Paul Antonio Ruiz Cervera*
Con lo que respecta al marco normativo del derecho a la defensa en el Perú, el art. 139º inciso 14 de la Constitución Política ha señalado que una persona no puede ser privada del derecho a la defensa en ningún estado del proceso, lo cual implica que desde el inicio de todo proceso el imputado tiene derecho a ejercer libremente su defensa bajo la dirección de un abogado de su elección o, si no pudiera acceder a uno, por el defensor público que el Estado le proporcione; lo cual tiene relación directa con el principio de contradicción[1].
Por otro lado, en cuanto al contenido esencial del derecho a la defensa, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (la Corte) ha establecido que este derecho es un reflejo intrínseco del derecho al debido proceso, en la medida que este último derecho se ha de entender como “el conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales a efectos de que las personas estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier acto del Estado, adoptado por cualquier autoridad pública, sea administrativa, legislativa o judicial, que pueda afectarlos”[2].
El derecho a la defensa, entonces, es un componente central del debido proceso que determina y obliga al Estado a que trate al individuo en todo momento como un verdadero sujeto del proceso, en el más amplio sentido de este concepto, y no simplemente como objeto del mismo[3]. En tal sentido, el derecho a la defensa debe ejercerse necesariamente desde que se sindica (imputa) a una persona como posible responsable (autor) o cooperador (partícipe) de un hecho punible penalmente y sólo culminará cuando finaliza el proceso, incluyendo, según la Corte, también la etapa de ejecución de la pena[4].
Asimismo, se ha de tener en cuenta que el derecho a la defensa, dentro del proceso penal, se materializa y se proyecta en dos facetas: por un lado, a través de los propios actos del inculpado, siendo su exponente central la posibilidad de rendir una declaración libre sobre los hechos que se le atribuyen y, por el otro, por medio de la defensa técnica, ejercida por un profesional del Derecho, quien cumple la función de asesorar al investigado sobre sus deberes y derechos y ejecuta, inter alia, un control crítico y de legalidad en la producción de pruebas[5].
Es por ello, que la misma Convención Americana, en función de garantizar el derecho a la defensa de todo procesado, rodea de garantías específicas el ejercicio tanto del derecho de defensa material, como -por ejemplo- lo dispuesto en el artículo 8.2.g de la Convención, que detalla el derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo, así como lo estipulado en el artículo 8.3 del mismo cuerpo normativo, que específica las condiciones bajo las cuales una confesión pudiera ser válida. Además, los literales d) y e) del artículo 8.2 expresan, dentro del catálogo de garantías mínimas en materia penal, que el inculpado tiene derecho de “defenderse personalmente o de ser asistido por un defensor de su elección” y que si no lo hiciere tiene el “derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado, remunerado o no según la legislación interna”.
Con respecto a este último punto, dicha garantía procesal, se ha de entender en función al estatus económico del procesado, es decir, que cuando la persona que requiera asistencia jurídica no tenga recursos ésta deberá necesariamente ser provista por el Estado en forma gratuita. Ante ello, la Corte señala que la institución de la defensa pública, a través de la provisión de servicios públicos y gratuitos de asistencia jurídica permite, sin duda, compensar adecuadamente la desigualdad procesal en la que se encuentran las personas que se enfrentan al poder punitivo del Estado, así como la situación de vulnerabilidad de las personas privadas de libertad, y garantizarles un acceso efectivo a la justicia en términos igualitarios[6].
Sin embargo, se ha de resaltar que nombrar a un defensor de oficio con el sólo objeto de cumplir con una formalidad procesal equivaldría a no contar con defensa técnica y esa es una violación fragante al derecho a la defensa de todo procesado, por lo que es imperante que dicho defensor público actúe de manera diligente a fin de proteger las garantías procesales del acusado (imputado) y así evite que sus derechos se vean lesionados y se quebrante la relación de confianza[7]. Es por ello, que la Corte, determina que es sumamente necesario que la institución de la defensa pública adopten las medidas necesarias para garantizar el derecho a la defensa de todo procesado, es decir, que debe contar con defensores idóneos y capacitados que puedan dotar de garantías suficientes para su actuación eficiente y en igualdad de armas con el poder persecutorio[8].
En atención a lo anterior, se ha considerar que, para determinar si los defensores públicos han incurrido en una posible vulneración del derecho a la defensa, tendrá que evaluarse si la acción u omisión del defensor público constituyó una negligencia inexcusable o una falla manifiesta en el ejercicio de la defensa que tuvo o puede tener un efecto decisivo en contra de los intereses del imputado[9]. Así –por ejemplo– en el caso Chaparro Álvarez y Lapo Iñigo, la Corte consideró que la actitud de la defensora pública asignada al señor Lapo, en tanto no estuvo durante el interrogatorio y sólo se hizo presente para que pudiera iniciar la declaración y al finalizar la misma, era claramente incompatible con la obligación establecida en el artículo 8.2.e) de la Convención.
Es pertinente precisar, además, que una discrepancia no sustancial con la estrategia de defensa o con el resultado de un proceso no será suficiente para generar implicaciones en cuanto al derecho a la defensa, sino que deberá comprobarse, como se mencionó, una negligencia inexcusable o una falla manifiesta. Tal es así, que de los casos resueltos en los distintos países que se encuentran suscritos a la Convención Americana, se tiene que los tribunales nacionales han identificado una serie de supuestos no exhaustivos que son indicativos de una vulneración del derecho a la defensa y, en razón de su gravedad, han dado lugar a la anulación de los respectivos procesos o la revocación de sentencias condenatorias[10]:
a) No desplegar una mínima actividad probatoria;
b) Inactividad argumentativa a favor de los intereses del imputado;
c) Carencia de conocimiento técnico jurídico del proceso penal;
d) Falta de interposición de recursos en detrimento de los derechos del imputado; e) Indebida fundamentación de los recursos interpuestos; y,
f) Abandono de la defensa.
Al respecto, la Corte estima que si los órganos judiciales no brindan un control respecto a las actuaciones u omisiones imputables a la defensa pública ello traería consigo una responsabilidad internacional del Estado en la medida que si es evidente que la defensa pública actuó sin la diligencia debida, recae sobre las autoridades judiciales un deber de tutela o control. Ciertamente, la función judicial debe andar vigilante ante el respeto a que el derecho a la defensa no se torne ilusorio a través de una asistencia jurídica ineficaz, por ello, resulta esencial la función de resguardo del debido proceso que deben ejercer las autoridades judiciales, pues dicho deber de tutela o de control se les ha sido reconocido por todos los tribunales de nuestro continente, los mismo que han invalidado procesos cuando resulta patente una falla en la actuación de la defensa técnica[11].
Por último, y en atención a lo descrito anteriormente, se ha de tener en cuenta que las acciones y omisiones manifiestas en la actuación de los defensores públicos y la falta de una respuesta inmediata, adecuada y efectiva por parte de los órganos jurisdiccionales colocan al procesado en un estado de total indefensión, lo cual puede repercutir en una agrave afectación al derecho a la libertad del imputado, por lo que garantizar al existencia de un real derecho a la defensa por parte de los defensores públicos es una obligación que tiene todo Estado y que ha de ser garantizado desde el inicio hasta el fin de todo proceso penal, de lo contrario, estaríamos frente al ejercicio de un derecho a la defensa ineficiente e ineficaz.
* Abogado del Estudio C’M´S Grau; Maestrante en la maestría de Derecho Constitucional de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP); Titulado por la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo (USAT); e Integrante de la Red Inocente de la California Innocence Proyect de la Universidad de California (EE.UU).
[1] El Tribunal Constitucional, en varías de sus sentencias, ha precisado que el derecho a no quedar en estado de indefensión se conculca cuando los titulares de los derechos e intereses legítimos se ven impedidos de ejercer los medios legales suficientes para su defensa, pero que no cualquier imposibilidad de ejercer esos medios produce un estado de indefensión que atenta contra el contenido constitucionalmente protegido del derecho, sino que es constitucionalmente relevante cuando se genera una indebida y arbitraria actuación del órgano que investiga o juzga al individuo. Tal hecho se produce cuando al justiciable se le impide, de modo injustificado, argumentar a favor de sus derechos e intereses legítimos (Véase el Exp. N.º 0582-2006-PA/TC; Exp. N.º 5175-2007-HC/TC, entre otros).
[2] Véase Caso del Tribunal Constitucional Vs. Perú,sentencia del 31 de enero de 2001, párr. 69 y, Caso de Personas Dominicanas y Haitianas Expulsadas Vs. República Dominicana, sentencia del 28 de agosto de 2014, párr. 349, entre otros.
[3] Véase Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela,sentencia del 17 de noviembre de 2009, párr. 29 y, Caso Argüelles y otros Vs. Argentina, sentencia del 20 de noviembre de 2014, párr. 175, entre otros.
[4] Ídem.
[5] Véase Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela, párr. 61 y, Caso Argüelles y otros Vs. Argentina, párr. 177, entre otros.
[6] Véase Caso Vélez Loor Vs. Panamá, sentencia del 23 de noviembre de 2010, párr. 132, y Caso Argüelles y otros Vs. Argentina, párr. 177, entre otros.
[7] Véase Caso Cabrera García y Montiel Flores Vs. México, sentencia del 26 de noviembre de 2010, párr. 155, entre otros.
[8] Véase Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez Vs. Ecuador, sentencia del 21 de noviembre de 2007, párr. 159 y, Caso Cabrera García y Montiel Flores Vs. México, párr. 155, entre otros.
[9] Véase Caso Ruano Torres y otros Vs. El Salvador, sentencia del 05 de octubre de 2015, párr. 164, entre otros.
[10] Ídem, párr. 166.
[11] Ídem, párr. 168.