Los «monstruos»: Quasimodo y Joseph Merrick y la existencia humana

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Sumario: 1. Los cuentos de Disney. 2. Víctor Hugo, el reformista. 3. Joseph Merrick:¡Soy un ser humano! 4. La figura humana. 5. Los anormales: el monstruo. 6. Los derechos civiles del “monstruo” en el código civil de 1852. 7. Coda.


1. Los cuentos de Disney

Las películas de Disney basadas en obras literarias tienen la dificultad de no transmitir a cabalidad las tensiones propias del cuento o la novela de donde proceden. Dulcificadas para lograr mayor aceptación del público, los trabajos de la multinacional mediática americana esconden la furia, las perversidades, las dobleces humanas retratadas en las obras en las que se basan sus películas. Quien haya leído, por ejemplo, en sus versiones previas los cuentos de Grimm[1], coincidirá con lo que aquí expreso. Sin embargo, sería un error desdeñar las películas de Disney por completo, no solo por razones de orden técnico y por la nostalgia que despiertan, sino además porque de vez en cuando también pueden sobrecogernos: la muerte de Mufasa y las palabras de Simba al verlo caído: “Papá, papá, por favor, tienes que levantarte” son una prueba de ello.

También sobrecogedor, más bien trepidante, emotivo, inusual es el inicio espectacular de El jorobado de Notre Dame.

“Muy de mañana despierta París”, se escucha cantar mientras se oyen sones religiosos y el rebato de campanas. En la ciudad, Clovis, el titiritero, cuenta la historia de la persona que habita Notre Dame. Por él sabemos que Quasimodo es el hijo de una gitana que perdió la vida al estrellar su cabeza en las escalinatas de la iglesia, tratando de evitar la persecución de Frolo. Es el mismo Clovis quien cuenta que cuando el juez abrió la manta que guarecía el bulto que escondía la fallecida, se encontró con un niño. “¿Un bebé?”, se preguntó. “Un monstruo”, se contestó al verlo. Quiso lanzar al pozo esa vida cuya forma no era la de un humano: “Esto es un demonio atroz. Lo devuelvo al infierno a donde pertenece”, exclamó. Detenido en su afán por el archidiácono de la iglesia (“¿Vas a matar a ese niño también?)” y por el temor que le causó ver los mil ojos de las estatuas que lo observaban de lo alto de Notre Dame, Frolo decide que viva el niño y que se refugie en la parte más alta de la iglesia: el campanario.

2. Víctor Hugo, el reformista

A Víctor Hugo se le debe una serie de obras fundamentales de la literatura universal. Si hubiera que hacer referencia a una en especial, sería Los miserables, libro esencial para entender el siglo XIX europeo. Víctor Hugo fue, además, un reformista vital: defensor de los derechos de los niños y mujeres, contrario a la pena de muerte y a favor de la educación laica. Era plenamente consciente, como dijo en Los miserables, que la primera justicia es la de la conciencia y que son los sueños los que engendran el porvenir.

La película de Disney le quita las garras a la novela de Víctor Hugo. Quien piense, como en el dibujo animado, que Esmeralda es salvada por Quasimodo y que el reino de la felicidad y el amor se instala en París y su Corte de los Milagros, se llevaría una gran desilusión. En realidad, si asumimos como tal la que surge de una narración, es que Esmeralda fallece y que Quasimodo, abrazado a ella, también acaba con su vida.

La obra ha sido llevada al cine (hay una primera versión con Lon Chaney), a la ópera (con libretos del propio Víctor Hugo) y al musical (1998). La canción Belle que se produjo en ella se hizo bastante conocida al retratar las tensiones, los dolores, las pulsiones sexuales, la indigencia espiritual de quienes quieren, como si fuera un objeto, poseer a la gitana. Así, un Quasimodo obnubilado invocará al demonio: “O Lucifer, laisse-moi rien qu´une fois glisser mes doigts dans les cheveaux d´Esmeralda”; un Frolo concuspicente a la propia Señora de París: “O Notre Dame laisse-moi rien qu´une foi pousser la porte du jardín d´Esmeralda” y Febo a la flor de lis: “Je ne sui pas homme de foi. J´irai cueillir la fleur de amour d´Esmeralda”[2].

3. Joseph Merrick: “¡Soy un ser humano!”

Mientras Quasimodo es un personaje de ficción; Joseph Merrick no lo es. Nació en 1862 y murió a los 27 años, probablemente porque el peso de su cabeza le impidió respirar. Merrick se describió de esta manera:

Mi cráneo tiene una circunferencia de 91,44 cm, con una gran protuberancia carnosa en la parte posterior del tamaño de una taza de desayuno. La otra parte es, por describirla de alguna manera, una colección de colinas y valles, como si la hubiesen amasado, mientras que mi rostro es una visión que ninguna persona podría imaginar. La mano derecha tiene casi el tamaño y la forma de la pata delantera de un elefante, midiendo más de 30 cm de circunferencia en la muñeca y 12 en uno de los dedos. El otro brazo, con su mano, no son más grandes que los de una niña de diez años de edad, aunque bien proporcionados. Mis piernas y pies, al igual que mi cuerpo, están cubiertos por una piel gruesa y con aspecto de masilla, muy parecida a la de un elefante y casi del mismo color. De hecho, nadie que no me haya visto creería que una cosa así pueda existir

La historia de Merrick es, a la vez, la de la miseria humana y la del amor infinito. Su enfermedad empezó a evidenciarse a los 18 meses en forma de verrugas gigantescas que iban deformando su cuerpo y su rostro. A la muerte de su madre, su vida fue absolutamente penosa, escapándose de su casa varias veces por los tormentos que sufría. Finalmente, ingresó a laborar en varias ferias donde era exhibido como “El hombre elefante”, por la prominente verruga de más de 10 centímetros que nacía de su nariz. Sus dolores no culminaron ahí. Llevado a Bélgica es abandonado, teniendo que regresar por su cuenta a Inglaterra. Nuevamente, en una feria es rescatado de ahí por el doctor Treves. En el nosocomio, Merrick demuestra su cortesía y afabilidad, su carencia de odio y su respeto a los demás.

Una película filmada en blanco y negro, producida en 1980 y dirigida por David Lynch, teniendo como actores a John Hurt (Merrick) y Anthony Hopkins (Treves), retrata la dolorosa historia de El hombre elefante. El filme es maravilloso; dos escenas se hacen inolvidables: la primera, cuando llevado a la casa de Treves, Merrick es tratado como un ser humano y su llanto retrata ese hecho para él novedoso; la segunda, pavorosa en cuanto evidencia la ruindad a la que se puede llegar, es la persecución y acoso que sufre Joseph en el metro de Londres, la burla de los jóvenes, su andar presuroso y lleno de miedo, el momento en que le sacan la bolsa que le cubre el rostro, su interceptación en los urinarios del metro y su grito desesperado: “¡Noooooo! ¡No soy un elefante, no soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!”

4. La figura humana

Nuestra señora de París fue escrita por Víctor Hugo en 1831; Joseph Merrick nació en 1862.

El Perú, cuando Quasimodo fue presentado al mundo, se seguía rigiendo, en asuntos de orden civil, por las normas propias del virreinato. Había habido un proyecto de código civil redactado por Manuel Lorenzo de Vidaurre que se quedó en eso: solo un proyecto. Muchos años más tarde empezaría a regir en el país el código civil de Santa Cruz, debido al nacimiento de la confederación Perú-boliviana. Pero, en puridad, nuestro primer código civil fue promulgado en 1852.

Tengo en mi mano el referido código. Su artículo 4 prescribe: “El nacido y el que está por nacer necesitan, para conservar y transmitir estos derechos, que su nacimiento se verifique pasados seis meses de su concepción; que vivan cuando menos veinticuatro horas, y que tengan figura humana”.

Que Quasimodo vivió más de 24 horas no queda la menor duda; no sabemos si su nacimiento ocurrió pasado los seis meses de concepción; de lo que estamos seguros, por lo menos desde la descripción de Víctor Hugo, es de su aspecto espantoso:

(…) es imposible transmitir al lector la idea de aquella nariz piramidal, de aquella boca de herradura, de aquel ojo izquierdo, tapado por una ceja rojiza a hirsuta, mientras que el derecho se confundía totalmente tras una enorme verruga, o aquellos dientes amontonados, mellados por muchas partes, como las almenas de un castillo, aquel belfo calloso por el que asomaba uno de sus dientes, cual colmillo de elefante; aquel mentón partido.

Y más adelante:

(…) toda su persona era una pura mueca. Una enorme cabeza erizada de pelos rojizos y una gran joroba entre los hombros que se proyectaba incluso hasta el pecho. Tenía una combinación de muslos y de piernas tan extravagante que sólo se tocaban en las rodillas y, además, mirándolas de frente, parecían dos hojas de hoz que se juntaran en los mangos; unos pies enormes y unas manos monstruosas.

Por su parte, Joseph Merrick murió en 1890, hace 130 años. Su forma no era la de una figura humana. Su apelativo había surgido de una protuberancia que salía de su nariz y que tenía aspecto de trompa. Su figura, en la Lima del siglo antepasado, hubiera ocasionado más de una repulsión.

¿Hubiera sido Joseph Merrick en el Perú del siglo XIX considerado un ser humano?

En todo caso, unos cuartetos suyos hubieran resultado desconcertantes: “Es cierto que mi forma es muy extraña / pero culparme de ello es culpar a Dios / si yo pudiera crearme a mí mismo / procuraría no fallar en complacerle”.

5. Los anormales: el otro

Michel Foucault en sus lecciones de 1975 en el College de France, recogidas después en un libro que tituló Los anormales, trata el tema del monstruo. Para él es un asunto al mismo tiempo biológico y jurídico. Distingue Foucault, entre el portentum u ostentum del monstruo: en el primer caso, se está ante un lisiado o deforme; en el segundo, una mezcla entre hombre y animal, entre individuos (dos cabezas y un solo cuerpo), entre sexos (el hermafrodita), entre la vida y la muerte (el feto que apenas sobrevive) y hasta entre formas (quien carece de brazos o piernas).

El monstruo –dice– es una infracción a la ley natural, pero también a la propia legalidad porque pone en entredicho su aplicación y niega sus fundamentos y su práctica.

Para graficar lo dicho Foucault escribe:

Si nace un monstruo ¿a quién corresponden los bienes? ¿Se debe considerar que el niño ha nacido o que no ha nacido? A partir del momento en que nace esa especie de mixtura de vida y muerte que es el niño monstruoso, al derecho se le plantea un problema indisoluble. Cuando nace un monstruo de dos cuerpos, o de dos cabezas ¿hay que darle un bautismo o dos? ¿Hay que considerar que se tuvo un hijo o dos?[3]

6. Los derechos civiles del “monstruo” en el código civil de 1852

Comentando el vocablo “nacimiento” al que hacía referencia el artículo 4 del código civil de 1852, Francisco García Calderón refiere que la primera de las condiciones allí establecidas se fundan en que la vida solo es posible “cuando la preñez ha durado seis meses por lo menos”. Sin embargo, admite la posibilidad de que el nacido pueda conservar la vida, por lo que sería injusto negarle derechos civiles. Más riguroso es con la segunda condición: el término de 24 horas de vida, porque estima que “los derechos civiles se conceden para entrar en la vida; luego deben negarse al que no entró en ella”.

Con la tercera disposición es aún más radical. Dice: “Como los derechos civiles se conceden a los hombres, se niegan con razón a los que no tienen figura humana. Los intérpretes del derecho español quieren que se repute con figura humana al que tiene cabeza y cara de hombre, aunque los demás miembros sean defectuosos”[4].

En tal caso, ese sujeto tendría la condición de monstruo, a la que considera una “producción contra el orden de la naturaleza; como el hombre que nace con cabeza o cuerpo o miembro de algún animal; o con miembros duplicados; o faltándole alguno de ellos”[5].

Toribio Pacheco se pronunciará casi en igual sentido, si bien admite que en el caso de la segunda condición no se puede ser arbitrario “porque basta que el hombre haya existido, aunque sea un momento, para que se le considere como poseedor de los derechos que le corresponden”. Es, sin embargo, a semejanza de García Calderón, terminante en el tercer caso: “La tercera condición es más racional: como los derechos pertenecen al hombre, el que no es hombre, es decir, el que no tiene figura humana, y que por esto se llama monstruo, no puede tener obción a ellos” (sic)[6].

A estas veleidades les pondría fin el código civil de 1936. En la sesión de 18 de octubre de 1922 de la Comisión Reformadora del código civil de 1852, un decidido Juan José Calle indicaba con absoluta seguridad:

que anticipaba la opinión de que las dos últimas condiciones no debían mantenerse en el proyecto, especialmente de la que el nacido tenga figura humana, pues en el estado actual de la ciencia no podía admitirse que una mujer diera a luz una cosa monstruosa o prodigiosa, ya que no es posible creer en la existencia de monstruos ni en la de los prodigios.[7]

La discusión posterior, giró en torno a la viabilidad del nacido y no sobre la “monstruosidad” de este. Al final, su opinión fue seguida por Olaechea, Oliveira, Solf y Muro y Valdizán, quedando establecido que para que la persona pudiera adquirir y transmitir derechos bastaba “el nacimiento con vida”.

Esa fue la fórmula que recogió el artículo 1 del código civil de 1936, al prescribir que el nacimiento determinaba la personalidad, dejando de lado las condiciones requeridas en el artículo 4 del código civil de 1852.

7. Coda

Apartar lo que no se conoce, lo que no se entiende, lo extraño parece formar parte de la naturaleza humana. José Luis Romero decía que la raíz de las palabras huésped y hostil es la misma; en todo caso, el otro ha sido a lo largo de nuestra existencia tanto el prójimo al que se acoge como el forastero al que hay que rechazar. Es así todavía.

Cuando Foucault califica al “monstruo” como hecho biológico y jurídico, lo que hace es evidenciar ese comportamiento tan presente en nuestros predios. Aquello que desconcierta al Derecho debe ser porque no pertenece a él y lo que no es propio debe ser excluido de su regulación: los intersexuales –a los que Foucault dedica interesantes páginas- no existen para el Derecho; los matrimonios homosexuales horrorizan porque se “mezcla” lo que no debe mezclarse, las nuevas familias ponen en entredicho la concepción vigente, el mundo de la discapacidad arroja por la borda años de clara seguridad en las interdicciones y las incapacidades y las migraciones significan tener al otro, al que no se quiere, en casa.

El temor a los “monstruos” no ha terminado. Continúa latente. En realidad, es un exceso hablar del otro como “monstruo”; quizás, en el fondo, los únicos monstruos que existen son los que nos habitan a nosotros mismos.


[1] Hay una edición de María Tatar denominada: Los cuentos de hadas clásicos anotados que son una verdadera delicia. En ese libro se recogen las distintas transformaciones de los cuentos. Se informa, por ejemplo, que Caperucita Roja hace un striptease al lobo en una versión del siglo XIX, que Cenicienta no perdona a sus hermanas y las invita a su boda para que unas palomas les saquen los ojos y que la madrastra de Hansel y Gratel es, en realidad, la madre biológica de los menores. Ares y Mares, Barcelona, 2002.

[2] De paso, y solo para dejarlo anotado, los tres hombres consideran que la culpa de sus arrebatos eróticos es de la propia Esmeralda. Un verso que canta Frolo no puede ser más claro: “Elle porte en elle le péché originel”.

[3] Foucault, Michel. Los anormales. Fondo de Cultura Económica. México, 2001, p. 70.

[4] García Calderón, Francisco. Diccionario de la Legislación Peruana. Imprenta del Estado. Lima, 1860, p. 688.

[5] García Caderón, Francisco. Ob. cit., p. 653.

[6] Pacheco, Toribio. Tratado de Derecho Civil. Imprenta del Estado. Lima, 1872, p. 82.

[7] Comisión Reformadora del código civil. Actas de las sesiones de la Comisión Reformadora del Código Civil Peruano. Primer fascículo. Sesiones 1 a 44, p. 21. Imprenta C. Ñ. Castrillón. Lima, 1928.

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