La reforma no puede pasar por alto la responsabilidad de la Corte Suprema

Decir que asistimos a un debate sobre la reforma constitucional del sistema de justicia es un exceso verbal. No hay tal debate ni tampoco se discuten los problemas centrales de la justicia en el país.

La reforma constitucional exige legitimidad en quienes tienen la responsabilidad de llevarla adelante, pero eso es algo que se extraña en el actual parlamento. Su capacidad para representar los intereses ciudadanos se perdió velozmente, luego de su elección. Entonces, cómo aceptar que sus decisiones sobre esta materia fundamental, sean correctas. Con interlocutores ajenos al problema, pero tampoco interesados en acercarse a él, hasta se podría decir que estamos frente a un falso debate.

Y los problemas de la justicia no se reducen al Consejo Nacional de la Magistratura ni lejanamente. Este es un síntoma o, en el mejor de los casos, una de las aristas del problema de fondo, que nunca sobra reiterar, está en la cultura de los jueces y fiscales. La corrupción que no nació ayer ni en la década de los noventa se entremezcla con el formalismo que viene desde los orígenes de la república. A esto se agrega la incompetencia producto del formalismo, como tal, y la pésima formación jurídica y humanística. El resultado se parece algo a lo ocurrido con la fiscal (aquella para quien las técnicas de reproducción asistida son pecado) y la jueza que tuvieron en sus manos el caso de la pareja chilena injustamente encarcelada.

La reforma no puede pasar por alto la responsabilidad de la Corte Suprema. Su ausencia de compromiso para corregir los errores que se pudieron corregir, comenzando con los de su propio despacho. Una Corte donde pueden llegar hasta multas de tránsito, con una carga procesal que la sobrepasa y que, por ello, ha creado salas que llevan como nombre “transitorias”, pero que en la realidad son permanentes. Esta responsabilidad está asociada a un factor cultural, donde el formalismo sirve para recubrir la sobrevivencia de los propios magistrados, por encima de todo. Cómo es posible que una reforma judicial no se pregunte, explore y ofrezca soluciones a este gran problema.

Esta “reforma” pretende corregir los problemas en la composición del Consejo de la Magistratura en forma acrítica, sin preguntarse por su relación con la Corte Suprema, para repensar el sentido que tiene la existencia de la Sala Plena, como órgano de gobierno, o para discutir la dimensión y, por lo tanto, el papel y las competencias de la Corte misma, y orientarla funcionalmente a la producción de política jurisdiccional.

El desconocimiento y la frivolidad frente al significado de la reforma aparecen hasta en lo básico de la propuesta del Poder Ejecutivo: el Contralor General de la República como miembro de la comisión para elegir a los miembros del Consejo de la Magistratura es una completa arbitrariedad, no responde a las funciones del Contralor ni al papel esencial que deben cumplir los miembros del Consejo. El Consejo de la Magistratura es un logro del constitucionalismo de la postguerra y no una simple oficina con funcionarios a los que se les puede nombrar o quitar como si fuesen burócratas.

El constitucionalismo de los medios, frente a este escenario, parece mirar de costado nuevamente. Entonces, ahora se trata de ver cómo hacemos para que las piezas encajen en una propuesta que sirva para salvar la coyuntura. No importa que la Constitución sea una apuesta de futuro y que en algunos años o meses volvamos a encontrarnos con el mismo problema. Parece que se tratara de un constitucionalismo oficial de baja intensidad, que ve la Constitución como un papel y razona sobre ella a través de una combinación de variables no lejanas de la exégesis del siglo XIX, dosis generosas de conservadurismo y mucho de arbitraria intuición.

Hace algunas semanas estábamos frente a una disyuntiva crucial que exigía, en una de sus vías, abrir el camino de la constituyente, y quizás, las novatas propuestas del Ejecutivo han servido como distractor para diluir esa posibilidad. Sin movimiento social ni político que sea capaz de leer la realidad para enfrentar los desafíos que esta reclama, el país está como suspendido en el tiempo gracias a esa atmósfera. Para eso ha servido este “debate”.

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