Una vez más el falso dilema entre la meritocracia y la paridad, es utilizado en la Comisión de Constitución del Congreso, para excluir la paridad, un mecanismo de la justicia de género que podría garantizar la presencia de las mujeres en la Junta Nacional de Justicia.
Por la meritocracia, se entiende que cualquier persona que quiera surgir o triunfar en la vida puede lograrlo con un poco de esfuerzo. Sin embargo, esto solo funciona si todas y todos partimos de un mismo piso. Pero este es un país profundamente desigual, donde ya en 1997, el Congreso concluyó que sin un mecanismo de acción afirmativa temporal como las cuotas de género en las listas electorales, las mujeres no alcanzarían siquiera una participación progresivamente ascendente en los cargos por elección. O sea, las que hoy están en el Congreso, llegaron con la cuota de género, muchas con méritos más que suficientes y otras, falsificando títulos y honores.
Si bien la igualdad entre los sexos se consagró en la Constitución Política de 1979, fui testigo de ello y me gusta decirlo, esto no cambió la realidad material ni cultural del país. Ni siquiera hoy, treinta años después, las niñas peruanas, desde los 12 años de edad, además de ir a la escuela dedican 3 horas diarias al trabajo doméstico no remunerado. Ya de adultas, la diferencia con los hombres alcanza las 17 horas a la semana.
A pesar de este contexto de desigualdad de oportunidades, las mujeres nos compramos el cuento de la meritocracia y nos esforzamos en terminar estudios, maternar, volver a estudiar, trabajar, atender casa y marido, hacer cátedra y por supuesto, participar social y políticamente. Viviendo cada día como si tuviera 48 horas. Lo sé porque la primera vez que vi una mujer dormirse parada de cansancio, era mi madre.
Esta es la realidad de las mujeres en el Perú, quizás no la mía ni la suya, pero sí la del conjunto de mujeres de este país. Esto es algo que las y los congresistas, estos últimos siempre más privilegiados, pues nacieron con la tarjeta “vip” del patriarcado, deben tener presente en el calor del debate y no dejarse seducir por argumentos jumentos, como que las acciones afirmativas no son necesarias porque hoy en día la igualdad es una realidad y las mujeres están presentes en el mundo académico, laboral, y político, compitiendo en igualdad de condiciones y sin discriminación. Suena bonito, pero no es verdad.
Para este punto, tomaré solo algunos datos del informe “La Mujer en el servicio civil peruano 2004-2016, (SERVIR, 2018), donde se señala que las servidoras públicas con educación superior completa alcanzan el 76%, superando incluso a los hombres. A pesar de ello, solo 3 de cada 10 funcionarios y directivos es mujer; 48% son profesionales mujeres; solo 28% de los auxiliares son mujeres, por la presencia predominante de choferes y obreros. Finalmente, en el grupo de técnicos oscila en torno al 40%.
O sea que las mujeres, a pesar de contar con educación superior solo ocupan el 30% de los cargos directivos. Desde el punto de vista del personal directivo, la causa principal de este acceso inequitativo, serían factores subjetivos o prejuicios en relación a ellas (26%), la falta de experiencia para el puesto (21%), la ausencia de la especialización (16%), el incumplimiento de las competencias necesarias (13%), la falta de disposición para laborar jornadas extensas (11%), y la carencia de la formación académica requerida para el puesto (8%), entre otras.
Similar es la situación de las mujeres en la administración de justicia. En la opinión sustentada por la experta Alicia Del Águila , se señala que solo el 22.22% de los jueces supremos son mujeres, el 31,39% de los superiores, el 37.75% de los especializados y mixtos y el 53% de los jueces de paz letrado. Este panorama de sub representación en lo numérico coexiste con otras formas persistentes de segregación horizontal por género , y vertical por sexo , fenómenos también conocidos como “brecha de género en la autoridad”; de tal forma que las mujeres continúan aglutinándose en ciertas especialidades que se consideran más adecuadas por su proximidad a la familia y el mundo social, y en las instancias más bajas de la judicatura, perpetuando el típico “techo de cristal” .
Como vemos, varias de las razones corresponden al campo de la discriminación directa, como el prejuicio por ser mujeres; mientras que otras, corresponden al campo de la discriminación indirecta, como por ejemplo, la falta de disposición para laborar jornadas extensas, como sí lo hacen los hombres, debido a que tienen su mundo doméstico resuelto por el soporte de las mujeres de su familia. ¿Qué nos dice esto? Que el poder de los hombres en la sociedad es generado por el trabajo doméstico gratuito de las mujeres. Así ellos tienen tiempo para participar en la política, para ser trabajadores ideales, siempre dispuestos y comprometidos, con tiempo para seguir capacitándose y volverse cada vez más calificados y competentes. En resumen, con los años él va adquiriendo valor en el mercado y las mujeres lo van perdiendo (Izquierdo, 2016).
Ahora le toca al Pleno del Congreso pronunciarse de acuerdo a nuestra Constitución Política y garantizar la presencia de las mujeres en la Junta Nacional de Justicia, para impactar en el proceso de reclutamiento del sistema de administración de justicia, donde se interpreta la ley y se resuelven cuestiones jurídicas centrales para la vida de las mujeres y la superación de la desigualdad en el conjunto de la sociedad. Difícilmente, una institución discriminadora, inequitativa y ciega al género actuaría como punta de lanza para impulsar en la sociedad el derecho a la igualdad a través de una jurisprudencia sensible al género y los derechos humanos de las víctimas.