La incapacidad civil del anciano: la soga en casa del ahorcado

La incapacidad civil de los ancianos ya había sido objeto de interés académico a fines del siglo XIX ante la falta de norma específica en el Código de 1852. Este fragmento pertenece a mi libro «Historia del Derecho Civil peruano. Siglos XIX y XX». Tomo VI. El Código de 1936. Volumen 3. El bosque institucional, pp. 90-95.

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La incapacidad civil de los ancianos ya había sido objeto de interés académico a fines del siglo XIX ante la falta de norma específica en el Código de 1852. Un joven estudiante, Mariano I. Prado y Ugarteche al describir los distintos tipos de enajenación, a saber, el loco, el demente, el imbécil, el idiota «último estado de la imbecilidad» (dixit), se detiene en la llamada «vejez decrépita», que hoy llamaría Alzheimer y que conduce a la afasia o inexistencia total del lenguaje y hasta el deterioro pleno de la percepción y de la motricidad.[1]

Sin embargo, Prado y Ugarteche exigía mucho cuidado a los jueces a la hora de declarar la interdicción civil y no asociaba automáticamente la ancianidad con la pérdida de facultades. Tampoco se atrevió a colocar una edad determinada como barómetro de la incapacidad.[2] Manuel Lorenzo de Vidaurre colocó pintorescas restricciones a los ancianos para fijar la aptitud nupcial. Así, los varones no podían contraer matrimonio por encima de los 65 años y las mujeres más allá de los 55, salvo que el juez los dispense «con motivo racional y probado».[3]

Años más tarde, Lino Cornejo, profesor sanmarquino, consultado por la Comisión Reformadora, estimaba que si «la ley fija cuándo comienza la capacidad ¿no debería también establecer cuándo concluye?»[4] Y es que para Cornejo, la ancianidad, por tratarse de una especie de infancia, debía considerarse como otro supuesto de incapacidad. Premunido de la psicología , juzgaba que el transcurso de los años debilita la inteligencia y disminuye la voluntad. Así, el anciano puede ser engañado fácilmente, perdiendo la aptitud para dirigir sus negocios y careciendo de habilidad para apreciar las ventajas o desventajas de los contratos que contrae. En buena cuenta, afirma categórico, «las personas luego de cierta edad ya no pueden dirigir su vida civil».[5]

No obstante que los ancianos «son víctimas de la expoliación de los audaces», Lino Cornejo está lejos de proponer la subsistencia del remedio de la interdicción civil, por tratarse de un triste procedimiento, considerado muchas veces deshonroso para el interdicto y su familia. Por eso, se torna necesario, según sugiere Cornejo, el establecimiento de una presunción legal, conforme la cual a las personas, una vez lleguen a cierta edad, se les considere incapaces para contratar. Empero, al mismo tiempo, debiera, a solicitud de parte, permitirse la remoción de esta incapacidad legal cuando el longevo sorprenda por su lucidez a propios y extraños.[6]

La preocupación sobre la incapacidad jurídica de las personas de avanzada edad también alcanzó a la magistratura. Segundo Núñez Valdivia, un juez arequipeño, presenta el caso de una señora que había instituido por testamento como única heredera a su última hija, no obstante que había procreado a cuatro, postergando en consecuencia a tres de ellas, quienes recién advirtieron la preterición cuando solicitaban la participación de los bienes. La dama había olvidado, sin duda con el apoyo de la favorecida que actuaba de mala fe y un notario deshonesto, que tenía cuatro hijas. Sostenía el magistrado que la vejez en los hombres comprendía la edad entre los 60 y los 70 años, mientras que en las mujeres entre los 55 y los 65 años; mientras que la decrepitud en los hombres después de los 70 y en las mujeres después de los 65. A esa edad debía declararse automática la incapacidad en el ejercicio de sus derechos.[7]

El médico Hermilio Valdizán, en el seno de la Comisión, vaciló sobre la pertinencia de incluir la incapacidad senil:

Obsérvase [ilustra Valdizán] en nuestro Código Civil [de 1852], como en todos los códigos civiles que conocemos, un vacío respecto a los límites de edad dentro de los cuales establece la ley el ejercicio de la capacidad natural. Efectivamente, se establece el momento en que dicha capacidad comienza y no se establece el momento en que dicha capacidad termina.[8]

Argumenta el profesor de medicina que si el inicio de la capacidad era establecida por ley atendiendo a motivos psicológicos, el fin también debería basarse en consideraciones psicológicas relacionadas con la edad.[9] Por otro lado, Valdizán pensaba que la vejez llegaba en el Perú más temprano que en Europa. Al respecto, cita como ejemplos los casos de Sigmund Freud, creador del psiconálisis, en Austria, y de Murri, en Italia. A contracorriente, en el Perú mantener la lucidez en la ancianidad es bastante raro, salvo, según diplomática y quizá irónica observación, «en la magistratura y la docencia».

Valdizán reconocía, sin embargo, que era complicado determinar una edad específica, puesto que podía variar en cada sujeto de conformidad con las condiciones medio ambientales y las circunstancias personales y experiencias de familiares. No obstante, el médico no cejó en su esfuerzo de dotarse de la mayor cantidad de información posible y pidió un estudio a la «Sociedad Peruana de Psiquiatría», cuya conclusión fue que debido a la dificultad de determinar caso por caso el proceso de deterioro de las facultades mentales era preciso que el Código guardara mutis en este tema. «Pero si se diese [advertían] el caso de tener que fijar una edad como edad límite de la capacidad jurídica de ejercicio entonces que se fije en los 70 años».[10] Valdizán se sumó al dictamen de sus colegas.

Juan José Calle, presidente de la comisión, quien hacia 1929 tenía cerca de 80 años, parece que se dio por aludido, pues estaba muy por encima de la edad insinuada para la capitis diminutio por senilidad. Señala categóricamente que todos los códigos civiles establecen la edad en la que se inicia la capacidad de ejercicio, pero que ningún código ha señalado una época distinta a la muerte como momento para la pérdida de los derechos civiles, aunque había de reconocer que hay gran verdad en la ciencia cuando afirma que a una determinada edad las facultades mentales y volitivas sufren alteraciones que invitan a legislarlas en protección de los ancianos. Alegaba el anciano jurista que a la edad de 70 años, que él ya había pasado hacía casi una década, la mayoría de las personas conservaban en buena salud sus facultades mentales y psíquicas, que no les ocasionaban ningún inconveniente.[11]

Con espíritu optimista anotaba Juan José Calle que «muchos de ellos, después de esa edad, se han mantenido en condiciones que les ha permitido continuar ocupándose eficazmente de sus propios asuntos y hasta de los públicos, de manera que los 75 años no pueden tomarse como límite de capacidad civil».[12] Si era menester poner un límite debería ser, en su concepto, la edad de 85 años. Sostiene Calle:

La necesidad de hacerlo [es decir, la necesidad de fijar una fecha de fin de la capacidad civil] proviene de que después de esa edad, si no siempre, se manifiestan claramente, los caracteres o síntomas que los psiquiatras atribuyen a la demencia senil, se advierten sí fenómenos de amnesia, de desorientación, de pérdida de la afectividad, de abulia y de debilidad psíquica, que demuestran que la inteligencia y la voluntad han disminuido, disminuyendo también la capacidad del sujeto para gobernarse, o, los que es lo mismo, su capacidad para ejercer normalmente sus derechos civiles.[13]

Pero la necesidad de regular el fin de la capacidad civil es que en estas condiciones las personas son blanco fácil de las personas mal intencionadas e interesadas. «Esto se observa [ejemplifica Calle] especialmente cuando se trata de personas adineradas o de fortuna más o menos considerable, que no tienen herederos forzosos y a los cuales se rodea con fingidos afectos y atenciones a fin de inducirlos a corresponderlos con donaciones o mandas testamentarias, si es que no se puede inclinarlos a que se les instituya herederos». Y recuerda también su experiencia de largos años como abogado en diferentes zonas del país: «Nos son pocos los escándalos judiciales que hemos presenciado a causa de testamentos arrancados por esos medios, y la necesidad de evitarlos en lo sucesivo aconseja al legislador determinar la época en que debe cesar el ejercicio de los derechos civiles».[14] Apenas seis meses más, un trece de noviembre de 1929, Juan José Calle, sin haber llegado a cumplir la edad que él mismo señalaba como límite para la capacidad civil (los 85 años), muere en su residencia barranquina.


[1] Prado y Ugarteche, Mariano I. Interdicción de los enajenados. Tesis que para optar el grado de bachiller presenta a la Facultad de Jurisprudencia. Lima: Imprenta y Librería de Benito Gil. Banco del Herrador 113, Bodegones 42, 1889, p. 68.

[2] Ibidem, pp. 10-16.

[3] Vidaurre, Manuel Lorenzo. Proyecto del Código Civil peruano, dividido en tres partes. Primera de las Personas. Lima: Imprenta del Constitucional, 1834, tomo I, p. 30. Comentaba el polémico jurisconsulto citando a los exponentes del Derecho natural racionalista, Burlamaqui, Puffendorf y Montesquieu: «No es la época prodigiosa de Abraham y Sara, y del casamiento de Jacob. Tengo estos enlaces risibles y viciosos…», tomo I, p. 58. «Cada cual sabe -agrega irónico- que el viejo no arroja sino un licor claro a las veces, impropio a la generación de seres sanos, vigorosos, y dotados de las cualidades físicas y morales, que hacen el encanto de la vida», p. 58.

[4] Consultas de la Comisión Reformadora del Código Civil y respuestas que ha recibido. Respuesta del doctor Lino Cornejo, fechado en Lima, 14 de junio de 1923, pp. 122-123.

[5] Ibidem.

[6] Ibidem.

[7] Núñez Valdivia, Manuel Segundo. «La decrepitud como límite para el ejercicio de la capacidad. Estudio de Clínica Jurídica». La Gaceta Judicial, Lima, octubre de 1928, N° 6, Año 1.

[8] Actas de las sesiones de la Comisión Reformadora del Código Civil peruano. Sexto fascículo, 14sesión del miércoles 21 de abril de 1926, p. 88.

[9] Ibidem.

[10] Ibidem.

[11] Ibidem, Octavo fascículo, 288a sesión, pp. 80-81.

[12] Ibidem.

[13] Ibidem.

[14] Ibidem, p. 82.


(Este fragmento pertenece a mi libro «Historia del Derecho Civil peruano. Siglos XIX y XX». Tomo VI. El Código de 1936. Volumen 3. El bosque institucional, pp. 90-95).

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