«Su Majestad, La Coima» de Roberto Arlt

Para ti abogado ducho, abogado joven −y ducho−; abogado en ciernes, eterno estudiante inquieto y rebelde. Para ti, caro lector, Legis.pe ha seleccionado los mejores textos de la literatura latinoamericana y/o universal, clásica y contemporánea que reflexiona sobre el Derecho vivo.

En esta ocasión reproducimos Su Majestad, La Coima, texto extraído del Tratado de la Delincuencia del escritor argentino Roberto Arlt. Este volumen aparece gracias a Colmena Editores, honrando las disposiciones que dicta la editorial, y que −seguidamente− transcribimos:

«De cualquier manera y mejor si es con la memoria y mejor toda −que una parte− esta publicación puede ser grabada, almacenada y reproducida con fines altruísticos que pugnen por la desaparición del capitalismo; los editores les agradecemos encarecidamente.»

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Porque, como dice algún versículo apócrifo de las Sagradas Escrituras, «Por sus lecturas los conoceréis». Están servidos.

S. M. La coima

Dos señores, que no conozco, y que son muy amables, al punto de llenar dos carillas a máquina, me escriben, entre otras cosas, lo siguiente: Arlt, nuestra patria, o mejor dicho nuestros gobiernos, son de aquellos que borran con el codo lo que escriben con la mano. No se ría. Si usted comenzara a analizar todas las reglamentaciones y leyes que no se cumplen, tendría para llenar EL MUNDO, y si no veamos:

Se infringe el completo en los ómnibus y tranvías

a) El subir y el bajar de estos mismos coches en movimiento.
b) La venta de bebidas alcohólicas, desde las 24 del sábado al domingo.
c) Cierre de almacenes en los días de domingo.
d) Higiene en los conventillos.
e) Inmoralidad callejera.
f) Las quinielas, que le dan buenas ganancias a los comisarios.
g) Clandestinos de carreras.
h) La venta de billetes de lotería a su precio marcado,
i) Venta de cianuro,
j) Ordenanzas de tráfico,
k) Mendicidad en las calles.
l) Los precios en las ferias francas, etc., etc., etc., etc., etc., etc…

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La inutilidad de las leyes

Yo veo que de acuerdo a estos lectores son más las leyes que se infringen que las que se cumplen, lo cual le hace pensar a uno que las leyes han sido establecidas precisamente para eso, para que no se cumplan; lo cual viene a demostrar que éste es un país que cumple fielmente ese precepto de su Constitución, donde se asegura que es tierra de libertad para todos los hombres de buena voluntad.

Y yo creo que de esta buena voluntad se necesita mucha y muy robusta para recordar tantas leyes y para infringirlas a todas, y a las que no se infringen, quebrantarlas, y a las que no se quebrantan, violarlas, y a las que no se violan, se fuerzan, y a las que no se fuerzan ni se violan, se tuercen como medias de pobres, se adaptan como trajes de serie, quedando las pobres tan maltrechas, tan sin jugo, tan sin ley, que ya no son leyes, sino entuertos, y tienen tanto de derecho como la giba de un dromedario.

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La coima

Es que estamos en el Imperio de la Coima, en el reinado del pichuleo, en el país de la granjería. Días pasados recibí la carta de un lector que firma Potito Mangianello; en recuerdo de aquel inefable Potito que anduvo mezclado en el lío de la Poey, Santiago y compañía.
Bueno; este señor Potito Mangianello me decía en la carta que los barrenderos municipales ganaban setecientos pesos mensuales, enviándome una lista de coimas organizadas, lista que uno de estos días reproduciré para asombro de las generaciones venideras y para actual orientación de estudiantes y otras gentes.

La coima; la coima es la polilla que roe el mecanismo de nuestra administración, la rémora que detiene la marcha de la nave del estado (y esta vez es cierto el mito de la rémora y la macana de la nave del estado); la coima es el aceite lustral con que cuanto bicho inspector y subinspector que vagabundea por ahí, lubrifica sus articulaciones y engorda su estómago; la coima es la madre de muchos bienestares, el alma de numerosas prosperidades, el ángel tutelar de los que venden aserrín por harina, achicoria por café, pan quemado por chocolate, mármol molido por azúcar; la coima es la diosa protectora de todos los tahúres que pululan en nuestra tierra, de todos los comisarios que entran flacos y salen gordos, de todos los magistrados que se taponan los oídos para no escuchar los alaridos de la justicia, ¿qué no es la coima, la enorme, la nutritiva coima?

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Donde se clave la vista, allí está: invisible, segura, efectiva, certera. La coima es la que moviliza los escritos en un juzgado; la coima es la que arranca un certificado de buena conducta para un específico facineroso; la coima es la que le da ciudadanía de honestidad a un granuja cien veces más ladrón que el mal ladrón Gesta; la coima es la que ablanda y humaniza al inspector personudo, al abogado recio, al escribano melifluo, al oficial de justicia inexorable, al médico talentudo. La coima, invisible, penetrante, ardua e infalible, penetra por todas partes y compra al grande, al cogotudo y al severo como al pequeño, al modesto y al humilde que se conforma y transige con tal que le den para un café con leche.
Panaderos, lecheros, hueveros, mercaderes de aceite, de vino, de drogas, dueños de fábricas, de industrias, de millones, ministros, covachuelistas, embajadores, jueces, presidentes de cualquier cosa, escritores, periodistas, comisarios, no hay uno que resista la coima, no hay uno que no se doble a su amable presencia, que no se conturbe frente a su mocedad, que no se le rinda, después de una lucha más o menos larga. Y el que no coimea… deja coimear.

Por eso…

Por eso, cuando en su camita de hombre honesto, con los botines a la cabecera y las medias colgando de un travesaño de la silla, muere un hombre que manejó los caudales públicos y salió de las covachas administrativas tan ratón y tan pobre como entró, los magníficos furbos, los estupendos truhanes, los maravillosos sinvergüenzas, dicen, compungidamente:
Era un buen hombre, pero no sabía robar. Fue bien intencionado, pero no supo coimear.
Y es que las leyes, amigo lector que no coimeas (porque no puedes), es que las leyes se han hecho para eso: para dar de comer a innumerables y flacos pelafustanes, a indescriptibles y gordos tiburones. Si no se pudiera robar, ¿qué fin habría en hacer gobierno?

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