Quizás hubo una tarde, nefasta para la historia, en que algún conciliábulo ignoto resolvió que nunca más habría gente verdaderamente humanista, como aquella de fines del Medioevo y principios de la Modernidad. Que era preciso, para recibir el codiciado apelativo de científico, dedicarse a un árbol solo en vez de al bosque entero.
Sin embargo, algunas inteligencias quebraron esa veda, con coraje y simpatía, optimistas hacia el mundo y sonrientes de cara al mañana. Carlos Ramos Núñez fue un ejemplo típico de ese valor innato. Él creía en el advenimiento, al calor de la informática y de la revolución en las comunicaciones, de un nuevo humanismo. Si esa maravilla alguna vez asoma, Carlos merecerá ser reconocido como su profeta.
“Carlos Ramos, historiador, filósofo, jurista, magistrado, literato, pedagogo, antropólogo. Carlos Ramos, docente y amigo querido. Una de esas personas, que uno asume, que están más allá de la condición mortal y cuyo pasaje no se terminará de digerir nunca”.
Hombre extraordinario, de una cultura sublime. Recibía un libro grueso una tarde y aparecía al desayuno con las páginas todas marcadas con señaladores de colores y las hojas ajadas, manuscritas con notas suyas. Era capaz de diseccionar obras complejas en tiempos impensables. No era raro que antes de responder a una pregunta, o incluso en los debates amistosos, se quedara unos minutos pensando; pero lo que venía a continuación, generalmente era para tomar notas.
Docente por definición, entregado al estudiantado, que lo adoraba y admiraba. Se quedaban en éxtasis ante su modestia y su sencillez, su manera llana de tratarles, absolutamente libre de fanfarronadas y de distancias ridículas. Carlos aprendía de su alumnado, pero además no tenía empacho en mostrarlo. Me han contado, quienes tuvieron el privilegio de sus aulas, que a menudo escribía con avidez el nombre de una obra o de un autor que alguien en clase mencionaba y él desconocía. Un gigante.
Cerraré estas breves líneas con dos aportes personales. Carlos era un excelente amigo, leal y afectuoso. Siempre procuraba abrir puertas a sus colegas y era feliz viéndoles crecer y tener éxito. Su nobleza de espíritu era mayor aún que su vuelo intelectual, y eso es mucho decir. Por fin, destacaré su sentido del humor, que era formidable. Cultivaba la ironía delicada, con un arte del relato gracioso que evitaba los giros obvios y las groserías. Carlos tenía ese don de hacer reír estando serio, que es un mezquino regalo de los dioses.