Un letrado chino escribe un cuento de fantasmas con relevancia jurídica

Se trata de «Wang, el Sexto», de Pu Songling, el gran narrador chino del siglo XVI y comienzos del XVII. Narra las vicisitudes que pueden acechar al amigo que accede a un puesto oficial encumbrado y que no olvida a sus viejas amistades.

Martín Baigorria Castillo

Ofrecemos hoy, como un obsequio de Año Nuevo para nuestros amables seguidores, una joya escondida de la literatura jurídicamente relevante. Se trata de «Wang, el Sexto», de Pu Songling, el gran narrador chino del siglo XVI y comienzos del XVII. Narra las vicisitudes que pueden acechar al amigo que accede a un puesto oficial encumbrado y que no olvida a sus viejas amistades. Encierra también una reflexión sobre el sentido humano que debiera trascender la rigidez burocrática. Esperamos sea de vuestro agrado.

Noticia preliminar

El escritor y licenciado Pu Songling, nacido en 1640, tiene un lugar preferente en la literatura universal. Su obra cumbre son los Cuentos de Liao Zhai (literalmente: Cuentos extraordinarios de tertulia), última gloria del relato clásico chino. Es una colección de relatos breves de índole fantástica, que no dejan de sacar a descubierto la laberíntica estructura burocrática y forense de la China feudal. Sin contar con su indudable calidad estética, el Liao Zhai contiene numerosos relatos interesantes para los estudios sobre los vínculos entre derecho y literatura.

Pu Songling es una suerte de Kafka oriental. Su vida estuvo plagada de postergaciones; la menor de ellas no fue su vano y repetido intento de incorporarse a la burocracia imperial. Se cuenta que la última vez que se postuló para funcionario contaba con 51 años de edad. Procedía Pu Songling de un linaje de «funcionarios y letrados» (Rovetta y Ramírez, 1985: 12).  Como Kafka, nuestro escritor anhelaba un lugar en el mundo. Entre tanto, trabaja a las órdenes de un encumbrado patrón. En la vasta biblioteca de su empleador, Pu se autoeduca y escribe versos, ensayos, artículos diversos y, fundamentalmente, una colección de cuentos seguidos de una moraleja.

Tal colección constituye, precisamente, el Liao Zhai. Las piezas que lo conforman son fantásticas solo en apariencia, pues tras la historia se esconde una crítica a la rigidez de la burocracia imperial y a la enmarañada administración de justicia en la China feudal. Una de las virtudes del Liao Zhai reside en el final sorpresivo con que obsequia al lector; final que puede ser venturoso o más bien triste. Otra, el espíritu edificante y ejemplarizador, y a la vez irónico, que anima la mayor parte de los 105 relatos que forman el ramillete, en la versión castellana que tenemos a la vista.

Hemos mencionado el parentesco entre Franz Kafka y su «precursor» (para usar el epíteto de Borges). A la distancia de siglos y de culturas, comparten el mismo desconcierto ante la rigidez de la sociedad, ante el absurdo régimen oficinesco, ante los trámites sin sentido. También los hermana el afán moralizante y el comentario filosófico. Pero las similitudes se detienen allí: donde Kafka es angustioso y angustiante, Pu Songling es siempre risueño, nítido, irónico (con eventuales resabios de sutil sarcasmo).

En el Liao Zhai abundan los letrados (los nobles de espíritu y los otros), los jueces, los litigios inverosímiles. Como en su sucesor checo del siglo XX, en estos Cuentos extraordinarios de tertulia no faltan los seres imaginarios que denuncian verdades muy concretas. Pero, hemos de insistir, la pluma de Pu Songling es amiga de la sonrisa, la ternura y, a veces, la bienvenida broma franca y estimulante.

Pu Songling falleció en 1715. Su obra vive por él.

Referencia bibliográfica

La versión que ofrecemos es libre, pero confiamos que leal al original. Está basada en la excelente traducción de los Cuentos extraordinarios de tertulia realizada por Laura A. Rovetta y Laureano Ramírez (Pu Songling. Cuentos de Liao Zhai. Serie: Alianza Tres, 153. Madrid: Alianza Editorial, 1985, pp. 43-48).

Lima, 1 de enero de 2018

* * *

Wang, el Sexto

Un viejo salía todas las noches al río para pescar. Llevaba consigo una botellita de vino barato para entretenerse. Al sentarse en la orilla, el viejo derramaba un poco de vino en el agua, y decía: «Beban, almas de los ahogados en este río». Extrañamente, siempre volvía a casa con la cesta repleta de pescados.

Una noche, cumplido su ritual, se le acerca un joven vestido de blanco. El viejo lo invita a sentarse a su lado.

— ¿Cómo te llamas?

— No tengo nombre —le dice con amabilidad el joven—. Pero usted puede llamarme Wang el Sexto, si le apetece.

— Muy bien, Wang.

Al viejo le agradó la compañía de su nuevo amigo; su charla amenizaba las largas horas que lo separaban del amanecer.

Una noche, como de costumbre, llegó Wang.

— Veo tristeza en tus ojos—, le dice el viejo.

— Sí, mi querido amigo, porque temo que ya no podremos seguir viéndonos y eso me estruja el corazón.

— ¿Por qué, dime?

— Mi amigo: sé que no le asustará lo que le voy a confesar. En realidad, soy el fantasma de uno de los ahogados de este río. Usted nos convidaba con vino y por eso le estamos agradecidos. Yo me animé a hablarle y hasta hoy hemos sido amigos. El viejo sintió miedo, pero en un ensalmo se le disipó, pues recordaba los muchos momentos agradables que había pasado en compañía de Wang.

— Wang —le dice—, eres mi amigo y si te quise antes no veo por qué dejaría de quererte ahora. No te conturbes, por favor.

— Gracias, gracias —le responde el fantasma—. Un peso menos tengo ahora, pero hay un problema aún mayor.

— Dime.

— Me duele que no podré seguir visitándolo y deleitarme con su buen vino y con nuestra amena plática. Mañana bajará al río una madre con su hijo en brazos. La madre se ahogará y me reemplazará como fantasma de este valle.

— Comprendo —le dice el viejo— y ahora son mis ojos los que se nublan de dolor. Pero no estemos tristes. Es nuestra última noche. Siéntate y bebamos en silencio. Y así lo hicieron. No se habló aquella noche. Al amanecer, el viejo y el fantasma se despidieron con un abrazo, resignados ante lo inevitable. La cesta estaba llena de pescados.

Ese día, el viejo sintió curiosidad y bajó al río para ver la escena. Todo ocurrió tal cual se lo había anunciado Wang: una mujer vino con su hijo en brazos, se acercó a la orilla, resbaló y cayó al agua. El pequeño, en la orilla, lloraba. El viejo reprimió el impulso de correr a salvar a la mujer: «No debo interferir en el designio celestial. Si salvo a la mujer, mi amigo no hallará reposo». Se contuvo como mejor pudo. Inesperadamente, la mujer retomó la orilla y con enorme dificultad escapó del torrente. El viejo no entendía nada.

— Esperemos a la noche —se dijo a sí mismo—. Wang me explicará este misterio.

A la noche, Wang llegó como solía y se sentó al lado del viejo.

— Amigo: usted lo vio todo —dijo el fantasma—. Fui yo quien salvó a la madre. Si ella moría, su pequeño hubiera quedado huérfano y quizá también moriría. ¿A qué sacrificar dos vidas a cambio de mi bienestar?

— Eres un alma noble —replicó el viejo—. No dudo de que los dioses sabrán premiar tu buen corazón.

Pasaron lunas en el cielo hasta que una noche Wang llega, ahora ataviado con sus mejores ropas. El semblante del fantasma era adusto, pero gentil. También su voz era diferente.

— Mi amigo—habló Wang—: ha sonado la hora de partir. He venido a despedirme y a anunciarle que agradó a los dioses del Firmamento mi generosidad para con aquella madre y decidieron nombrarme genio tutelar en las provincias del Oeste. El viejo, con lágrimas en los ojos, se arrodilló dispuesto a venerar al espíritu.

— No, mi amigo, no te inclines ante mí —dijo Wang—. Nunca olvidaré tu amistad ni tu buen vino.

— Bien, bien —respondió el viejo, tratando de serenarse—. Es mi deber sentir felicidad por tu nombramiento, pero mi alma llora porque nunca más te veré.

El fantasma, como quien no escucha, le dijo:

— Mi querido amigo, esta es mi última noche como fantasma del valle, pero nuestra amistad no tiene por qué acabar. Llegado el tiempo, prométame que peregrinará hasta las provincias del Oeste y me visitará.

Así lo hizo el viejo. No hubo abrazo en ese amanecer.

* * *

El tiempo señalado llegó y el viejo presintió el llamado de su amigo. Reunió el poco dinero que tenía ahorrado y avisó a su mujer que partiría esa tarde a cumplir su promesa allá en las provincias del Oeste. Su mujer se burló:

— ¡Tonto! ¡Pobre pescador del río! ¿Crees que un genio tutelar te recibirá? ¿Para eso hemos ahorrado? ¿O eres tan necio que todavía crees en en fantasmas y ahogados?

El viejo, sin más decir, se encaminó hacia las lejanas provincias del Oeste.

Pasaron nuevas lunas en el cielo hasta que, mil penurias mediante, el viejo llegó a las provincias del Oeste. A la vera del camino había un pequeño santuario, más bien humilde, pero rebosante de ofrendas y de inciensos. El viejo se acercó. Sí, el rostro del genio era el de Wang, ahora inmóvil y silencioso, tallado en la piedra:

— Wang, mi amigo, ¡cuánto extraño tu compañía! Hoy soy solo un mortal y es reverencia lo que te debo.

Se disponía a inclinarse ante el monumento y a encender el incienso, cuando oye a la multitud que se acerca.

— ¡Es usted! ¡Es usted! ¡Es usted que ha llegado! Desde hace días todos en la aldea hemos soñado que usted llegaría pronto. Nuestro genio tutelar nos ha pedido que sea atendido como usted lo merece.

El viejo permaneció una luna y media en la aldea. Cada día fue huésped de una familia diferente y fue convidado con los mejores frutos de la región, los mejores vinos, la mejor comida y el mejor lecho. En realidad, todos en la aldea se disputaban por alojarlo y colmarlo de atenciones.

Cada mañana, al amanecer, el viejo acudía sigilosamente al monumento, llevando la botellita de vino de los pasados tiempos de la amistad.

— Wang, no sé cómo agradecer tu generosidad. Acepta, por favor, este humilde incienso y este pobre sorbo de rústico vino.

Y encendía una vara de incienso y derramaba unas gotas del vino que traía consigo.

— Por los buenos tiempos, brindemos —decía el viejo y bebía un sorbo minúsculo. El rostro de piedra, aunque dulce la mirada, seguía inmutable.

Al término de la luna y media, el viejo se allegó una vez más al monumento y suspiró: — Hoy soy yo quien se despide, glorioso Wang. Sé que no puedes hablarme, tampoco he soñado contigo noche ninguna, pero has obrado a través de este pueblo y no he pasado día sin recibir las mayores deferencias de tus protegidos, ni noche en la que me haya faltado el calor de un hogar. Noble Wang, soy yo quien ahora te agradece por tantas bendiciones.

Dicho esto, el viejo se preparó para el viaje de regreso. Los aldeanos le tenían ya preparadas las mejores viandas para el camino, y además una mula.

— ¡Vuelva pronto! ¡No deje de regresar! ¡Vuelva! ¡Vuelva! —exclamaban todos.

Al pie de la portada fronteriza, el viejo miró el largo camino que le esperaba. Arreando la mula, el viejo tomó sus viandas, su botellita de vino y su bastón, y empezó a andar por el camino.

Fue entonces cuando ocurrió el milagro.

Ha de saberse que en la antigua China existía la costumbre de acompañar un trecho al amigo que se marcha. Envuelto en majestad, ante la vista sorprendida de todos, un tornado fuerte y benigno, un huracán hecho de viento, hojas y flores acompañó al viejo, acompañó por un trecho al amigo que partía.

* * *

Se dice que Wang el Sexto es el genio tutelar más amable de la región. Se dice también que nunca desatiende una petición.


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