Sumario: 1. Contexto político peruano previo a la dialéctica conservadurismo – liberalismo, 2. Pensamiento conservador, 3. Pensamiento liberal, 4. ¿Qué era lo más adecuado en los inicios de nuestra república?
Hay en las naciones como en los hombres un periodo de juventud, o si se quiere, de madurez, que es preciso esperar antes de someterlas a la ley; pero este periodo de madurez en un pueblo, no es siempre fácil de reconocer, y si se le anticipa, la labor es inútil. Pueblos hay que son susceptibles al nacer, otros que no lo son al cabo de diez siglos.
Jean-Jacques Rousseau
El contrato social
(Libro II, cap. VIII: Del pueblo)
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1. Contexto político peruano previo a la dialéctica conservadurismo-liberalismo
La historia republicana del Perú está marcada por sucesos muy accidentados en todas sus vertientes, sea en lo militar, en lo económico, en lo social y –con mayor preponderancia– en lo político. Cuando se logró la emancipación de la corona española, en primer término tras la proclamación de la independencia por el libertador argentino don José de San Martín el 28 de julio de 1821, y posteriormente de manera definitiva, y ya bajo el mando dictatorial de Simón Bolívar, con la firma de la Capitulación de Ayacucho tras la batalla realizada entre las milicias realistas e independentistas el 09 de diciembre de 1924, sucedieron periodos iniciales en los que se debatió severamente sobre la forma de gobierno que el Perú emancipado había de adoptar para forjar una nación instituida con sus propios poderes públicos.
Así, para las bases constitucionales de lo que sería nuestra primera Carta Fundamental (1823) surgió una primera dialéctica intelectual entre monarquistas y republicanos, siendo estos últimos los triunfadores debido a la presencia de José Faustino Sánchez Carrión, ilusionado por la utopía de un Perú liberal, para hacer frente a las posturas muy sólidas de Bernardo de Monteagudo, quien abogada por el proyecto monarquista planteado por San Martín; es decir, un Perú en el que las ideologías sustentadoras de la corriente revolucionaria francesa tenga su digna repercusión, fue lo que motivó sobremanera a los aristócratas que lograron la implantación del republicanismo.
Sin embargo, tales aspiraciones republicanas –ciertamente altruistas– no dieron los frutos esperados en la realidad nacional, puesto que en lo sucesivo el Perú tuvo que padecer de inestabilidad política propiciada por el fenómeno del caudillismo entre los años 1823 y 1844[1], lo que germinó en un sector social una ideología reaccionaria a la anarquía que se vivía en tales periodos. En este contexto nace el conservadurismo en el Perú, encabezada por el prominente sacerdote Bartolomé Herrera, de notable intelecto y rigurosa educación, para postular un conjunto de principios que, si bien no se oponían radicalmente a la ruptura del colonialismo español, sí buscaba derribar los postulados liberales que sirvieron de sustrato para la Constitución primeriza.
Pero como es propio del decurso de los acontecimientos históricos, a dicha tesis había de encarársele –a manera de antítesis– el liberalismo, cuyos exponentes fueron los hermanos José y Pedro Gálvez, quienes con gran denuedo estuvieron a la altura de su oponente ideológico encarnado en Herrera. La implementación de sus políticas liberales lograron ser materializadas en la Constitución de 1856 gracias al apoyo del mariscal Ramón Castilla, tras haber derrocado al general Echenique a fin de llegar al poder[2]. Ahora bien, el propósito de este brevísimo ensayo no es el de esbozar un desarrollo histórico del Perú decimonónico, sino el de precisar ambos postulados ideológicos para posteriormente ensayar una postura personal al respecto.
2. Pensamiento conservador
El conservadurismo del Perú decimonónico tiene nombre propio, y es el de Bartolomé Herrera, quien a través de su filosofía jurídica y política llevó a esta corriente ideológica en el Perú a su máxima expresión. Su rigurosa reforma en la enseñanza impartida en el Real Convictorio de San Carlos hizo que los estudiantes de esta escuela se enfrascaran en un debate muy arduo contra sus pares del colegio Guadalupe, que en sus aulas impartían doctrina los hermanos Pedro y José Gálvez, paradójicamente ex alumnos del religioso conservador.[3] Como era de esperarse, este debate ideológico se replicó el Congreso Constituyente que sustituyó la Constitución liberal de 1856.
El postulado más resaltante de Herrera fue el de la soberanía de la inteligencia propuesta como una filosofía predicadora de una aristocracia intelectual que había de gobernar la sociedad, supeditada únicamente al jus naturalismo, es decir, a las leyes divinas, a las normas dictadas por Dios. Si bien, la soberanía –decía– es el principio genético de las naciones, su existencia no se debía sino al carácter social del hombre; «de ahí que el Dios verdadero y omnipotente, delegue parte de su soberanía a un hombre falible e impotente, no para exaltarlo caprichosamente, sino para asegurar la existencia del dominio social»[4].
Herrera, por tanto, se contraponía al republicanismo desde sus bases, puesto que en su entendimiento la soberanía no emanada de la voluntad popular, sino de la ley natural, o lo que es lo mismo, de Dios, quien segregaba a los hombres entre aquellos nacidos para mandar y aquellos nacidos para obedecer[5]; siendo los primeros aquellos cultivados de inteligencia excepcional.
No obstante, este pensamiento no era algo nuevo en la historia de la filosofía, aunque sí en el contexto sociopolítico peruano en el que pretendía aplicarse; ya Aristóteles lo había desarrollado en otra época para justificar la esclavitud como un derecho natura. Así, este célebre filósofo ateniense expresó que «mandar y obedecer no sólo son cosas necesarias, sino también convenientes, y ya desde el nacimiento algunos están destinados a obedecer y otro a mandar»; la naturaleza, por tanto, disgregaba de la colectividad de los hombres aquellos capaces para regir su cuerpo por medio del alma y dominar su apetito mediante la inteligencia, por lo que el resto «son esclavos por naturaleza, para los cuales es mejor estar sometidos a esta clase de mando».[6]
Hace de la soberanía, pues, una predica al intelecto, y de la sociedad un cuerpo que debía respetar el principio de autoridad representada en el soberano, quien tenía la potestad de «mandar al pueblo según la obediencia de Dios», mientras que el resto se sujetaban a la obediencia irrestricta de sus mandatos. Ahora bien, esto de ningún modo era una apología a la monarquía, sino que era el pueblo quien debía prestar su consentimiento en la designación del hombre con derecho a la soberanía; así, «a través de la aristarquia el pueblo aparta el velo de la incertidumbre y aparece nítida la mano de Dios que señala a su delegado en la Nación».[7] Por tanto, Herrera propugnaba por la desigualdad natural entre los hombres, de modo que la reticencia a ella suponía inexorablemente a la anarquía social.
Sobre la base de esta filosofía, Bartolomé Herrera, en su calidad de diputado en el Congreso Constituyente que dio origen a la Constitución de 1860, se opone férreamente a la anarquía, a la demagogia y al libertinaje político y social que –para su entendimiento– el liberalismo había desencadenado. Va a proponer, entonces, la restauración del fuero eclesiástico, la supresión del voto de los analfabetos, la tributación indígena y la refundación del Estado peruano sobre la base de una élite ilustrada, ya que «la república se había extraviado al buscar su esencia en el indígena sin enrumbarse hacia la misión civilizatoria»[8], lo que había provocado el fracaso republicano.
3. Pensamiento liberal
Con la llegada al poder de Ramón Castilla de la mano del movimiento liberal radical, triunfante en la batalla de La Palma, se convocó a elecciones para la Convención Nacional; siendo entre sus más destacados diputados: Pedro y José Gálvez Egúsquiza, Manuel Toribio Ureta, Juan Galberto Valdivia, Ignacio Escudero, entre otros. Los principales acuerdos que se tomaron fueron la elección de Castilla como presidente provisional; la derogación de la Constitución de 1839 (conservadora), aprobada por un Congreso General reunido en la ciudad de Huancayo, y la designación de la Comisión de Constitución que diera nacimiento a la Carta Fundamental de 1856, cuyo principal artífice fue José Gálvez, quien se convertiría en héroe del Combate del 02 de mayo de 1866.[9]
Las características de esta Constitución, de corta duración pero de gran impacto político e ideológico, que la definieron como un producto del liberalismo –radical para el contexto conservador que imperaba en ese tiempo– fueron:
i) la proscripción del gobierno de la facultad de suprimir las garantías individuales;
ii) el recorte del mandato presidencial a cuatro años;
iii) la abolición in totum de la pena de muerte, propugnada por José Gálvez;
iv) la intervención del Congreso en los nombramientos militares;
v) el sufragio directo para todos los peruanos que supieran leer y escribir; y
vi) la incompatibilidad de los obispos, arzobispos y eclesiásticos para ejercer cargo de representante en el Poder Legislativo, esto es, el fuero eclesiástico.[10]
Sin embargo, mantuvo incólume al catolicismo, por cuanto en su artículo 4 establecía que:
La Nación profesa la religión católica, apostólica, romana: el Estado la protege por todos los medios conforme al espíritu del evangelio y no permite el ejercicio público de otra alguna.
La razón de esto no fue porque los diputados liberales de la Comisión de Constitución de 1856 comulgaran con la exclusividad del catolicismo como religión del Estado peruano, sino que ello respondió a la conveniencia política del presidente Castilla, quien buscaba el respaldo de la fuerza conservadora, a fin de afianzar su gobierno.
Un punto resaltante de esta Constitución liberal, siguiendo a Luis Villarán citado por Ramos Núñez, fue en el orden político lo siguiente:
(…) la supresión de la propiedad de los empleos, y señaló como únicas condiciones para ejercer la ciudadanía, ser mayor de veintiún años o casado, y para el sufragio, alguno de estos requisitos; saber leer y escribir, o ser jefe de taller, o tener alguna raíz, o haberse retirado, conforme a ley, después de servir el ejército o armada. La del 39 [conservadora], exigía acumulativamente para ejercer la ciudadanía, ser casado o mayor de veintiún años, saber leer y escribir y pagar alguna contribución.[11]
Ahora bien, esta corriente liberal no podía asemejarse con aquella que motivó a la dación de la Norma Suprema fundacional de 1823, pues ella fue «expresión de un idealismo dubitativo, en tanto la última [la de 1856] fue exteriorización de un radicalismo militante. El idealismo de Sánchez Carrión fue ecuánime, el discurso de Gálvez fue vehemente. En el primero hay búsqueda, en el segundo certeza alimentada por un tiempo de afirmación ideológica»[12]. Es decir, un liberalismo convencido de sus ideales, aunque desapegadas de la realidad que acontecía en los años iniciales del Perú emancipado.
La propuesta ideológica de este liberalismo que lo contrapuso radicalmente al conservadurismo de Bartolomé Herrera, fue el principio de soberanía popular para explicar el origen del poder político. Si el religioso conservador defendía la tesis de la soberanía de la inteligencia, por la cual las personas adquieren sus derechos políticos mediante el desarrollo de la razón y del intelecto, por lo que nadie es soberano mas que aquel seleccionado por la ley divina; los liberales dirigidos por José y Pedro Gálvez, en cambio, defendieron la tesis contraria, esta es aquella que titularizaba al pueblo como fuente y génesis del poder, para luego delegarlas consensualmente a sus gobernadores.
Por tanto, la legitimidad del poder para los liberales provenía no de Dios, sino del consenso de la población como único soberano y decisor de lo que consideraba conveniente al bienestar de todos. Es más que evidente que esta corriente de la filosofía política tiene sus orígenes en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, quien en su famoso Contrato Social sentó las bases de esta doctrina de la igualdad y libertad del ser humano para constituirse como cuerpo político, «puesto que ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan solo las convenciones como base de toda autoridad legítima sobre los hombres»[13], siendo esto a lo que llamará el pacto social.
Vemos, por consiguiente, que el liberalismo se opone al conservadurismo en dos puntos medulares:
i) la inexistencia de una jerarquía natural entre los seres humanos (o como segregaba Herrera, los que naturalmente nacían para mandar y los que nacían para ser gobernados); y,
ii) la legitimidad de la autoridad recaía en el pueblo (en contraposición a la ley divina proclamada por Herrera como legitimador del soberano).
Sin embargo, si bien, hay un símil teórico entre el liberalismo del Perú decimonónico y aquel que sirvió de motor ideológico para la Revolución Francesa de 1789, no cabe asimilar ambos contextos sociales en el que se intentaron gestar esta ideología: en el caso peruano, un conservadurismo imperante. En Europa, la ciudadanía fue
un sentimiento unificante de las diversas clases sociales; mientras que en el Perú se intentaba sobreponer a un conjunto de estamentos fragmentados una visión de país más allá de sus intereses corporativos. Los religiosos y los propietarios se sintieron afectados por estos románticos reformadores sociales[14].
El liberalismo, por tanto, no consideró la necesaria progresividad de sus ideales.
Así, erradamente, el liberalismo del Perú decimonónico intentó aperturar en el Congreso Constituyente que aprobó la Constitución de 1860, la libertad de culto, es decir, el laicismo, que pregonaba la apertura de todas las confesiones; lo cual fue un desacierto en un país muy arraigado aún a la iglesia católica y su fuerte influencia en los asuntos políticos. Esta subrepticia implantación del liberalismo de la Revolución Francesa, es decir, en la voluntad popular, en el sufragio universal, en la expropiación del poder político de las elites aristocráticas religiosas, monárquicas, terratenientes y de la nobleza, causaron una reacción en aquellos que miraban con recelo la relativización del principio de autoridad y la supresión de las prerrogativas que gozaba la figura del Jefe de Gobierno.
El liberalismo, por excesiva, sucumbió ante el conservadurismo de la misma manera en que se dio la Constitución de 1856, es decir, sancionada por el mariscal Ramón Castilla, «un hombre de armas sin ataduras ideológicas firmes»[15], debido a la falta de sosiego y de aliados, convocó a un Congreso Constituyente en 1858, a efectos de reformar la precedente, sancionado así la Constitución de 1860, de característica transaccional, por cuanto su contenido reflejaba la conciliación entre conservadoras y liberales. Aunque los conservadores lograron el restablecimiento de la pena capital.
Fue de esta forma en que se produjo el legicidio –por radical– de la Constitución liberal de 1856, No obstante, resulta paradójico que los estandartes de aquel liberalismo peruano, estos son la soberanía popular, la reivindicación del indigenismo y la desconcentración del poder a gobiernos e intendencias municipales, son la base de lo que contemporáneamente conforman las políticas públicas de nuestro Estado.
4. ¿Qué era lo más adecuado en los inicios de nuestra república?
No resulta sencillo poder hacer una labor de síntesis sobre este periodo de nuestra historia debido al gran escrutinio que es menester para la formación de un entendimiento claro sobre ambas ideologías que mantuvieron en vilo al pueblo peruano de la mitad del siglo XIX; sin embargo, sobre la base de lo hasta ahora expuesto ensayaré una postura propia, la cual se inclina por el conservadurismo, en tanto el liberalismo peruano –a mi consideración– pecó de ilusorio, prematuro y extemporáneo.
Pero antes de ello me es menester expresar que, aunque el estudio de la historia no tiene como objetivo la especulación respecto del cómo hubiera sido si determinado hecho o acción se hubiera ejecutado en la forma contrapuesta a la que realmente sucedieron; sin embargo, resistirse a ello parece imposible por más conscientes que seamos de su infructuosidad. Así, es congénito del ser humano dar un vistazo al pasado, no solo para prever errores futuros, sino que, ante alguna crisis actual o ante alguna promesa incumplida, nos interrogamos por lo que no fue, pero que pudo ser si se hubiera actuado con mayor reflexividad. Dicho esto pasaré a fundamentar mi posición apoyada paradójicamente en el propio pensamiento rousseauniano.
Con acierto se pregona que todo cimiento de las bases sobre lo que se pretende construir un Estado, ha de forjarse a través de la historia, de las prácticas políticas propias y, sobre todo, por el decurso progresivo de la evolución del género humano y, con ello, de la sociedad en que lo alberga. Sin embargo, el afán de progreso, el ímpetu desmesurado en la equiparación del nivel de desarrollo nacional a la par de otras sociedades, nubla la razón y produce un desapego de la realidad, que es justamente el campo sobre el cual las instituciones jurídicas y políticas han de tener funcionalidad.
Y es en esta búsqueda incesante de desarrollo que los pensadores liberales del Perú decimonónico fueron seducidos por ideologías y principios que bien pudieron operar eficazmente en otros cuerpos sociales, pero que ello no garantizó su réplica en nuestro contexto sociopolítico totalmente disociado del fervor revolucionario europeo. Esto fue lo que ocurrió con los inicios de la republica peruana, la implantación subrepticia de una teoría política que enterraban sus raíces en el periodo de la ilustración, en la exaltación y uso de la razón humana para controvertir el status quo construido sobre la inequidad de las clases sociales, la pobreza del pueblo francés y la concentración del poder en una monarquía absolutista despilfarradora, suntuosa y privilegiada.
El pensamiento ilustrado de Rousseau había copado la burguesía francesa, que ante la pronunciada inequidad entre los estratos sociales de dicha Nación, no vieron mayor remedio que la revolución y refundación de sus bases políticas, de modo que ello permitiera pasar al siguiente escalafón en el decurso de su historia. No bastaba, por tanto, una simple reforma, ya que la inoperancia de las instituciones imperantes en el Antiguo Régimen, eran por demás escandalosas e inhumanas.
Resulta así evidente que esta gesta no se dio por azar, ni mucho menos por el capricho de un sector de la sociedad francesa, sino que ello fue labrándose desde el siglo precedente, esto es, en el «Siglo de las Luces de la Ilustración», cuya filiación doctrinal funda sus principios en las corrientes empiristas y racionalistas del siglo XVII, encabezados por René Descartes, John Locke, Francis Bacon, Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, entre otros; siendo Voltaire quien asentó esta doctrina en Francia. Sin embargo, es el pensamiento rousseauniano el premonitorio a la Revolución Francesa de 1789, germinada en una época de decadencia del Absolutismo del autodenominado «Rey Sol», Luis XIV (1643-1715), «pues la miseria y el hambre es un estado de cosas que es imposible cambiar mientras haya que gastar dinero en soldados y armamento»; sumándose a ello «la fastuosidad de la corte de Versalles y de un Estado que se reduce al monarca y a sus familiares, a la nobleza, a la burguesía acomodada»[16]. Todo ello fecundó la Revolución.
Este mismo sentimiento revolucionario no tuvo presencia en ningún momento del Perú republicano; es más, no existió un consenso en cuanto a la emancipación se refiere[17], ya que cierta clase social del Perú colonial gozaba de privilegios que sofocaban toda influencia independentista. Por poner un caso, el ilustre historiador Jorge Basadre nos comenta que en la Lima pre republicana no se sintió el ardoroso entusiasmo emancipador; prueba de esto –nos dice– son los documentos que obraban en la Correspondencia del General San Martín, pues en él se encontró un informe del 18 de diciembre de 1817, enviado por el teniente coronel argentino José Bernaldes Polledo, refugiado en Lima tras escapar de la prisión del Callao. En este documento relata lo siguiente:
No pondero: si nuestro ejército estuviera a seis leguas de distancia de esta capital y el visir hiciera una corrida de toros, los limeños fueran a ella contentos sin pensar en el riesgo que les amenazaba. Ocuparíamos la ciudad y los limeños no interrumpirían el curso de sus placeres.[18] (Itálicas agregadas)
Más contundente fue –nos relata Basadre– uno de los corresponsales capitolinos, quien bajo el seudónimo «Aristipo Emero», en una correspondencia dirigida al libertador argentino fechada aproximadamente en el año 1820, expresara sin tapujos sobre la sociedad limeña en todos sus estratos que:
Los de la clase alta, aunque deseen la Independencia, no darán sin embargo ni un peso para lograrla o secundarla; pues como tienen a sus padres empleados o son mayorazgos o hacendados, etc., no se afanan mucho por mudar de existencia política, respecto a que viven con desahogo bajo el actual gobierno. Los de la clase media, que son muchos, no harán tampoco nada activamente hasta que no vengan los libertadores y les pongan las armas en la mano; su patriotismo solo sirve para regar noticias, copiar papeles de los independientes, formar proclamas, etc., levantar muchas mentiras que incomodan al gobierno y nada más. Los de la clase baja que comprende este pueblo, para nada sirven ni son capaces de ninguna revolución. En una palabra: no hay que esperar ningún movimiento que favorezca los del ejército protector, pues en ella reina una indolencia, una miseria, una flojedad, una insustancialidad una falta absoluta de heroísmo, de virtudes republicanas tan general, que nadie resollará aunque vean subir al cadalso un centenar o dos de patriotas.[19] (Itálicas agregadas)
Siendo este el contexto en el que ocurrían los vaivenes políticos, era menester la concentración del poder no ya en una figura extranjera, sino en un estrato social caracterizado por la ostentación de prerrogativas suficientes para encaminar los inicios de la republica peruana, de modo que la sociedad, aún prematura para participar activamente en la vida política del país, se someta a sus decisiones, en teoría razonables y democráticas. El liberalismo del Perú decimonónico yerra cuando pretende otorgar semejante poder en una población que ni tuvo la rebeldía uniforme y consensuada para romper con el yugo español, ni tuvo la sagacidad para diseñar su propio ordenamiento jurídico independiente no solo en la forma, sino principalmente en el sustrato teórico.
Podría añadirse a lo que precede, que el propio Rousseau estableció como presupuesto inexorable al pacto social la constitución del pueblo como tal. En síntesis expresó que:
Antes de examinar el acto por el cual el pueblo elige a un rey, sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se constituye en tal, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.[20] (Itálicas agregadas)
No podemos, por consiguiente, hablar de sociedad o cuerpo político si la población no se ha constituido previamente como unidad y sus miembros gozan el estatus de civitas, es decir, de ciudadanía en su significado etimológico[21]; pues dichos habitantes, de lo contrario, solo conformarían un conglomerado, una agrupación que habita dentro de los linderos de un territorio. Sin embargo, para perjuicio del progreso político de los pueblos, tales términos han perdido distinción en la retórica contemporánea, siendo empleados indistintamente para argumentar tal o cual teoría política.
Bajo esta óptica, el nacimiento de la república como forma de Estado, lejos de agotarse en su reconocimiento formal en la Constitución de un pueblo, estará dada por la entrega y el sometimiento entero de cada individuo a la voluntad general por medio de la cesión de su persona a la colectividad, que ha de forjar la identidad nacional y el cuerpo político, de modo que aún después de ello «permanezca tan libre como antes.»[22] Una vez constituido el pueblo como Nación y cuerpo político, antes que como una determinada forma de Estado, habría que reflexionar sobre las condiciones dadas; por ello es contundente Rousseau mediante esta metáfora:
Así como antes de levantar un edificio el arquitecto observa y sondea el suelo para ver si puede sostener el peso, así el sabio institutor no propicia por redactar leyes buenas en sí mismas, sin antes examinar si el pueblo al cual las destina está en condiciones de soportarlas.[23] (Itálicas agregadas)
Pero para que dicho cuerpo político sea conducido por la ley, que es la expresión de su voluntad general, es menester una autoridad que emplee no ya la fuerza ni la persuasión, sino el esclarecimiento de lo conveniente para el bien común; y es en este punto donde nos dice Rousseau, después de haber elucubrado sobre la función extraordinaria del legislador, en tanto sus actos no son de magistratura ni de gobierno, que la religión y la política, aunque de objetos disímiles y, por ende, de necesaria disociación, «en el origen de las naciones, la una sirvió de instrumento a la otra.»[24]
Sobre la base de lo expuesto, me atrevo a decir que la propuesta conservadora de Bartolomé Herrera, consistente en la justificación de la soberanía por medio de la educación y del ius naturalismo (ley divina), del culto al intelecto, de la presencia de una autoridad y de una oligarquía aristocrática intelectual, se mostraba como un fundamento filosófico idóneo y necesario para secundar a profundidad la idea de Estado-Nación en la identidad –aún inacabada– del pueblo peruano, el cual careció sobremanera del espíritu revolucionario que en otras latitudes embargó a la burguesía francesa de fines del siglo XVII; siendo este estallido social, si no la cuna del liberalismo, sí su vehículo de irradiación universal. Dicho en otras palabras, era propicio que el Perú recién emancipado se conduzca bajo las riendas de una suerte de forma de Estado de Transición para la consolidación progresiva de la república y la disciplina del pueblo, labrándose así la solidez del vínculo social.
Por lo demás, resulta desconcertante que las bases del conservadurismo propugnado férreamente por Herrera, es a lo que ahora llamamos meritocracia en el acceso al sector público, pues la sola condición de ser humano no es suficiente, ni mucho menos determinante, para ser investido de legitimidad democrática, sino que, aunado a ello, la capacidad intelectual y moral se reclaman popularmente sin admitir excepciones. Exigimos –tal vez sin advertirlo– un gobierno de los más capaces para seguir forjando nuestra república aún inconclusa.
[1] Telefónica fundación. «Educared. Educación e innovación para el S. XXI». En Telefónica fundación[En línea]: aquí. (Consultado el 27 de diciembre del 2020).
[2] CARPIO MARCOS, Edgar y PAZO PINEDA, Oscar Andrés. «Evolución del constitucionalismo peruano». En VOX JURIS (31) 1, 2016, p. 37.
[3] ANTONIO EGUIGUREN, Luis Antonio. La Universidad Nacional Mayor de San Marcos. IV Centenario de la fundación de la Universidad Real y Pontificia y de su vigorosa continuidad histórica. Lima: Archivo histórico UNMS, 1951, p. 199.
[4] ÁLVAREZ-CALDERÓN AYULO, Carlos Ernesto. «Bartolomé Herrera y la soberanía de la inteligencia». Derecho PUCP, nº 7 (diciembre), 1947, p. 36. Consulta aquí.
[5] Ibid., 37
[6] ARISTÒTELES. Política. Madrid: Gredos, trad., y notas de Manuel García Valdés, 2011, pp. 255-256.
[7] Idem.
[8] GONZALES ALVARADO, Osmar. Los intelectuales en el Perú: 200 años de vida republicana. El debate intelectual en la formación del Estado peruano: 1830-1879. Lima: Repositorio de la Universidad Ricardo Palma, 2018, p. 28. Disponible aquí.
[9] CHAMANÈ ORBE, Raúl. Tratado de derecho constitucional. Lima: Instituto Pacífico, 2019, p. 525.
[10] Ibid., p. 526-527.
[11] RAMOS NÚÑEZ, Carlos. La letra de la ley. Historia de las constituciones del Perú. Lima: Centro de Estudios Constitucionales del Tribunal Constitucional del Perú, primera edición, 2018, p. 65.
[12] CHAMANÉ ORBE, Raúl. Op., cit., p. 534. Itálicas agregadas.
[13] ROUSSEAU, Jean-Jacques. El contrato social. Barcelona: Brontes, trad., de Jorge Carrier Vélez, 2009, pp. 30-31. Itálicas agregadas.
[14] Idem. Itálicas agregadas.
[15] RAMOS NÚÑEZ, Carlos. Op., cit., p. 61.
[16] Así lo reseña Francesc L.l. Cardona en un estudio preliminar de la principal obra de Rousseau. ROUSSEAU, Jean-Jacques. Op., cit., pp. 16-17.
[17] Para mayor abundamiento, véase: Observador Nacionalista. «Perú nunca se quiso independizar de España». En Observador Nacionalista[En línea]: Disponuble aquí. (Consultado el 27 de diciembre del 2020).
[18] BASADRE GROHMANN, Jorge Alfredo. La iniciación de la República. Contribución al estudio de la evolución política y social del Perú. Tomo primero. Lima: Fondo editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, primera edición, 1929, p. 64.
[19] Ibid., p. 65.
[20] ROUSSEAU, Jean-Jacques. Op., cit., p. 35.
[21] Sobre la concepción histórica de la ciudadanía, Perez Luño nos ilustra explicando que «la propia raíz etimológica de la civilización se halla, precisamente, en la noción de civilidad, es decir, en la vida cívica en cuya atmósfera debe situarse el orto del pensamiento, de la reflexión y de la deliberación racional sobre el mundo y la sociedad». Para un estudio profundo sobre la semántica de la ciudadanía, véase: PÉREZ LUÑO, Antonio-Enrique. «Ciudadanía y definiciones». En Doxa núm. 25 (2002), p. 183. Disponible aquí.
[22] Ibid., p. 36.
[23] Ibid., p. 62-63.
[24] Idem. Itálicas agregadas.