Derecho y pensamiento. Prólogo de «Ideario republicano», por Carlos Ramos Núñez

Rafael Rodríguez Campos es un académico serio que no solo reserva sus aptitudes intelectuales para la investigación. En efecto, es ya apreciable la suma de columnas de opinión que publica en conocidos periódicos del medio. A través de ella, el ejercicio del espíritu crítico se pronuncia, discute y delibera. Y, en verdad, Rodríguez Campos ejercita esta tarea con talento jurídico y literario, justeza y el equilibrio (no siempre fácil) entre la emotividad del ciudadano y el saber jurídico, pues no pocas veces acompaña sus opiniones con glosas doctrinarias y pertinentes referencias a sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como a la variada jurisprudencia de países de nuestro continente y del mundo.

Rafael Rodríguez Campos.

El libro que ahora publica Rafael Rodríguez, y que tanto me gratifica presentar, selecciona escritos sobre los derechos fundamentales, la democracia y la política, todos de obligada lectura, no solo por la pulcritud de su exposición, por el rango de los temas y por las agudas reflexiones que muestran, sino sobre todo por su hondura y por el compromiso militante (que, en la tradición autoritaria de nuestros país se echa de menos entre muchos) del autor con el constitucionalismo y los derechos fundamentales. No encontrará el lector en ellos concesión a la ligereza: la seriedad de la hermenéutica puesta en práctica y la suficiencia doctrinaria son patentes y marcan de modo singular cada uno de los escritos que ahora tenemos la oportunidad de leer —cosa que le agradecemos al autor— y de debatir.

A guisa de ejemplo, uno de los temas desarrollados por el autor versa sobre la educación religiosa en las escuelas públicas. Procede a analizar, perspicazmente, que la enseñanza del curso de religión es un fenómeno histórico y social; y, con convicción laica pero no intolerante, considera que en las escuelas públicas no debe imponerse un credo o confesión oficial —en lo que subyace una delimitación histórica, que nunca debe obviarse, entre lo público y privado—. Para el Rodríguez Campos resulta fundamental que en la escuela pública “se pueda acceder a una formación neutral”, en la que la disertación sobre las religiones las exponga como “fenómenos culturales e históricos”, sin que esa explicación suponga “preferencias de una creencia sobre otra”. Rafael Rodríguez sustenta su opinión, desde luego, en el examen de la jurisprudencia pertinente; así, pone de relieve que la Corte Suprema argentina ha hecho énfasis en la  importancia de la Constitución Política de dicho país. En esta se consagra claramente un ámbito en el que cada individuo es soberano para tomar decisiones libres sobre el estilo de vida que desea; una autodeterminación insobornable para los poderes públicos. Las creencias religiosas forman parte de la esfera más íntima de las personas, y por tanto, la coerción para revelarlas constituye una grave violación a los derechos humanos.

En otro texto, Rodríguez Campos se aboca a elucidar lo concerniente al derecho a la igualdad y a la identidad de las minorías sexuales. Reflexiona sobre la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en este tema y cómo ésta incide y vincula a los países de nuestra región, con especial énfasis en el Perú. Detalla que la Corte, al respecto, ha reconocido lo siguiente: a) El derecho a la identidad de género y orientación sexual de las personas trans; y 2) El acceso de las parejas estables del mismo sexo a la protección jurídica estatal a través del matrimonio civil (matrimonio igualitario); esto a la luz de la línea de razonamiento expuesta en su jurisprudencia en los casos Atala Riffo y niñas vs. Chile (2012) y Ángel Alberto Duque vs. Colombia (2016), respectivamente.

Puntualiza Rafael Rodríguez que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido, entre otras pautas para explicar la igualdad en el tema del matrimonio, que “todos los derechos patrimoniales que se derivan del vínculo familiar de parejas del mismo sexo deben ser protegidos, sin discriminación alguna con respecto a las parejas entre personas heterosexuales”. Analiza a renglón seguido —porque con lucidez que agradecemos nuevamente, el autor no hace mera exposición de la jurisprudencia; más bien examina el hecho histórico bajo el canon de la doctrina supranacional—, las elecciones celebradas en Costa Rica, que produjeron una grave polarización social por la incidencia decisiva del debate sobre las cuestiones religiosas y el reconocimiento del matrimonio igualitario. Por lo demás, agregaríamos, este es un tema que no resulta ajeno a la realidad peruana; de ahí su actualidad e importancia. El corolario de la exposición del autor es que la vulneración de los derechos a la igualdad y a la no discriminación de personas LGTBI se proyecta con frecuencia en lesiones a otros derechos “en forma de concurrencia ideal de normas violadas”; esto es, con daños concomitantes al derecho a la vida y a la integridad física.

En una muestra de versatilidad, Rafael Rodríguez expone su posición sobre el tema del desenvolvimiento de la democracia latinoamericana; al efecto, revisa decisiones de la Corte Interamericana atinentes, como las que se emitieron en casos como el de RCTV Vs. Venezuela o el de las recientes medidas provisionales del caso Durand & Ugarte Vs. Perú. En el caso de Radio Caracas Televisión (RCTV), da cuenta, en detalle y con claridad, que la Corte (2015) declaró responsable internacionalmente al Estado venezolano por la violación del derecho a la libertad de expresión (y otros), como consecuencia del cierre de RCTV. Sobre el caso Durand & Ugarte Vs. Perú, el autor adjudica relevancia al tema de la “independencia judicial” expuesto en la sentencia, y que se estatuye como el “requisito fundamental para garantizar los derechos y libertades fundamentales”.

En un somero e incompleto censo, diríamos que Rodríguez Campos discute en torno a temas de rango heteróclito (políticos, jurídicos propiamente dichos y sociales) pero no menos importantes, como el derecho a la protesta, la importancia de la deliberación política en los espacios parlamentarios, las posibles restricciones en el acceso a la participación política mediante el establecimiento de años de militancia en un partido como requisito para postular a un cargo público o sobre la regulación del gasto en publicidad estatal. En todos ellos siempre se advierte la precisión del análisis y la ponderación del estudioso, que no teme al debate y la confrontación, pero con el rigor exigible a la seriedad de su exposición.

Quisiera poner de relieve que en este libro Rafael Rodríguez, como no podía ser de otra manera, se pronuncia sobre temas particularmente sensibles y de actualidad urgente, como la eutanasia (a propósito además de los pronunciamientos de la Corte Constitucional colombiana) y la despenalización del aborto en nuestro país. En ellos se aprecia la diafanidad y la vigorosa posición del autor, auténticos aportes que, junto con su opinión sobre la pena de muerte, constituyen, me parece, piedras angulares que delinean su pensamiento y convicciones, tanto como ciudadano (real incitación a los intelectuales para que abandonen su torre de cristal), como jurista, que demuestra lúcidamente, entre otras cosas, la vinculación inexorable entre el derecho y la filosofía.

El análisis emprendido por Rafael Rodríguez alrededor de obras (no siempre de contenido jurídico), como El llamado de la tribu de Mario Vargas Llosa, Cholificación, república y democracia de Nicolás Lynch Gamero o El sometimiento de las mujeres de John Stuart Mill, demuestran una capacidad multidisciplinaria para el abordaje de textos no jurídicos, y en ellos siempre será de provecho la ecuanimidad y oportunidad del juicio, que se ensamblan en perspectivas que enriquecen la lectura de los textos puestos a examen.

La sugestión de este libro me ha sido doble: me ha hecho recordar que el derecho no es inmanente y mucho menos un compartimento estanco, pues su cabal comprensión exige una evaluación multidisciplinaria, atenta a su relación con otros discursos y saberes y a su incidencia fáctica, en nada más y nada menos que la cotidianeidad de la vida. Me ha reafirmado, además, en la convicción de la defensa de los derechos fundamentales sin que importe coyuntura o imperativo que pretenda diferir su protección, como lo expone Rodríguez Campos con entereza, rigor y sapiencia que elogiamos.

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