Los hechos criminales cometidos por funcionarios de la Peruvian Amazon Company (La Casa Arana), contra indígenas/aborígenes/salvajes oriundos de la región del Putumayo (zona colombo-peruana), contenidos en una denuncia que principió en el año 1907; son relatados por el juez a cargo de dicho proceso, en un testimonio que tal vez inaugure la literatura jurídica peruana.
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Esto es, afrontar un caso desde el lente jurídico para detallarnos todas las peripecias que este soportó, desde el propio sistema, como el ser multado, quejado, denunciado, enjuiciado (por abandono de puesto), suspendido en el cargo; así como la natural temeridad de los procesados, empoderados por su posición económica y por lo permisivo de dicho sistema fácilmente rotulado como esclavista.
Dicha causa sería catalogada hoy de megaproceso: 255 enjuiciados, 40000 agraviados, intervención de Gran Bretaña, Perú, Colombia y el Vaticano. En dicha región, se dio el antepasado conceptual de lo que hoy se denominaría crímenes de lesa humanidad; escenario de torturas, tormentos, suplicios, asesinatos, mutilaciones: flagelan, queman por centenas y azotan por millares, y hacen que sus perros, chanchos y conejos, los devoren o coman de sus carnes. Ancianos y párvulos aniquilados por su inutilidad extractiva; mujeres desde su infancia, con valor de cambio únicamente para uso sexual, abortos y desenfrenos; castigos de todas formas, siendo lo más recurrente el introducirle ají en los órganos genitales.
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La región del Putumayo, a 70 días de viaje desde la capital, segregaba líquido lechoso, insaciable a la demanda europea en el boom del caucho y látex (Perú aportaba al mundo 30%, en tanto Brasil lo hacía con 60%); ello originó, no solo la desaparición física de tribus completas, sino además la respuesta del sistema en forma medrosa y complaciente, que un siglo después todavía se replica. Estos hechos perviven en el imaginario, y son sostenes de la actual legitimidad institucional. Malhadados actores.
El juez de Iquitos nos presenta, sin quererlo, no solo al Nuevo Congo o El Paraíso del Diablo en esta infausta historia acaecida en Loreto, que luego pasó a dominio colombiano (1922); sino también la práctica judicial de hace un siglo, en los extramuros de la república, donde el derecho se ralentiza y se torna complaciente. Peritos empíricos, sumarios, la actitud de comisarios no solo encubridores sino que usurpando las funciones del juez terminaban absolviendo, sino hasta coadyuvando en la realización de crímenes.
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Providencias ausentes de predictibilidad que concluían no solo no acusando, sino además declarando respecto de los acusados ser “de honorabilidad reconocida”, y en contraparte, la insolencia de particulares, frente a requerimientos del juzgado, para que remitan preso a un acusado, estos respondían: que lo harían cuando lo reemplazaran en su puesto (sic). Sostiene el autor que la redacción de dichos autos harían sonrojar a cualquier tinterillo, y en ese punto discrepo; porque un siglo después hemos perdido la capacidad de sonrojarnos y de indignarnos.
El texto bajo comento, El proceso del Putumayo, glosa el expediente y es vívido en su narrativa, superabundante en las pruebas, con anexos de piezas procesales se publicó; paradójicamente, sobre la encíclica Lacrimabili Statu Indorum (1911), que trata de la evangelización de pueblos indígenas, y en contraposición al Libro Azul del Putumayo, llamado también el Informe Casement, del cónsul inglés Roger Casement (1910). Este personaje es trabajado en la novela El sueño del Celta (2010), donde Vargas Llosa olvida el presente capítulo putumayense en la vida de su héroe.