La interpretación del acto jurídico. Bien explicado

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Sumario: 1.- Introducción; 2.- La interpretación objetiva; 3.- La Interpretación sistemática; 4.- La interpretación finalista; 5.- La interpretación de buena fe; 6.- La interpretación contra proferentem; 7.- Conclusiones; 8.- Bibliografía.

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1.- Introducción

Dentro del conjunto de actividades que deben desarrollarse en el cuadro de la aplicación del derecho, la interpretación constituye la operación jurídica más importante; ya que solo puede ser debidamente aplicado aquello que es comprendido en su propia razón de ser. La interpretación es una actividad de conoci­miento referida a la norma aplicable al caso concreto; la aplicación, por su lado, es una actividad dirigida a determinar los efectos y consecuencias jurídicas que produce la norma que corresponde al caso en particular (Leyva Saavedra, 2009, p. 445).

“Interpretar” significa escrutar un “hecho” para reconocer su “valor”. En el “negocio jurídico” (manifestación voluntaria de intención), el dato a escrutar es la “manifestación negocial”, el valor a reconocer, la “intención”. Interpretar el negocio jurídico significa por tanto, escrutar la “manifestación” para reconocer su “intención”. Reconociendo la intención a través de la interpretación de la manifestación negocial, se podrá entonces juzgar las “consecuencias jurídicas”, ya que sabemos que son consecuencias jurídicas del negocio (“efectos negociales”) las “dirigidas a realizar su intención” (Barbero, 1967, p. 602).

La indagación interpretativa tiene, pues, por objeto “la manifestación negocial”, pero entendida esta, no solo como “declaración de voluntad”, sino como “complejo del comportamiento concluyente” de las partes negociales; por fin, la “intención” (ibídem, p. 603).

Doctrina nacional entiende que el derecho se nutre y evoluciona a partir de los actos de los seres humanos y eventos que se presentan en la vida cotidiana. Sin embargo, no toma en cuenta esos actos y eventos tal como se presentan, sino que los traduce, esto es los procesa y transforma al lenguaje jurídico (Osterling Parodi, 2007, p. 1).

Este proceso de transformación puede ser ejecutado por cualquier analista del derecho, llámese magistrado, abogado, tratadista o estudiante, porque al hacerlo discrimina entre los hechos que, a su criterio, son jurídicamente relevantes y aquellos que no lo son. Identificados los hechos relevantes, el analista les asigna valoraciones en función a las normas e instituciones jurídicas en juego. Es en este momento que el analista se convierte en intérprete, pues explica acciones, dichos o sucesos que pueden ser entendidos de diferentes modos. Lo que hace el intérprete en este proceso es construir sucesos jurídicos a partir de sucesos fácticos. Y es esto lo que determina, a su turno, la construcción de una realidad jurídica. Ello explica que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua asigne al vocablo “interpretar”, como una de sus acepciones, la de “concebir, ordenar o expresar de un modo personal la realidad” (ídem).

Un caso real ocurrido en sede nacional ilustrará lo trascendente pero cotidiana que resulta la interpretación en la vida de las personas. Un profesor peruano de derecho civil recuerda haber organizado un Congreso Internacional de Derecho Civil en el cual uno de los profesores que conformaba la comisión organizadora se puso en contacto con un connotado civilista italiano para invitarlo, él aceptó y preguntó si podía llevar a su yerno (que también era profesor de derecho civil) y el organizador dijo que sí. A la llegada de los italianos, se les alojó en el mismo hotel y, durante el Congreso, también se invitó al yerno a exponer. Acabado el certamen, al momento de hacer el check out se le informó al civilista que su yerno tenía que pagar el alojamiento de su habitación, mientras que aquel había entendido que la invitación incluía dar hospedaje al yerno, máxime si había participado en el evento. En este caso aparentemente trivial nos encontramos con un problema de interpretación: no solo de la voluntad declarada al momento de perfeccionar el negocio jurídico, sino de la conducta posterior de las partes (Espinoza Espinoza, 2008, pp. 213-214).

Yendo al tema que nos compete, la interpretación de los contratos implica, dentro de la normatividad legal contenida en el Código Civil peruano de 1984, ubicar a los mismos (como categoría general) dentro de la disciplina de los actos jurídicos, dado que en nuestro ordenamiento jurídico se considera a aquéllos como una especie integrante del género conformado por éstos, siéndoles aplicables a los mismos las disposiciones establecidas para el común de dicho género (Fernández Cruz, 2002, p. 146).

Sin embargo, debemos empezar por aclarar que, si bien encontramos reglas legales de interpretación para los actos jurídicos establecidas en el Título IV, del Libro II, del Código Civil (arts. 168°, 169° y 170°), las cuales constituyen normas hermenéuticas de interpretación que tienen que ser aplicadas a cualquier contrato, en tanto éste es un acto jurídico, existe también una norma específica que rige la vida del contrato durante todo el “iter negocial”, como es el artículo 1362° del Código Civil, que contiene otra norma hermenéutica de interpretación, esta vez exclusiva de los contratos (ídem).

La interpretación es una institución esencial ya que pertenece a la teoría general del derecho, área del saber jurídico que no debe escapar a ningún operador jurídico: llámese juez, abogado, árbitro y estudiante. Sin embargo su importancia y trascendencia es tal que desborda las fronteras jurídicas y llega a las orillas de la vida cotidiana pues queramos o no, todos vivimos interpretando. Por ejemplo, lo que dicen las personas a nuestro alrededor (declaraciones), lo que escriben las personas a nuestro alrededor (los textos), las conductas de las personas que nos rodean (comportamientos). Vivimos constantemente interpretando los textos, las declaraciones y los comportamiento de nuestros congéneres con el objetivo (advertido o no) descubrir que es lo que nos quieren comunicar esos textos, declaraciones y comportamientos, o sea cual es la intención que encierran estos.

En el presente ensayo abordaremos sucintamente los cinco métodos de interpretación contenidos tanto en el libro de acto jurídico como el de contratos. Nos referimos a la interpretación objetiva, la interpretación sistemática, la interpretación finalista, ubicados en el primer libro mencionado pero además incluiremos al método de interpretación de buena fe y al método de interpretación contra proferentem ubicados en el segundo.

2.- La interpretación objetiva

El Código ha definido indudablemente una posición. Las relaciones entre la voluntad y su manifestación y la determinación del sentido de esta se rigen por lo declarado, sin que la referencia al principio de la buena fe atenúe el criterio objetivista. Puede inferirse entonces que el criterio objetivista que ha adoptado el Código Civil constituye el principio general de interpretación. En aplicación de este principio, la interpretación no puede orientarse a la indagación de la voluntad interna, no declarada, sino a precisar la voluntad manifestada partiendo de una necesaria presunción, de que esta última corresponde a la intención del celebrante o celebrantes del acto jurídico. Pero no se trata de excluir la voluntad interna a la vista de lo declarado, sino de interpretar el acto “de acuerdo con lo que se haya expresado en él”. Nos vemos, pues, en la posición del Código una posición extrema en cuanto que el intérprete tenga que ceñirse a lo expresado y nada más, máxime si tiene que aplicar el principio de buena fe (Vidal Ramírez, 2011, pp. 347-348).

Con relación pues a la manera de interpretar los términos del negocio “en cuanto se haya expresado en él” recurrimos sin duda a la bondad de la redacción del artículo 57 del Código de Comercio, que bien puede valer para negocios civiles: “Los contratos de comercio se ejecutarán y cumplirán de buena fe, según los términos en que fueren hechos y redactados, sin tergiversar con interpretaciones arbitrarias el sentido recto, propio y usual de las palabras dichas o escritas, ni restringir los efectos que naturalmente se deriven del modo con que los contratantes hubieren explicado su voluntad y contraído sus obligaciones” (Lohmann Luca de Tena, 1994, pp. 265-266).

Para Gastón Fernández Cruz, la norma contenida en el artículo 168 del Código Civil (en adelante CC) se encuadra perfectamente dentro de la concepción objetiva de la búsqueda de la “común intención de las partes”, al pretender encontrar el valor objetivo del contrato deduciéndolo de las declaraciones y conductas de ellas, otorgando prevalencia a la declaración realizada por cada parte en el marco de sus relaciones intersubjetivas y que son plasmadas como autorregulación de sus intereses, de tal forma que lo declarado sea la base sobre lo cual se tenga que empezar cualquier indagación sobre la interpretación del contrato, sin recurrir a la intención interna o psicológica de los sujetos que realizan el negocio, valorando las manifestaciones externas y reconocibles de la conducta de las partes que realizaron el acto jurídico (Fernández Cruz, 2002, p. 151).

Así, el intérprete debe aprehender la común intención de las partes tomando en cuenta la conducta integral de las partes. De ahí que debe iniciar la interpretación conociendo el sentido literal o textual que se le ha ofrecido en la lectura de las cláusulas. Luego, el intérprete debe confrontarlo y compararlo con los sentidos extratextuales. La común intención de las partes se descubre mediante una pluralidad de sentidos y por eso la interpretación del contrato comprende el sentido literal de las cláusulas y los no literales de los comportamientos y de los documentos (Morales Hervias, 2014, p. 93).

En el mismo sentido, doctrina nacional entiende que la búsqueda de la común intención de las partes se extiende a la fase anterior y posterior de la celebración del contrato: no solo a través de los documentos redactados, sino del comportamiento de las partes (Espinoza Espinoza, 2008).

Así se recoge en otros ordenamientos jurídicos como el italiano (artículo 1362) en el artículo 4 de los principios UNIDROIT sobre contratos comerciales internacionales; el apartado uno del artículo 5:101 de los principios de Derecho Europeo de los contratos y el primer párrafo del artículo 1278 de la Propuesta de Modernización del Derecho de obligaciones de la Comisión de Codificación de 2009 (STS de 8 mayo 2012) (Sierra Pérez, 2017, p. 158).

En Francia, una lectura ordinaria del artículo 1156[1], da dos lecciones en el sentido literal de este artículo: por un lado, la interpretación del contrato no significa simplemente una explicación del sentido literal de los términos utilizados en los mismos; por otro lado, la búsqueda de la común intención de las partes es obligatoria para el juez, a fin de lograr una correcta interpretación de los contratos. De hecho, el artículo 1156 no define la interpretación de los contratos como una búsqueda de la voluntad interna común de las partes. Solo destaca la necesidad de esta investigación psicológica en la interpretación del contrato (Quin, 2012, pp. 75-76).

Por tanto, entendemos por interpretación objetiva a aquella actividad hermenéutica dirigida a desentrañar la común intención de las partes que celebraron el contrato, lo cual involucra no sólo lo manifestado o declarado (texto) sino también aquellos comportamientos previos y posteriores (extratextual) al acto negocial. Presumiéndose iuris tantum que lo declarado es lo realmente querido.

3.- La interpretación sistemática

La redacción del artículo bajo comentario establece un criterio que ordena al intérprete buscar la común intención de las partes, tomando al contrato como una unidad que, en su totalidad, contiene el programa contractual previsto por ellas. En este sentido:

  • Una clausula aparentemente clara, debe ser vista y entendida como conformante del unitario conjunto que forma el contrato.
  • Una clausula aparentemente dudosa, debe ser contrastada con las restante cláusulas del contrato, a fin de eliminar dicha duda, aprehendiendo un único significado de lo que se presentó inicialmente como “dudoso”, evitando que una clausula pueda ser interpretada de manera independiente mostrando un sentido que no es acorde con el conjunto del contrato (Fernández Cruz, 2002, p. 158).

Según una doctrina brasileña, la interpretación sistemática consiste en la subordinación de una norma (o cláusula) a un conjunto de disposiciones de mayor generalidad de las cuales no puede o no debe ser disociada. Es decir, parte el intérprete del presupuesto del que una ley (o cláusula) no existe en solitario y en consecuencia no puede ser entendida aisladamente del resto de disposiciones (Da Silva Pereira, 2011, p. 164).

La interpretación sistemática implica diferenciar qué parte es indispensable para la reconstrucción de “lo expresado” o de “la común intención de las partes”, de aquello que es simplemente superfluo. Este criterio no es subsidiario”, es decir, no es un criterio al cual se deba recurrir cuando resulte dudoso el significado de la cláusula en concreto (Espinoza Espinoza, 2008, pp. 236-237).

De acuerdo con una doctrina nacional el método de interpretación interdependiente o sistemático, requiere que el hermeneuta vea el conjunto de la manifestación de voluntad como una unidad y que, en caso de disposiciones o cláusulas contradictorias este las armonice, evitando con ello interpretaciones aisladas y, más bien, las integre al sentido de las demás, con las que deben formar un conjunto unitario. El principio también rige cuando se trata de interpretar dos o más actos jurídicos vinculados entre sí, aun cuando el tenor del artículo 169 parezca indicar que solo es aplicable a un acto jurídico en particular, lo que no debe entenderse así (Vidal Ramírez, 2011, p. 351).

Esto significa que cada cláusula arrancada del conjunto y tomada en sí misma, puede adquirir un significado inexacto y que solamente de la correlación armónica de cada una con las otras y de la luz que se proyectan recíprocamente, surge el significado efectivo de cada una y de todas tomadas en el conjunto. El contrato, en efecto no es una suma de claúsulas sino un conjunto orgánico (Messineo, 1987, pp. 107-108).

Para un sector de la doctrina del análisis económico del derecho, la interpretación sistemática es una mera precisión del textualismo. Sigue siendo un método de vocación textualista por que asume que los contratos se acercan a la perfección. Lo único que indica es que es más probable encontrar cláusulas imperfectas (consideradas por separado) que contratos imperfectos. Muchas aparentes imperfecciones se corrigen con una lectura completa del contrato (Bullard, 2010, p. 134).

Esta regla se encuentra presente en los principales códigos civiles (francés, art. 1161; español, art. 1285; italiano, art. 1363; mexicano, art. 1854; boliviano, art. 514) y códigos uniformes, hace que el intérprete vea el conjunto de la manifestación de voluntad como una unidad y que, en caso de cláusulas contradictorias o ambiguas, las armonice e integre, evitando, de esta manera, interpretaciones aisladas. Esta regla nos recuerda dos cosas puntualmente: que el contrato es un cuerpo coherente y que sus cláusulas no deben ser evaluadas aisladamente (Leyva Saavedra, 2009, p. 464).

Así por ejemplo, cuando el intérprete se enfrenta a la tarea de interpretar el contenido de las disposiciones testamentarias de un individuo, bien puede ocurrir que estas disposiciones como un todo consistan primero en un testamento en el que el causante instituye a sus hijos como únicos herederos; testamento modificado posteriormente, sin hacer alusión al anterior, instituyendo legados con cargo al tercio de libre disposición, a lo que acaso haya de agregarse una última disposición por la cual el testador, dentro de los límites que la ley le permite, beneficie a algunos descendientes respecto de otros. El intérprete claro está, se encuentra ante tres negocios jurídicos diferentes, tres declaraciones de voluntad aparentemente autónomas pero que forzosamente ha de analizar en conjunto, como un todo, para determinar el propósito final y realmente querido por el de cujus. Lo mismo puede decirse cuando para interpretar un contrato se estudian otros convenios a los que el primero aparezca vinculado (Lohmann Luca de Tena, 1994, pp. 272-273).

Cabe recordarse que las reglas de interpretación recogidas por el Código Civil Peruano, para el acto jurídico y los contratos, tienen un orden de prelación que significa que, en primer lugar, deba atenderse a una interpretación del contrato según la común intención de las partes y bajo el principio de buena fe, debiéndose recurrir a la interpretación sistemática, solamente cuando no ha podido ser aprehendida la común intención de las partes, mediante el empleo de las antes señaladas regla de interpretación subjetiva). Normalmente, sin embargo, se hace necesario el empleo de la interpretación sistemática para complementar la interpretación realizada bajo los criterios hermenéuticos de la “común intención de las partes” y de la “buena fe”. Es más, en doctrina, se considera que las normas hermenéuticas de interpretación no constituyen normas imperativas, en el sentido que las partes pueden decidir su no aplicación al contrato que han celebrado o la aplicación prioritaria de otros criterios interpretativos, con la sola excepción –para algunos- de la regla legal de interpretación subjetiva según la buena fe, la cual debe reputarse en principio de orden público (Fernández Cruz, 2002, pp. 158-159).

Por tanto, entendemos por interpretación sistemática a aquel método hermenéutico que entiende al contrato no como una suma de cláusulas sino un conjunto orgánico lo cual involucra que al momento de interpretarse un contrato no deba buscarse desentrañar la intención negocial de las partes por medio de una sola cláusula soslayándose las demás, pues hacer ello traería inexactitudes respecto de lo que verdaderamente han querido las partes en el contrato, sino que deben contrastarse las unas por medio de las otras a fin de evitar y/o eliminar las posibles ambigüedades que provocaría justamente el interpretárselas de manera independientemente. Además, el criterio sistemático solo tiene lugar luego de haberse buscado la “común intención de las partes” y observado la “buena fe”. Asimismo, este criterio rige en caso se trate de interpretar dos o más actos jurídicos vinculados entre sí.

4. La interpretación finalista

Finalmente la regla establecida en el 170 del CC consagra la interpretación legal, funcional o finalista, que normalmente se aplica cuando, luego de haberse agotado otros criterios hermenéuticos de interpretación subjetiva, subsisten significados plurívocos sobre el sentido de las expresiones utilizadas por las partes en el contrato, las cuales deben adecuarse a lo señalado por la naturaleza y el objeto del acto. En este sentido, la doctrina comparada ha entendido que al referirse al tema de la naturaleza del acto, se está ante un problema en donde la interpretación debe estar dirigida a buscar el significado del contrato en directa relación con la causa del mismo, esto es que “…el significado de aquello que las partes han acordado no puede en efecto ser adecuadamente investigado sino se tiene en cuenta las razones prácticas del negocio, o sea la causa concreta…” (Fernández Cruz, 2002, p. 159)

El objeto a que alude esta interpretación no es la cosa material sino el objetivo que el agente se propuso regular con su precepto a través de un cierto negocio. Es más, precisamente la materia final sobre la cual el agente declara su voluntad. El artículo, con el vocablo “objeto” quiere aludir, en consecuencia, a los temas o asuntos –en cuanto finalidad objetiva– sobre los que recae el precepto negocial, sean cosas (en cuanto a bienes materiales), o derechos o conductas. En este orden de ideas, si el negocio cuya declaración de voluntad se ha de interpretar alude a la traslación de dominio de dos fincas, lo que ha de ser materia de investigación no es solo la precisión de si es una o ambas fincas, lo que tuvieron en mente los contratantes, sino si la enajenación es por venta, permuta, donación u otra figura jurídica (Lohmann Luca de Tena, 1994, p. 274).

Siguiendo a De Cossio, seria extraordinariamente peligroso convertir el proceso de interpretación en algo puramente subjetivo, ya que el contrato, una vez perfeccionado, cobra cierta autonomía e impone sus propias exigencias, por lo que las palabras que tienen distintas acepciones deben ser entendidas en la acepción más adecuada o conforme a la naturaleza y a la finalidad del contrato (Vidal Ramírez, 2011, p. 351).

Este criterio de interpretación busca definir la causa del contrato o la razón de ser de la cláusula que es objeto de interpretación. En ese sentido este método se asemeja al denominado ratio legis o razón de la ley, aplicable a la interpretación de normas jurídicas. En la interpretación contractual ello implica buscar las funciones que el contrato debe alcanzar (Bullard, 2010, p. 135).

Cabe ahora saber que se quiere decir con que se debe atender a la «naturaleza y al objeto del contrato». La doctrina en este punto se ha dividido: un sector estima que «naturaleza» debe entenderse como «calificación» y «objeto» como contenido económico en general; otro considera que la alusión al criterio «que más convenga a la naturaleza del contrato», es una alusión directa a la causa del contrato; un tercer sector, en cambio, estima que cuando se manda atender a la «naturaleza y al objeto del contrato», no se hace otra cosa que disponer que se atienda al tipo contractual (Leyva Saavedra, 2009, pp. 464-465).

Por tanto, entendemos por interpretación finalista a aquel método hermenéutico, que se aplica luego de haber utilizado los previos (común intención de las partes, buena fe y sistemático) y que tiene como objetivo, primero, aclarar las dudas o ambigüedades que aún persistan y luego encaminar el propósito práctico de las partes a la celebración del tipo negocial que tuvieron en mente celebrar.

5.- La interpretación de buena fe

La buena fe tiene un rol trascendental en la vida social: (i) primero, porque excusa de responsabilidad a quien razonablemente actúa en la creencia de no estar cometiendo una infracción a las normas del derecho privado; (ii) segundo, porque permite exigir actos que razonablemente hubiesen sido pactados si los costos de transacción fuesen bajos; (iii) tercero, porque permite asignar titularidades en base a un criterio que desincentiva el comportamiento deshonesto; y, (iv) cuarto, porque permite defender titularidades en base a un criterio que incentiva el comportamiento honesto. Sin buena fe, tanto los niveles de responsabilidad extraconcontractual como los niveles de comportamientos contractuales oportunistas serían alarmantemente altos (Escobar Rozas, 2015, p. 322).

En el contexto registral, la buena fe cobra una relevancia particular, pues en base a un procedimiento poco costoso, como es el de revisión de la información registral de un activo, permite oponer, a quien actúa diligentemente, el derecho adquirido en base a la referida información (ídem).

Por ejemplo, en el artículo 2014[2] del Código Civil, la buena fe a la que se refiere la norma es la que en doctrina se conoce como ”buena fe creencia” o ”buena fe subjetiva”, en el sentido de que el tercero cree que su contraparte es titular del derecho que le está transfiriendo o se encuentra, en todo caso, facultado legalmente para hacerlo; o, desde un punto de vista negativo, que el tercero desconoce que su contraparte carece de derecho o de facultades para transferir la titularidad de que se trata (Del Solar Labarthe, 1994, p. 162).

Por otro lado, actuar de acuerdo con la buena fe objetiva concretiza las exigencias de probidad, corrección y comportamiento leal capaz de permitir un tráfico comercial adecuado, teniendo en cuenta el propósito y la utilidad del negocio en vista de que las partes o ya se encuentran vinculadas o consideran vincularse, así como el campo de actuación específico en el que se encuentra la relación obligatoria. Por tanto, en el plano concreto de las relaciones de la vida en el cual el Derecho es llamado a ordenar, no siempre es fácil saber cuáles son esas exigencias de probidad, corrección y lealtad; lo que es un tráfico comercial adecuado para alcanzar la finalidad y utilidad del negocio; en suma, lo que caracteriza un comportamiento según la buena fe (Martins-Costa, 2016, p. 41).

La doctrina casi unánimemente sustenta la distinción, entre una buena fe subjetiva, consistente en el estado de ignorancia legítima de una persona; y una buena fe objetiva, consistente en un comportamiento correcto. En otras palabras, la distinción estriba entre un “estar de buena fe” y “actuar de buena fe”. Sin embargo, esa distinción no resiste ningún análisis porque toda buena fe es necesariamente objetiva. Basta observar que la alegación de desconocimiento solo es aceptada en cualquier ordenamiento jurídico siempre y cuando la persona no supiese –o no habría tenido información relevante acerca del hecho–, pero también cuando no tenía como saber de ese hecho, lo que se comprueba mediante las posibilidades de la persona de buscar esa información y no haberla conseguido debido a los elevados costos de transacción. Solamente después de haber actuado correctamente, esto es, haber procurado la información, es que se puede alegar la buena fe. De lo contrario, esa alegación de estar de buena fe resulta un odioso ejemplo de un comportamiento de mala fe (Tomasevicius Filho, 2013, p. 312).

Como hemos podido observar, la buena fe es una sola, en consecuencia, tanto su aspecto subjetivo (creencia) como su aspecto objetivo (comportamiento) deberán concurrir copulativamente para que se pueda alegar, valga la redundancia, la buena fe y, de ese modo, el ordenamiento jurídico pueda tutelar el derecho del tercero. Esto es, el estado de ignorancia del tercero solo será legítimo (buena fe subjetiva) en la medida en que el comportamiento que lo acompañe sea el correcto (buena fe objetiva) lo cual involucra, en primer lugar, que tercero actué con diligencia, ósea que haya practicado todos los actos necesarios tendientes a buscar la información relevante acerca de la situación jurídica que lo afecta (por ejemplos ir a registros públicos y verificar que el inmueble que pretende adquirir no cuente con cargas y gravámenes) acto seguido, en ese momento, su estado de ignorancia podrá considerarse legítimo configurándose así finalmente la buena fe.

En nuestro código civil, a lo largo de varios de sus libros, se hace mención a la buena fe por lo que se puede inferir que la intención del legislador haya sido que la buena sea elevada a la categoría de principio orientador que los sujetos de derechos deban seguir en las relaciones jurídicas que establezcan los unos con los otros.

Por tanto, en la negociación, celebración y ejecución de los contratos les será exigible a las partes tanto la buena fe subjetiva como la objetiva pues ambas son indesligables la una de la otra.

6.- La interpretación contra proferentem

De acuerdo con una regla de interpretación arraigada en tiempos lejanos y conservada en la mayoría de ordenamientos a nivel latinoamericano y europeo, así como en el common law, cuando se esté ante la ambigüedad de una cláusula que no haya podido ser superada a través de los demás cánones de interpretación y cuando, adicionalmente, la cláusula haya sido dictada por una de las partes (o una de las partes se haya valido de un formulario facilitado por un tercero), dicha ambigüedad debería resolverse en contra de la persona que ha dictado la cláusula o se ha valido del formulario del tercero: esta es la formulación básica y tradicional de la regla denominada interpretatio contra proferentem. A esta se ha sumado en época reciente una nueva formulación mucho más contundente: las ambigüedades deben ser resueltas a favor del consumidor (Rodríguez Olmos, 2012, p. 257).

La regla de interpretación contra proferentem también es una tradición conocida en el derecho inglés. El juez británico lo usó principalmente para resolver disputas donde las cláusulas limitativas o excluyentes de responsabilidad estuvieran involucradas. Algunos autores evocan la regla no en la parte relacionada con la interpretación de los contratos, sino en la de la exoneración y exclusión de responsabilidad. Se le da cierta importancia a esto doctrina en el Common Law, calificada como “principio no solo legal, sino también de justicia”, de tal suerte que se puede invocar “para limitar el poder de dominación de aquel contratante que esté en la capacidad de negociar según sus propios términos los que tendrá ser tomados o no por la otra parte” (Suire, 2017, p. 85).

De acuerdo con una doctrina nacional, en el fenómeno de la contratación en masa ya no cabe indagar por una “común intención” de las partes: hacerlo sería “ciencia ficción”. Aquí nos encontramos en un escenario donde no hubo negociación entre las partes, sino la adhesión de una al programa contractual diseñado por la otra: por consiguiente, la labor interpretativa (que no debe sustraerse de los criterios analizados anteriormente: buena fe, sistemático, teleológico, ni a otros que considere pertinente el juez o arbitro) tendrá que basarse en el principio que cualquier ambigüedad deberá interpretarse en beneficio del adherente. Ello se justifica plenamente si tenemos en cuenta que el predisponente, al beneficiarse con este tipo de contratación, tendrá que asumir los costos, por haber creado (ya que el redactó el contrato) dicha situación (Espinoza Espinoza, 2008, pp. 247-248).

Por tanto, el método de interpretación contra proferentem es aquel, presente tanto en el civil law como en el common law, que tiene como objetivo tutelar a aquella parte que no redactó las cláusulas de un contrato por adhesión o con arreglo a cláusulas generales de contratación, sino que simple y llanamente las aceptó en bloque, mediante una presunción consistente en que las de dudas o ambigüedades producto de la redacción del predisponente se interpreten en favor del adherente. Asimismo, este criterio interpretativo no debe descartar otros tales como la buena, fe, el sistemático, teleológico, etc.

Para la aplicación de esta regla hay que tomar en cuenta tres requisitos: en primer lugar, que la cláusula sea dudosa, ambigua u oscura; en segundo lugar, que la oscuridad, ambigüedad o duda sean imputables al predisponente; y, por último, que tanto la oscuridad como la ambigüedad o duda no se hayan podido resolver utilizando las clásicas reglas subjetivas de interpretación del contrato (Leyva Saavedra, 2009, p. 471).

7.- Conclusiones

La interpretación es una institución esencial ya que pertenece a la teoría general del derecho, área del saber jurídico que no debe escapar a ningún operador jurídico: llámese juez, abogado, árbitro y estudiante. Sin embargo su importancia y trascendencia es tal que desborda las fronteras jurídicas y llega a las orillas de la vida cotidiana pues queramos o no, todos vivimos interpretando. Por ejemplo, lo que dicen las personas a nuestro alrededor (declaraciones), lo que escriben las personas a nuestro alrededor (los textos), las conductas de las personas que nos rodean (comportamientos). Vivimos constantemente interpretando los textos, las declaraciones y los comportamiento de nuestros congéneres con el objetivo (advertido o no) de descubrir que es lo que nos quieren comunicar , o sea queremos descubrir que intención encierran.

La interpretación objetiva es aquella actividad hermenéutica dirigida a desentrañar la común intención de las partes que celebraron el contrato, lo cual involucra no sólo lo manifestado o declarado (texto) sino también aquellos comportamientos previos y posteriores (extratextual) al acto negocial. Presumiéndose iuris tantum que lo declarado es lo realmente querido.

La interpretación sistemática es aquel método hermenéutico que entiende al contrato no como una suma de cláusulas sino como un conjunto orgánico lo cual involucra que al momento de interpretarse un contrato no deba buscarse desentrañar la intención negocial de las partes por medio de una sola cláusula soslayándose las demás, pues ello traería inexactitudes respecto de lo que verdaderamente han querido las partes en el contrato, sino que deben contrastarse las unas por medio de las otras a fin de evitar y/o eliminar las posibles ambigüedades que provocaría justamente el interpretárselas de manera independientemente.

El criterio sistemático solo tiene lugar luego de haberse buscado la “común intención de las partes” y observado la “buena fe”.

El criterio sistemático rige también en caso se trate de interpretar dos o más actos jurídicos vinculados entre sí.

La interpretación finalista es aquel método hermenéutico, que se aplica luego de haber utilizado los previos (común intención de las partes, buena fe y sistemático) y que tiene como objetivo, primero, aclarar las dudas o ambigüedades que aún persistan y luego encaminar el propósito práctico de las partes a la celebración del tipo negocial que tuvieron en mente celebrar.

La buena fe es una sola, en consecuencia, tanto su aspecto subjetivo (creencia) como su aspecto objetivo (comportamiento) deberán concurrir copulativamente para que se pueda alegar, valga la redundancia, la buena fe y, de ese modo, el ordenamiento jurídico pueda tutelar el derecho del tercero.

El estado de ignorancia del tercero solo será legítimo (buena fe subjetiva) en la medida en que el comportamiento que lo acompañe sea el correcto (buena fe objetiva) lo cual involucra, en primer lugar, que tercero actué con diligencia, ósea que haya practicado todos los actos necesarios tendientes a buscar la información relevante acerca de la situación jurídica que lo afecta (por ejemplos ir a registros públicos y verificar que el inmueble que pretende adquirir no cuente con cargas y gravámenes) acto seguido, en ese momento, su estado de ignorancia podrá considerarse legítimo configurándose así finalmente la buena fe.

En nuestro código civil, a lo largo de varios de sus libros, se hace mención a la buena fe por lo que se puede inferir que la intención del legislador haya sido que la buena sea elevada a la categoría de principio orientador que los sujetos de derechos deban seguir en las relaciones jurídicas que establezcan los unos con los otros.

En la negociación, celebración y ejecución de los contratos les será exigible a las partes tanto la buena fe subjetiva como la objetiva pues ambas son indesligables la una de la otra.

El método de interpretación contra proferentem es aquel, presente tanto en el civil law como en el common law, que tiene como objetivo tutelar a aquella parte que no redactó las cláusulas de un contrato por adhesión o con arreglo a cláusulas generales de contratación, sino que simple y llanamente las aceptó en bloque, mediante una presunción consistente en que las de dudas o ambigüedades producto de la redacción del predisponente se interpreten en favor del adherente.

La interpretación contra proferentem, no debe descartar otros criterios tales como la buena, fe, el sistemático, teleológico, etc.

La interpretación contra proferentem, siguiendo a Leyva Saavedra, presenta tres requisitos: 1. que la cláusula sea dudosa, ambigua u oscura; 2. que la oscuridad, ambigüedad o duda sean imputables al predisponente; 3. que tanto la oscuridad como la ambigüedad o duda no se hayan podido resolver utilizando otros criterios de interpretación.

8.- Bibliografía

BARBERO, Doménico (1967). Sistema del Derecho Privado, Introducción, Parte Preliminar-Parte General. Tomo I, Buenos Aires: Ediciones Jurídicas Europa-América.

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[1] “En las obligaciones se deberá buscar cuál ha sido la intención común de las partes contratantes, más que atenerse al sentido literal de los términos”.

[2] Artículo 2014. Principio de buena fe pública registral. El tercero que de buena fe adquiere a título oneroso algún derecho de persona que en el registro aparece con facultades para otorgarlo, mantiene su adquisición una vez inscrito su derecho, aunque después se anule, rescinda, cancele o resuelva el del otorgante por virtud de causas que no consten en los asientos registrales y los títulos archivados que lo sustentan.

La buena fe del tercero se presume mientras no se pruebe que conocía la inexactitud del registro.

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