Frente a las cámaras, el doctor Juan Carlos del Águila es un personaje histriónico e imparable. Con el terno impecable, juega con una audiencia engatusada mientras explica los dilemas del derecho de familia.
Lo que muchos no saben es que si bien él ama a su público, su corazón le pertenece a una abogada llamada Sandy, a la que conoció en las aulas de San Marcos en el lejano 2004. Un amor universitario convertido en un matrimonio estable y de largo aliento.
Ella es —según el protagonista de esta historia— una mujer que representa la columna a la que se apoya cuando los días son pesados y a la que abraza cuando la crudeza del mundo lo agobia.
Todavía cree en el amor
Juan Carlos enfrenta a diario casos ligados a la infidelidad y el engaño en todas sus formas. Como un espectador, sería fácil suponer que uno se vuelve un escéptico de las bondades del amor al exponerse a tanta toxicidad, pero el legista es un creyente hecho y derecho. Cree en el amor con la misma firmeza con la que eleva sus oraciones.
Él ve a su trabajo como a una película de terror que le enseña lo que no debe hacer, pero que no le impide amar. Analiza lo que otros han hecho mal para no repetir esos pasos y vive cada consulta como un aprendizaje personal.
Y es esta creencia la que lo lleva a buscar una salida positiva a cada situación que enfrenta. Ha abrazado a hombres y mujeres devastados que creen que el divorcio es la solución definitiva, pero el abogado los ha invitado a amar nuevamente. A pensar las cosas dos veces, a encontrar un punto medio.
Esta prudencia que presume es otro de los regalos de la gran Sandy, aunque su principal aporte a la magia que hoy comparten ha sido el don de la comunicación que los lleva a solucionar cualquier problema.
El arte de conversar
En la casa de estos abogados es una regla fundamental no ir enfadados a dormir. El origen del problema debe ser descifrado y no hay espacio para el prejuicio de que un hombre debe ser serio y mantener la compostura. Juan Carlos manifiesta todo malestar e inseguridad que se haga presente por su cabeza y sabe que su esposa hará lo mismo cuando sea el momento.
No repite los errores de sus amigos y clientes que, por no confiar en su pareja, buscan solución a sus problemas en personas poco sensatas o que han fracasado en el amor. Tiene un círculo de confianza compuesto por matrimonios duraderos que, con la experiencia de la equivocación, saben qué hacer cuando la marea se pone violenta.
Los maestros a los que recurre Juan Carlos no se guían por la locura irresponsable de decirle que la mejor respuesta a una discusión es “irse por su lado” o “salir a divertirse”. Los sabios lo invitan a tomarse un respiro y conversar, porque la cabeza caliente no es una brújula confiable.
Luego de todo lo dicho, el conductor de “Miércoles de familia” reconoce que solo perduran las discusiones mundanas sobre la toalla sucia o la tapa del baño. Los disturbios del ayer se quedan en el pasado, salvo que aparezcan en una broma ocasional que no busca “sacar al fresco” un inconveniente. El letrado solo busca hacer reír a esa abogada empresarial que es la jueza y testigo de toda su superación.
El mensaje final
Juan Carlos del Águila mira a la grabadora de voz y me confiesa que todo lo romántico que pueda decirle a su amada, ya se lo ha dicho. Sin embargo, hace una pausa y evoca un pensamiento que tal vez no es inédito, pero sí es especial.
“No hay nada oculto bajo el sol entre nosotros y ella ya sabe que esta nota iba a salir, así que esto no es una sorpresa. No sé si vaya a leerlo, pero le diría que la amo mucho porque valoro su presencia desde que la conocí. Soy un Juan Carlos diferente porque me ha potenciado en lo espiritual, material y personal. Me da gusto hacer lo mismo dentro de lo poco o mucho que pueda…“.