Los jueces del Perú: mirada y censura

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Sumario: 1. La ley es la ley. 2. La pluma y la ley. 3. Nuestros magistrados. 4. –“¿Y el juez? –De mi parte”. 5. El necesario cambio.


1. La ley es la ley

Bajo el título La ley es la ley[1], Maruja Barrig publicó una antología clásica sobre La justicia en la literatura peruana, precisamente el subtítulo de la obra. En la compilación de Barrig desfilan autores como Alegría, Arguedas, Ribeyro, Scorza, Urteaga, López Albújar, Martínez o Reinoso hablando (desde sus cuentos y novelas) de litigios, códigos y despojos, de los que juzgan, del orabunt causas melius, de las personas tras las rejas y de la otra justicia, la humana, la peruana, la que sirve a los poderosos en desmedro de los que no tienen.

Por supuesto, en un libro así era inevitable que uno de los puestos centrales lo ocuparan los jueces y que se ofreciera de ellos una visión penosa que es (justa o injustamente) la propia del imaginario social.

En la introducción de la obra, Barrig se pregunta: “¿Y qué otra cosa sino seres humanos son los jueces?” Con absoluto desagrado se responde: “Revestidos de un poder que se advierte omnímodo con quienes son juzgados, permeables y temerosos a la presión de aquellos lo suficientemente poderosos como para destituirlos (…)” y agrega, finalizando con una frase de López Albújar, que el juez tienen en común, junto con los médicos y las madres de caridad, “la anestesia del sentimiento”[2].

El título de la obra es, por lo demás, sugerente. Corresponde a una típica expresión peruana que también es utilizada en El mundo es ancho y ajeno. La ley es la ley es, en la concepción de Barrig y en la boca del juez de la novela de Alegría una fórmula inerte, presuntamente aséptica y de apariencia igualitaria pero que solo sirve como excusa para propiciar actos de injusticia.

2. La pluma y la ley

Que la literatura es una forma de expresión de la realidad es una expresión generalizada. Ella es —como se ha dicho— “un reflejo, consciente o inconsciente, de la situación social, económica y política de un determinado momento histórico”[3].

En el país, Carlos Ramos Núñez, con un título sugerente, La pluma y la ley[4], publicó en el año 2007 un libro que es una confesión sobre su amor por la historia, el derecho y la literatura. En la obra (“un arma contra el desencanto”) se examina, con agudeza y sencillez, cuentos y novelas peruanos para “oponerse al positivismo lacerante de los tribunales, el foro y la universidad peruana”[5].

El trabajo de Ramos, estructurado en 4 capítulos, habla en el último de ellos de los jueces, esos administradores de la justicia “particularmente expuesto(s) a la expectativa general”.

3. Nuestros magistrados

Gonzales Prada[6], don Manuel, aseguraba con la pasión del apóstol y la beligerancia del profeta que “el juez viene del abogado, como la vieja beata sale de la joven alegrona, como el policía y el soplón se derivan del ratero jubilado”, para agregar, con la espada desenvainada:

Jueces hay justos: no todas las serpientes ni todos los hongos encierran ponzoña mortal. Sin embargo de todo, los vocales disfrutan de esa veneración y de ese respeto que infunden las cosas divinas. Como un negro salvaje convierte en fetiche una caja de sardinas o una bota, así nosotros divinizamos a los miembros de las Cortes, principalmente a los de la Suprema. Nadie les toca ni les mira de igual a igual, todos les dan en todas partes el sitio de honor y le prodigan las consideraciones más exquisitas. ¿El señor vocal asoma? Todo el mundo inclina la frente. ¿El señor vocal habla? Todo el mundo sella los labios y bebe sus palabras, aunque diga simplezas con la magnitud del Himalaya y suelte vulgaridades con el tamaño de un planeta.

Pero ya en los inicios de la república la desconfianza y los vapuleos por parte de la literatura a los magistrados era absoluta. Felipe Pardo y Aliaga, en poema que llamó “descriptivo”, expresó para referirse a los jueces:

El sueldo es lo esencial del magistrado;
y en cuanto á la aptitud,
vale lo mismo ser leguleyo mazorral é intonso
que ser tan sabio como el rey Alfonso[7]

Años antes, con el ácido humor que lo caracterizaba, Manuel Atanasio Fuentes[8] se burlaba de los magistrados nombrados por el “Poder Fregativo”, señalando que:

86. Producen recomendación popular en favor de jueces y magistrados:
1. Ir tarde al despacho;
2. Dormir al oír los informes de los abogados;
3. Fallar al bulto

4. —¿Y el juez? —De mi parte

No solo es el siglo XIX quien documenta el descrédito de la judicatura; también el siglo XX.

Alegría crea En el mundo es ancho y ajeno un cuadro vivo del mundo pervertido del derecho. Bismarck Ruiz, el abogado de la comunidad, es presentado de esta forma: “vestía un terno verdoso y lucía gruesos anillos en las manos. Sobre el vientre, yendo de un bolsillo a otro del chaleco, una curvada cadena de oro. Sus estuviera sudando borrachera[9]”. Será él quien traicione a los comuneros.

No menos horrorosa es la presencia del “pequeño y magro” Iguiñiz, tinterillo vinculado al hacendado Amenábar, quien no había terminado sus estudios en la Universidad de Trujillo, “suma y compendio de los rábulas de la capital de provincia[10]“ y a quien se debe el plan para modificar los linderos de la comunidad.

Pero es acaso la imagen del juez la más cuestionada, por su cercanía al poder y su falsa moralidad. El diálogo entre el hacendado Álvaro Almenábar y Roldán y su abogado es el que probablemente la mayoría cree verosímil: “—¿Y el juez? —De mi parte. Si a mí me debe el puesto. Yo moví influencias y lo hice nombrar a pesar de que ocupaba el segundo lugar en la terna”[11].

Por otra parte, también nuestro Nobel exhibirá la mengua de nuestro crédito. En efecto, Vargas Llosa —que ya en La Tía Julia y el Escribidor, como al desgaire, había dicho: “Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo[12]”— sentenciará en Los cuadernos de don Rigoberto, con expresión lapidaria: “Mi éxito como legalista ha derivado de esa comprobación —que el derecho es una técnica amoral que sirve al mejor que la domina”[13].

Sin embargo, es la celebérrima moneda de oro perdida en la plaza de Yanahuanca, retratada maravillosamente por Manuel Scorza en Redoble por Rancas[14], el que más ejemplifique esa desconfianza absoluta enmascarada en el temor, en la abdicación a la igualdad, en la reverencia que surge del cargo, en el miedo al traje negro de seis botones del juez Montenegro.

5. El necesario cambio

Es verdad que siempre hubo algunos magistrados que se opusieron a la fuerza del poder. Ahí está López Albújar como juez símbolo de la independencia judicial[15], o el propio bisabuelo de Alegría, que es retratado por nuestro novelista de esta manera: “Ascendió a vocal de la Corte Superior de Cajamarca. Habría hecho la carrera hasta la Suprema, pues tenía una mentalidad jurídica de primera clase, pero su honradez lo hizo detenerse (…) Sus compañeros de Corte atendían los reclamos de los políticos y pudientes o se dejaban sobornar. Entonces, caso único quizás, renunció su vocalía para volverse a Cajabamba y ser un juez provinciano de nuevo…[16]”.

Pero se trata de miradas excepcionales. Si hemos de ser sinceros, los retratos de Alegría no se apartan en nada de la creencia colectiva. Hoy mismo, a casi 80 de su publicación y 110 años del nacimiento del autor, las cosas, por lo menos en lo que se refiere a sensación, no se han modificado. Así, los datos de la literatura parecen compadecerse con los registros socio-jurídicos que dan cuenta que la ciudadanía descree del Poder Judicial al extremo que considera que se trata de una entidad en la que prospera la corrupción y, en el mejor de los casos, la negligencia absoluta.

Que sea por un excesivo culto a la ley, que ocurra por la instauración de un poder judicial que sigue el modelo napoleónico (burocrático) colocando al magistrado en una situación de dependencia real[17], que acontezca por una estructura vertical de relaciones interinstitucionales[18] que propicia el secretismo y reniega de los valores democráticos, que sea horrorosamente por indecencia o por protección a una estructura desigualitaria de poder, o que sea un retrato irreal es indiferente en tanto que ahora, como antaño, el descrédito de los jueces es manifiesto.

Que el Poder Judicial se legitime socialmente y que para ello se transformen sus estructuras es algo que el país exige y espera con ansias, casi como si buscara un reformador que clave en las puertas de Palacio 95 tesis que expresen su furia y desazón, pero también su esperanza en el imprescindible cambio.


[1] Barrig, Maruja. La ley es la ley. La justicia en la literatura peruana. Lima: Cedys, 1980.
[2] Barrig, Maruja. Op. cit., p. 16.
[3] Lanzuela Corella, María Luisa. La literatura como fuente histórica: Benito Pérez Galdós. Disponible aquí.
[4] Ramos Núñez, Carlos. La pluma y la ley. Lima, Universidad de Lima. Fondo editorial, 2007.
[5] Ramos Núñez, Carlos. Op. cit., p. 17.
[6] Gonzales Prada, Manuel. Horas de lucha. Nuestros magistrados. Obras. Tomo II. Vol. 3. Lima: Ediciones Cope, 1986, pp. 126-127.
[7] Pardo y Aliaga, Felipe. Constitución Política. Poema descriptivo. Bogotá, 1886.
[8] Fuentes, Manuel Atanasio. Véase aquí, precedido por un artículo de César Augusto Salas Guerrero denominado el Proyecto de Constitución del Murciélago (1868).
[9] Alegría Ciro. El mundo es ancho y ajeno. Lima: Fondo Editorial del Poder Judicial, 2019, pp. 101-102.
[10] Alegría, Ciro. Op. cit., p. 213.
[11] Alegría, Ciro. Op. cit., p. 206.
[12] Vargas Llosa, Mario. La tía Julia y el escribidor. Madrid: Penguin Random House, 2017, pp. 13.
[13] Vargas Llosa, Mario. Los cuadernos de don Rigoberto. Madrid: Santillana, 1997, p. 332.
[14] Scorza, Manuel. Redoble por Rancas. Lima: Universidad Alas Peruanas, 2008.
[15] Para utilizar las expresiones de Duberlí Rodríguez Tineo en la presentación de las obras completas de Enrique López Albújar. Narrativa. Tomo I. Vol 1. Fondo editorial del Poder Judicial, Lima, 2018, p. XXIV.
[16] Alegría, Ciro. Mucha suerte con harto palo. Ob. cit., Tomo I, p. 12.
[17] Andrés Ibáñez, Perfecto y Movilia, Claudio. El Poder Judicial. Madrid, Tecnos, 1986, p. 30.
[18] Bobbio, Norberto. El futuro de la democracia. México. Fondo de Cultura Económica. 1986, p. 65.


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