Según Antonio Elorza, quienes llaman Carta Magna a la Constitución yerran. Dejó sentada su posición en una carta que envío a El País y que el diario publicó en su edición impresa, allá en octubre de 1998. En las siguientes líneas las reproducimos íntegramente su posición, no sin antes advertir que las referencias aluden a la realidad española, análogas a la peruana en lo que concierte a la razón de este post.
En los últimos tiempos se ha generalizado el uso de la expresión «Carta Magna» como sinónimo de Constitución, más concretamente de nuestra Constitución de 1978. No se aplica, y con razón, a la Constitución francesa de 1958 ni a la Constitución de Estados Unidos. Pues bien, como todo el mundo sabe, y según nos explicó García Pelayo, la Carta Magna fue un documento que concedió un rey inglés en 1215 ante la presión de los privilegiados. No era siquiera una declaración de derechos, y menos una Constitución.
Resulta lógico que hablen de Carta Magna constitucionalistas arcaizantes y nacionalistas deseosos de sugerir la obsolescencia de la Constitución y su asimilación con un pasado feudal o con una carta otorgada. Encaja también con la crítica de la Constitución como resultado de la acción del rey y de los poderes fácticos. Pero desde el rigor jurídico-constitucional, el recurso al sinónimo es impropio. Y debiera serlo también para la prensa y los escritores independientes.
Otro artículo interesante escrito por Alex Grijelmo, publicado en diciembre de 2018 en el mismo medio, también deja clara la distinción entre Constitución y Carta Magna, y la importancia de usar correctamente cada término.
El cuadragésimo aniversario de la Constitución española ha impulsado aún más el uso frecuente de un sinónimo que ya se venía aplicando en la prensa para evitar repeticiones: “Carta Magna”.
El Diccionario académico dio por buena esta equivalencia a partir de su edición de 2001. Sin embargo, los juristas, sobre todo si se trata de expertos en Derecho Constitucional, no suelen usar esa expresión en un artículo o en un dictamen.
Sucede aquí lo mismo que con “pantano” y “embalse”. Un ingeniero desechará la primera y se quedará con la segunda, pues el pantano puede haberse formado de manera natural, mientras que el embalse sólo procederá del artificio humano. El lenguaje profesional opera esas cuidadas especializaciones.
Quizás por ello el Diccionario del español jurídico (2016), elaborado por las Academias de la lengua, señala en la entrada “Carta Magna”: “Documento que reconocía derechos de la nobleza inglesa otorgado por Juan sin Tierra en el año 1215”. No se ve ahí, por tanto, ninguna equivalencia con “Constitución”.
Así pues, quienes evitan este sinónimo son conscientes de que la Carta Magna (o Magna Charta) fue otorgada por un rey y no elaborada por un Parlamento democrático, aunque influyera luego en el constitucionalismo inglés y en el norteamericano (como ha descrito el profesor Miguel Satrústegui en su trabajo La Carta Magna: realidad y mito del constitucionalismo pactista medieval. 2008).
En efecto, Juan I de Inglaterra accedió a la presión de sus nobles y entregó un código que se ha entendido históricamente como un gran avance del derecho (entre otras razones, porque limitaba los poderes del rey), pero que se halla muy lejos de las constituciones modernas. Baste recordar que la Carta Magna prohibía que un varón fuera detenido por la acusación de una mujer, salvo que ésta le culpara de haber matado a su marido.
Por tanto, la identificación nominal entre aquella ley otorgada y nuestra Constitución puede resultarles incómoda a quienes conocen la historia de ambas. De hecho, en el debate constitucional el diputado socialista Joan Reventós afirmó: “Queremos una Constitución que no sea una carta otorgada como la que concedían a sus súbditos algunos monarcas y muchos dictadores, sino una Constitución para todos” (Javier de Santiago, Léxico político de la transición española. La lengua de la Constitución de 1978, Salamanca, 2018).
Ahora bien, eso no arregla la necesidad de emplear algún sinónimo. En varios países de América (Bolivia, Ecuador, Chile y Uruguay, entre otros), se ha resuelto el problema con la locución “carta fundamental”, que el Diccionario de Americanismos define así: “Constitución escrita o código fundamental de un Estado”. Curiosamente, esas palabras exactas son las que aparecen en el Diccionario general para “carta magna” (que las Academias escriben con minúsculas, en la entrada “carta”).
También se utiliza entre nosotros, pero menos, “la Ley Fundamental” (definida en el Diccionario como “ley que establece principios por los que deberá regirse la legislación de un país”). ¿Por qué ha triunfado el equivalente “Carta Magna” y no esta alternativa? Tal vez porque la Carta Magna procede del mundo anglosajón (todo lo que viene de ahí nos suena bien), o porque “Ley Fundamental” recuerda demasiado a las “Leyes Fundamentales” de la dictadura franquista. Nuestros complejos y nuestra historia tardan en marcharse.