguna vez, también dije que no). Pero el sólo hecho de que existan personas en cuya inocencia o drama personal creamos plenamente, es suficiente justificativo para sacar adelante una defensa. La antipatía en suma, no es necesariamente o en todos los casos, la mejor amiga de la Justicia.
2 Jul de 2017 @ 17:22