La reforma procesal, naturalmente, no se agota con la promulgación de un determinado cuerpo normativo, sino que es necesario, si se quiere que sea exitosa, realizar una constante evaluación y, fundamentalmente, monitorear su aplicación para identificar determinados problemas que deben ser atendidos.
Los problemas que se presentan en la práctica deben ser resueltos, de ser el caso, a través de modificaciones legislativas. Para ello, a nuestro juicio, se debe tener como un marco infranqueable el bloque de constitucionalidad y el modelo procesal asumido.
Siendo ello así, era inevitable que el Código Procesal Penal de 2004 presente problemas en su aplicación y, como consecuencia de ello, que sufra la modificación de alguno de sus artículos. Sin embargo, llama la atención la cantidad de veces que, desde su promulgación, ha sido modificado: 103 veces, incluso algunos artículos han sido modificados en más de dos oportunidades; también se han incorporado nuevas disposiciones legislativas.
Ante esta situación, corresponde formular la siguiente pregunta: ¿qué queda del Código Procesal Penal de 2004?, ¿dichos cambios normativos significaron alguna distorsión del modelo asumido o han desconocido el bloque de constitucionalidad? En las siguientes líneas emitiremos algunas reflexiones sobre este tema con el propósito de intercambiar ideas que, en la medida de lo posible, puedan coadyuvar en la mejora en la administración de justicia penal.
En cuanto a la primera pregunta, debemos afirmar que con la cantidad de cambios que se han producido y si se sigue con esta tendencia, en no muchos años quedará muy poco del CPP de 2004, lo que es muy lamentable si tenemos en cuenta el sacrificio que supuso que se cristalizara la reforma procesal.
Respecto a la segunda pregunta formulada, consideramos que la modificación de determinados artículos –no de todos, naturalmente– ha trastocado las bases constitucionales de la reforma procesal penal, así como ha significado que se minimice la orientación garantista del Código Procesal Penal de 2004.
En efecto, se han realizado cambios que, a nuestra consideración, son sumamente criticables. Solo cabe mencionar, a modo de ejemplo, el tema de la flagrancia, pues, producto de las modificaciones sufridas, se ha flexibilizado el presupuesto de inmediatez temporal. Y es que el artículo 259, que ha sido modificado en tres oportunidades, actualmente prescribe que uno de los supuestos en los que procede la detención por flagrancia es cuando “El agente es encontrado dentro de las veinticuatro (24) horas después de la perpetración del delito con efectos o instrumentos procedentes de aquel o que hubieren sido empleados para cometerlo o con señales en sí mismo o en su vestido que indiquen su probable autoría o participación en el hecho delictuoso”. Claramente, en este supuesto no se presenta el presupuesto de inmediatez temporal, de manera que resulta, como mínimo, cuestionable que se detenga a una persona en este contexto; incluso la Corte Suprema ha afirmado que el concepto de flagrancia del artículo 259 ha sido ampliado exagerada e irrazonablemente (Acuerdo Plenario Extraordinario 02-2016/CIJ-116).
De otro lado, la modificación del art. 2 del CPP de 2004, referido al principio de oportunidad, ha restringido su procedencia en determinados supuestos, pese a tratarse de delitos de bagatela (artículo 2.9). Si esto es así, el fiscal está en la obligación de iniciar el proceso penal en casos en los que era posible componer el conflicto sin necesidad de recurrir a la vía penal. Ello ha generado que, por ejemplo, los delitos de omisión de asistencia familiar y conducción en estado de ebriedad –que tienen gran incidencia en la mayoría de los distritos judiciales– en determinados supuestos no puedan ser solucionados mediante el principio de oportunidad, sino que se tenga que iniciar un proceso penal, lo que genera una sobrecarga procesal.
Ante esta situación, se ha visto la necesidad de recurrir a otro mecanismo: el procedo inmediato. Proceso especial sumamente criticable por flexibilizar los derechos y garantías del imputado. Efectivamente, con la reforma del proceso inmediato no solo se ha restringido la facultad discrecional del fiscal, sino que se ha establecido que en los delitos mencionados el fiscal deberá solicitar la aplicación del proceso inmediato (artículo 446.4 CPP). Con ello se deja de lado la finalidad compositiva del proceso. Y es que, como dice Binder, “la finalidad –del proceso– no es castigar, sino solucionar, pacificar la sociedad, y solo cuando eso no puede ser logrado es que el castigo aparece y puede tener justificación”.
Ahora bien, con el último paquete de decretos legislativos se han modificado una serie de artículos del CPP de 2004. Los cambios más notorios, entre otros, son respecto del tema de los plazos de las medidas de coerción personal, así como los plazos de las etapas procesales, pues han sido ampliados significativamente. Así, a modo de ejemplo podemos ver que el plazo de la prisión preventiva se ha ampliado y ha quedado del siguiente modo: i) en principio, el plazo no será mayor de 9 meses; ii) cuando se trate de procesos complejos, el plazo será no mayor de 18 meses; y iii) en caso de procesos de criminalidad organizada, el plazo no durará más de 36 meses (artículo 272). Estos plazos pueden dilatarse, por lo que en los procesos comunes puede prolongarse 9 meses adicionales, lo que daría una duración de 18 meses; en los procesos complejos se podrá prolongar hasta 18 meses adiciones, haciendo un total de 36 meses; y en los procesos de criminalidad organizada podrá prolongarse hasta por 12 meses adicionales, esto es, la prisión preventiva puede durar hasta 48 meses.
Lo anterior es criticable y contradice, a nuestro juicio, el espíritu de la reforma procesal: solucionar el endémico problema de la duración excesiva no solo de los procesos, sino también de la prisión preventiva. Y es que es el Estado quien tiene el deber de diseñar un proceso penal eficiente, que permita dar respuesta a la pretensión penal dentro de un plazo razonable, de un lado, y en estricta observancia de los derechos fundamentales del justiciable, de otro. Sin embargo, por múltiples factores, que generalmente tienen que ver con una organización judicial deficiente y por problemas logísticos que son de entera responsabilidad del Estado, tal aspiración no se logra; entonces, ante esta situación, la salida más fácil que el Estado adopta es modificar reiteradamente –generalmente en perjuicio de los derechos del imputado– las disposiciones del CPP de 2004, a tal extremo que debemos preguntarnos nuevamente si queda algo, en lo sustancial, del mencionado cuerpo normativo.
En definitiva, lo que se hace es, parafraseando a Binder, incurrir en un “fetichismo normativista”, que significa creer que tenemos un sistema que funciona bien porque tenemos un código nuevo –o hacemos reformas normativas–. Es decir, a través de las reformas normativas se pretenden solucionar problemas de gestión, de logística o aspectos de otra índole que escapan al ámbito estrictamente jurídico.
Finalmente, es preciso aclarar que no pretendemos indicar que no deba operar cambio alguno, sino que dicho cambio debería ser para, dentro de lo posible, hacer eficiente la persecución del delito y sobre todo para la efectiva protección de los derechos fundamentales de las partes materiales del proceso. Si se hacen cambios únicamente atendiendo a uno de estos propósitos, se produce un desequilibrio y se sacrifica –lo que es cuestionable– bien la eficiencia o bien la garantía. Ningún extremo es recomendable. El propósito que se debe perseguir es, a pesar de ser muy complicado, que ambas armonicen o hallen un punto de equilibrio.