Estamos equivocados si creemos que la Constitución es aquel documento al que el Congreso de la transición democrática encabezada por don Valentín Paniagua le quitó la firma que la habilitaba formalmente, en un intento por lograr su legitimación social. La autoridad de quien aparecía firmándola la hacía indigna y por eso el Tribunal Constitucional, en una memorable sentencia, sostuvo que aquella firma extraída mediante la Ley N° 27600, resultaba “jurídicamente irrelevante, pues [dicha autoridad] no tenía, en diciembre de 1993, la condición formal de Presidente ‘Constitucional’ de la República” (Exp. 014-2002-AI/TC Fundamento 29).
La Constitución, así, se distanció de quienes la promulgaron y ha intentado durante todos estos años, desde la transición, regir como norma suprema de la sociedad y del Estado. En muchos casos, aquella Constitución, gracias a las reformas y a las interpretaciones del Tribunal Constitucional (TC), ha logrado recobrar el sentido de una auténtica norma suprema; es decir, aquella norma jurídica fundante capaz de unificar las expectativas y proyectos de una sociedad diversa que, no obstante, encuentra horizontes comunes básicos.
Pero las crisis políticas que hemos pasado en los últimos años nos recuerdan sus serias aporías y sus desencuentros con las expectativas sociales. La Constitución sin firma se muestra en estos contextos, sin espíritu, sin alma, sin horizonte. Como nos ha advertido el propio TC, la Constitución sin firma fue no solo consecuencia “[d]el golpe de Estado del 5 de abril de 1992, sino además, de la corrupción generada por el uso arbitrario, hegemónico, pernicioso y corrupto del poder, y se constituyó en un agravio al sistema democrático, pues se aprobó deformándose la voluntad de los ciudadanos”.
Como para terminar de convencernos de zanjar con la Constitución a la que había arrancado aquella firma “jurídicamente irrelevante”, el TC también nos recordó que en las elecciones para el Congreso Constituyente del 18 de noviembre de 1992, los promotores de la Constitución sin firma, aquella que solo pudo concebirse gracias al uso arbitrario, “pernicioso y corrupto del poder”, solo alcanzaron el respaldo del 27.34 % del universo electoral. Durante el proceso de referéndum convocado para su aprobación, no debe olvidarse, además, la “[i]ntervención coercitiva de la cúpula militar, cogobernante, la falta de personeros en las mesas de votación, la adulteración de las actas electorales y la manipulación del sistema informático, hechos que fueron denunciados por los partidos de oposición y los medios de comunicación social”, por lo que el máximo Tribunal concluye que “[r]esulta bastante dudoso el resultado del referéndum del 31 de octubre de 1993 y, por lo tanto, cuestionable el origen de la Constitución de 1993” (Exp. 014-2002-AI/TC Fundamento 53).
La Constitución sin firma es pues precaria desde sus orígenes y conviene recordarle esto a las y los jóvenes que con firmesa y resolución la interpelaron en las protestas de la semana pasada. Su agonía prolongada solo tiene una posible explicación: el temor a la anarquía y al caos, a no encontrarnos como un colectivo con una esperanza y un proyecto de vida compartida, pese a nuestras diferencias.
Es, sin embargo, un temor infundado. Lo hemos podido probar, una vez más, en la semana de protestas. La Constitución de la protesta tiene sentido de unidad. Convoca a la clase media profesional que observa con imparcial conocimiento el riesgo de una clase política surgida del peor sistema de partidos políticos, incapaz de apreciar el bien común y temeraria para ponderar los valores democráticos. Convoca también al trabajador del campo, olvidado y agobiado por la crisis de la pandemia, a los comerciantes independientes, a los trabajadores sin derechos laborales y sin un sistema de seguridad pública que los proteja en medio de una pandemia que se ensaña con los más vulnerables.
La Constitución de la protesta es joven, y por ello tiene horizonte, pero es una Constitución que ha madurado en una larga experiencia de traiciones repetidas durante los últimos veinte años, luego de la caída del régimen de Fujimori y Montesinos.
La Constitución de la protesta está en efecto madura, contiene un conjunto de reivindicaciones claras en la lucha contra la corrupción, en el manejo del poder como bien público, en la reivindicación de derechos inalienables para los más vulnerables, en la defensa de los recursos naturales y de las comunidades originarias.
La Constitución de la protesta está lista para reemplazar a la Constitución sin firma que nos legó la más infame de las dictaduras que hemos sufrido los peruanos hacia finales del siglo XX. Librarnos de ella está en nosotros.
Es verdad que hay temor e incertidumbre sobre los riesgos y el vacío en el que podemos caer si queremos hacer visible la Constitución de la protesta. Pero si lo pensamos bien, en las plazas y las calles durante la última semana, hemos compartido el mismo espacio y hemos sido capaces de pronunciar un mismo mensaje de unidad reivindicando decencia, voluntad de democracia y respeto a la Constitución. Lo que nos falta es ser capaces de ponernos en un espacio abierto para seguir dialogando y proyectando nuestro mejor futuro. La Constitución de la protesta está esperándonos para ser redactada.
Lima, 17 de noviembre de 2020




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