En los días que se escriben esta líneas, nuestro país respira un debate político y académico a raíz de la reciente resolución de medidas provisionales (de fecha 08 de febrero de 2018) otorgada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a través de la cual se ordenó el archivo definitivo de las acusaciones constitucionales que se seguía en el Congreso de la República contra cuatro magistrados del Tribunal Constitucional del Perú (Eloy Espinosa-Saldaña, Marianella Ledesma, Carlos Ramos y Manuel Miranda). Esta decisión fue adoptada en el marco del artículo 6.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos a propósito de la supervisión de cumplimiento del punto resolutivo siete de la sentencia de fecha 16 de agosto de 2000 del caso Durand y Ugarte vs. Perú (El Frontón).
El debate coyuntural gira en torno a un pronunciamiento oficial –ausente de asidero jurídico–, emitido por el presidente del Congreso de la República del Perú, donde se comunicó que la junta de portavoces había acordado solicitar una aclaración a la Corte IDH, en atención al artículo 67 de la CIDH. Estos postulan la inaplicabilidad de las medidas provisionales dictadas por la Corte IDH en el Durand y Ugarte vs. Perú, por eventualmente colisionar con el artículo 93 de la Constitución que establece que los parlamentarios no están sujetos a mandato imperativo; en otros términos, plantean vía aclaración solicitar la anulación total de la medida provisional otorgada por la Corte IDH y, en consecuencia, continuar con el trámite regular de las acusaciones constitucionales contra los cuatro integrantes del Tribunal Constitucional del Perú.
El principal fundamento –asumiendo prima facie que existe algún fundamento en semejante despropósito– de esta radical postura, reposa en un eventual atentado contra la soberanía del Congreso de la República, que habría sido menoscabado con la decisión de la Corte IDH en el citado caso. Se ha alegado incluso que esta decisión colisiona con el artículo 93 de la Constitución, entre otros argumentos nimios y exiguos, que no ameritan ni revisten mayor análisis académico.
Sin duda alguna, estamos frente a una postura grave que representa un grotesco desconocimiento del Sistema Interamericana de Derechos Humanos que nos rige, además de una interpretación caprichosa, distorsionada y literal del artículo 93 de la Constitución peruana.
Si bien tienen razón los parlamentarios, al esbozar que nuestra Constitución reconoce en su que los congresistas de la República no están sujetos a mandato imperativo, esta garantía –como todo en un Estado Constitucional– no es absoluta y tampoco puede ser valorada de forma aislada, pues sus alcances y su correcta forma de aplicación deben ser interpretada a la luz de los artículos 1, 3, 38, 45 y Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Carta Magna (interpretación integral y sistemática de la constitución). Estos dispositivos reconocen la fuerza vinculante de la Convención Interamericana de Derechos Humanos y demás pactos internacionales de protección de los derechos humanos, que sin duda alguna, cuentan con un status constitucional especial, de conformidad con la vasta jurisprudencia del Tribunal Constitucional Peruano (véase la Sentencia N° 0002-2005-PI/TC y Sentencia No. 5854-2005-PA/TC); en concordancia con el Principio de Convencionalidad (véase en los fundamentos del Caso Almonacid Arrellano vs. Chile).
Asimismo, es sustancial comprender que el reconocimiento de la jurisdicción contenciosa de la Corte IDH, no es una mera formalidad protocolar o simbólica que puede ser desconocida de forma unilateral por los Estados que la suscribieron de forma soberana (aquí debo resaltar “soberano”, pues los Estados de forma libre tiene la potestad de reconocer o no la jurisdicción contenciosa de la Corte de conformidad con el artículo 62 de la Convención IDH); sino más bien nos debe encausar a un real y concreto compromiso internacional del Estado peruano sobre la decisiones que emita dicho tribunal en observancia al principio del pacta sunt servanda.
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Es importante hacer hincapié, que la denominada “soberanía”, que ahora tanto pregonan en los pasillos y comisiones de nuestro nimio parlamento, quedó garantizada en el acto de reconocimiento de la jurisdicción contenciosa del 21 de enero de 1981, donde el Perú tuvo la libertad de reconocer la jurisdicción contenciosa de la Corte IDH de forma incondicional, bajo condición de reciprocidad, por un plazo determinado o incluso reservar la competencia para casos específicos, tal como lo prevé el artículo 62.2 de la Convención IDH.
Aquí no debemos soslayar que las decisiones que adopta la Corte IDH, en ejercicio de sus competencias, representan la materialización de la Convención Interamericana de Derechos Humanos; ergo, incumplir con una sentencia o resolución de dicho tribunal internacional implica intrínsecamente una inobservancia directa a la propia Convención Interamericana de Derechos Humanos (artículos 1 y 2 de la Convención). En palabras de la propia Corte IDH, el incumplimiento o inobservancia de sus sentencias o resoluciones constituye un ilícito internacional (véase en considerando 38 de la Resolución de Supervisión de fecha 09 de febrero de 2017 Caso Penal Miguel Castro Castro vs. Perú).
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En tal sentido, las decisiones que adopta la Corte IDH, en ejercicio de sus competencias, vinculan a todos los poderes públicos que integran los Estados miembros de la Convención IDH; tal como lo ha expresado la propia Corte IDH en el considerando tercero de la Resolución de Supervisión de fecha 17 de noviembre de 1999 – Caso Castillo Petruzzi y otros vs. Perú. También en el párrafo 131 de la sentencia de fecha 28 de noviembre de 2003 en el caso Baena Ricardo y otros vs. Panamá. Y en el considerando tercero de la resolución de supervisión de fecha 28 de enero de 2018 en el caso Acevedo Buendía y otros (cesantes y jubilados de la Contraloría) vs. Perú .
En este contexto, puedo arribar a la conclusión que la medida provisional dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Durand y Ugarte (El Frontón) tiene carácter imperativo, razón por la cual vincula a todos los poderes públicos del Estado peruano, entre ellos al Congreso de la República. Por ello, se encuentra obligado bajo el principio de convencionalidad y de constitucionalidad, de acatar las decisiones que adopte dicho tribunal; de lo contrario se estaría generando una nueva afectación a la propia Convención, partiendo de la premisa que las decisiones de la Corte IDH representan la materialización de la Convención IDH. Tanto más, si consideramos que las decisiones de fondo adoptadas por la Corte IDH no pueden ser modificadas vía aclaración o interpretación, como erróneamente se pretende solicitar desde el Congreso de la República, que lo único que generará es la dilatación innecesaria del cumplimiento.