«No sólo las fogatas nos impidieron esa tarde acercarnos al mulato gritón, sino el abatimiento. Quien no conoce las tristezas deportivas no conoce nada de la tristeza. Esa vez, como muchas otras veces, salimos del estadio con la muerte en el alma, desesperados de la vida, sin saber cómo podríamos consolarnos del fracaso de nuestro equipo. Éramos aún muy chicos para buscar olvido en las cantinas y por supuesto no lo bastante maduros para encajar filosóficamente una derrota. No nos quedaba otra cosa que sufrir durante días o semanas, hasta que el tiempo aplacara nuestro dolor o una victoria de nuestro equipo nos devolviera la alegría».
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Qué duda cabe, Julio Ramón Ribeyro es el mejor cuentista peruano de la historia. Además de su vocación literaria, el «flaco» fue un grandísimo aficionado al fútbol. Eso lo llevó a visitar el Estadio Nacional en innumerables ocasiones, viviendo anécdotas deportivas de lo más variopintas. En esta historia, el genial escritor cuenta con estética precisión los pormenores de algunos encuentros de fútbol desarrollados en los años cuarenta. Narra de forma única la euforia que provoca el triunfo de nuestro equipo. Y claro, con profunda melancolía, describe perfectamente la decepción que produce una derrota y su posterior catarsis.
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Atiguibas
En el viejo estadio nacional José Díaz -ahora ampliado y modernizado- viví de niño y luego de muchacho horas inolvidables. Con mi hermano vimos desfilar por la grama pelada de la cancha a los más renombrados clubes del fútbol de Argentina, Brasil y Uruguay. Y también del Perú, hay que decirlo, pues entonces teníamos grandes jugadores y equipos que realizaron hazañas memorables. En las Olimpiadas de Berlín del 36, para poner un ejemplo, estuvimos a punto de campeonar luego de vencer a Austria por 4 a 2. Pero a Hitler no le gustó la cosa: que negros y zambos de un país como el Perú derrotaran a rubios teutones era para él no sólo un traspié deportivo sino un revés ideológico. La FIFA, presionada por el Führer, ordenó que se anulara el partido alegando que la cancha tenía no sé cuántos metros más o menos de largo. Nos retiramos de las Olimpiadas, con lo que salvamos nuestra dignidad, pero perdimos el campeonato.
En esa época, cuando venía un equipo extranjero, había que ir al estadio a las diez de la mañana, si uno quería encontrar sitio en las tribunas populares. El partido de fondo era a las cuatro de la tarde, de modo que para que el público no se aburriera se jugaban antes unos diez o doce partidos preliminares: calichines, infantiles, juveniles, equipos de barrio o clubes de segunda y tercera división. Todo ello bajo un sol de plomo, pues las temporadas internacionales eran en pleno verano. Los espectadores tenían que ponerse viseras o fabricarse gorros con papel periódico. Y la mayoría de ellos llevar su almuerzo en bolsas o paquetes, si no querían desfallecer de hambre a mitad de la tarde. Las tribunas se convertían así no sólo en una galería atestada de hinchas síno en un gran comedor público o picnic distribuido en las graderías. Y en un tráfico de vendedores ambulantes, pues siempre faltaba algo que comer o que beber o que fumar y entonces entraban a tallar los mercachifles que se deslizaban por las gradas ofreciendo empanadas, butifarras, anticuchos, cigarrillos al menudeo y botellas de cerveza y gaseosas. Cuando el partido estaba que ardía, se deslizaban agachados, casi reptando, pues de lo contrario eran blanco de insultos y proyectiles, si no eran simplemente echados a empujones por encima de las cabezas de los espectadores hasta aterrizar al borde de la cancha.
Un detalle para completar el ambiente de las tribunas populares de entonces: la de «segunda», a la que íbamos mi hermano y yo, era de cemento hasta las diez primeras gradas y de madera hasta la parte más alta. No había en ellas baños ni retretes. Después de horas de ver fútbol y de beber, el público quería orinar. No quedaba más remedio que subir hasta la última grada y mear por encima de la baranda sobre el espacio de tierra situado entre las tribunas y las altas paredes que cercaban el estadio. Quien en esos momentos se arriesgara a caminar por ese lugar tenía asegurado su duchazo de orines. Pero lo más frecuente era que los meones no pudieran subir hasta la última grada porque había mucho público o porque ya no se aguantaban y entonces buscaban un orificio en las graderías de madera y adoptando posiciones grotescas metían su pito por allí y se aliviaban entre las risas y bromas de los hinchas. En esa época no iban mujeres al estadio. El fútbol era sólo cosa de machos.
El grito surgió en medio del tenso silencio que reinaba durante el partido entre el popular club nacional Alianza Lima y el visitante argentino de turno, el San Lorenzo de Almagro. Los negros del Alianza acababan de empatar a un gol con sus rivales cuando la voz resonó en lo alto de la tribuna de segunda:
-¡Atiguibas!
Era la primera vez que escuchábamos ese grito. El público lo recibió con risotadas y el partido continuó, cada vez más angustioso pues los argentinos amenazaban sin descanso el arco aliancista. Pero cada cinco o diez minutos volvía a escucharse el grito:
-¡Atiguibas!
Y el ambiente se relajaba.
Pronto los argentinos concretaron su dominio: el corpulento Lángara, centro delantero vasco del San Lorenzo, marcó tres goles seguidos, el último de ellos con un cañonazo desde treinta metros. Ya no había nada que hacer, habíamos perdido. Dejamos las tribunas con el rabo entre las piernas justo cuando un último «¡Atiguibas!» resonaba en el estadio y lograba apenas hacernos sonreír.
A partir de entonces, no hubo match internacional o de campeonato, en el que este grito no se escuchara en el estadio, estuviese el partido aburrido o apasionante, fuésemos ganando o perdiendo, despertando siempre hilaridad en el público. ¿Quién lo lanzaba? Su autor era al parecer inubicuo, alguien que estaba un día en una tribuna y luego en una diferente. Mi hermano y yo, a fuerza de ir al estadio, logramos localizar el origen del grito en la parte alta de la tribuna de segunda y a veces en la tribuna de popular norte, pero no distinguimos al sujeto que lo lanzaba. La voz era potente, ronca, una voz borrachosa o negroide. Pero el estadio estaba lleno de borrachosos y negroides. ¿Qué significaba además esa palabra? Nadie lo sabía. Todos a quienes preguntamos, en el estadio o fuera de él, decían haberla escuchado pero ignoraban su significado.
Una tarde al fin logramos ver al gritón y en circunstancias más bien sombrías. Fue durante un partido muy esperado en el cual el campeón nacional Universitario de Deportes -del cual mi hermano y yo éramos hinchas furiosos- recibía al campeón brasileño Sáo Paulo. Como el uniforme de ambos equipos era blanco, Universitario por cortesía con el visitante cambió el suyo por una camiseta verde. Ver salir a nuestro equipo con una camiseta de otro color nos dio mala espina. Había de por medio además un duelo entre centrodelanteros: Leonidas, llamado el Diamante Negro brasilero, y Lolo Fernández, el Cañonero peruano. Apenas sonó el silbato se escuchó un estruendoso «¡Atiguibas!» que puso a todos de buen humor. Y el buen humor aumentó cuando nuestro equipo abrió el marcador gracias a un tiro libre de Lolo Fernández. El primer tiempo terminó a nuestra ventaja, pero al comenzar el segundo el Diamante Negro se destapó. Era un negro de frente muy despejada, casi calvo y de físico esmirriado, pero diabólicamente técnico, inteligente y mañoso. En apenas veinte minutos sus jugadas sembraron la confusión en nuestra defensa y el Sáo Paulo anotó cinco goles seguidos. El último de éstos fue como un detonador: el público pasó por encima de las alambradas e invadió la cancha, no se sabía si para agredir a los brasileros o para linchar a los peruanos. El árbitro dio por terminado el partido y ambos equipos huyeron hacia los camerinos custodiados por la policía. Fue entonces cuando sonó un «¡Atiguibas!» lastimero en medio de las graderías que se despoblaban y pudimos ver en lo alto de la tribuna de segunda, nuestra tribuna, a un mulato bajo, regordete, de abundante pelo zambo, que hacía bocina con sus manos y lanzaba un postrero «¡Atiguibas!», justo cuando fanáticos de la mala entraña hacían fogatas con periódicos, las tribunas de madera empezaban a flamear y nosotros teníamos que abandonar el estadio a la carrera.
No sólo las fogatas nos impidieron esa tarde acercarnos al mulato gritón, sino el abatimiento. Quien no conoce las tristezas deportivas no conoce nada de la tristeza. Esa vez, como muchas otras veces, salimos del estadio con la muerte en el alma, desesperados de la vida, sin saber cómo podríamos consolarnos del fracaso de nuestro equipo. Éramos aún muy chicos para buscar olvido en las cantinas y por supuesto no lo bastante maduros para encajar filosóficamente una derrota. No nos quedaba otra cosa que sufrir durante días o semanas, hasta que el tiempo aplacara nuestro dolor o una victoria de nuestro equipo nos devolviera la alegría.
Una victoria, eso tardaría en venir, pero al fin la tuvimos e inolvidable, uno o dos años más tarde, cuando llegó a Lima precedido por inmensa fama el Racing Club de Buenos Aires. Acababa de ganar el campeonato argentino, habiéndose mantenido invicto en los últimos veinte partidos. En su plantel todos eran estrellas, pero sus figuras más descollantes eran el arquero Rodríguez, el defensa Salomón (un metro noventa y cinco por cien kilos de peso) y el alero ízquierdo Ezra Sued. Universitario de Deportes, en cambio, había terminado tercero del torneo nacional y su célebre Cañonero Lolo Fernández, nuestro ídolo, estaba lesionado y quedaría en el banco de los suplentes.
El partido comenzó a las cuatro de la tarde, precedido por un estruendoso «¡Atiguibas!» que resonó esta vez muy cerca de nosotros. El Racing era realmente una máquina de hacer goles. En apenas diez minutos su centro delantero Rubén Bravo, gracias a pases milimétricos de Ezra Sued, perforó dos veces la valla de nuestro equipo. La delantera de Universitario, conducida por el flaco Espinoza, se estrellaba sin remedio contra el gigante Salomón. En el estadio reinaba un silencio pavoroso y ni siquiera el zambo gritón, a quien ubicamos ahora pocas filas más arriba, se atrevía a lanzar su arenga.
Al promediar el primer tiempo el entrenador de Universitario decidió hacer entrar a Lolo en reemplazo del flaco Espinoza. Su aparición en el campo, con su redecilla en la cabeza y un ancho vendaje en el muslo, despertó aplausos atronadores y un alentador «¡Atiguibas!». Y entonces se produjo el milagro. Lolo Fernández marcó cinco goles, pero cada uno de ellos fue una obra de arte, un modelo de fuerza, técnica, coraje y oportunismo. El primero fue un cañonazo de quince metros, al empalmar a la carrera un centro a media altura que le envió el alero izquierdo. El segundo una «palomita» entre las piernas de Salomón, impulsado con la cabeza, casi al ras del suelo, un centro-tiro de su hermano Lolín. El tercero fue simplemente un golpe de taco, de espalda al arco, aprovechando una bola que vacilaba en el área de castigo. En la segunda parte del encuentro, Racing de entrada marcó un gol, con lo que igualó tres a tres y sembró pánico en la hinchada. Los platenses se volcaron con ardor en el campo de Universitario, decididos a defender su prestigio de campeón argentino. Pero Lolo estaba en su tarde gloriosa: aprovechando un tiro de esquina se elevó por encima del gigante Salomón y envió un cabezazo que rebotó delante del arco y penetró en la valla. Minutos más tarde, durante un nuevo contraataque, recibió un pase en el centro del campo, avanzó velozmente con el esférico y sin detenerse envió desde fuera del área un violento tiro rasante que venció la valla argentina por quinta vez. El arquero Rodríguez, de pura rabia, se quitó la gorra y la arrojó al suelo. Fue un signo de claudicación: el Racing, desmoralizado, aceptaba su derrota. En los minutos finales se limitó a jugar a la chacra para evitar un nuevo gol. El match terminó en medio de hurras, cantos y chillidos de júbilo y entre éstos el infalible y sonoro «¡Atiguibas!». Como esta vez el mulatón estaba a nuestro alcance, mi hermano y yo tratamos de abordarlo para compartir nuestra emoción y sonsacarle de paso el sentido de su enigmático grito. Pero una turba de hinchas borrachos que blandían botellas de cerveza lo rodearon y en ruidosos tumultos se perdieron por una de las oscuras escaleras que descendían hacia las puertas de salida.
Seguimos yendo al viejo estadio durante años, más por costumbre que por pasión. Las derrotas nos hacían aún sufrir y los triunfos gozar, pero con menos intensidad que antes. Éramos ya mozos, descubríamos el amor, el arte, la bohemia, la ambición, otros ámbitos donde invertir nuestros sueños y cobrar otra calidad de recompensa. Íbamos a la segunda en grupo, tomábamos cerveza, llegábamos incluso a burlarnos piadosamente de nuestros ídolos, Lolo Fernández entre otros, que se acercaba a la cuarentena y fallaba lamentablemente hasta tiros de penal. Y el «¡Atiguibas!» seguía resonando, con menos frecuencia que antes, es verdad, pero seguía resonando, despertando siempre la risa del público y nuestra curiosidad. Una especie de fatalidad impedía sin embargo que abordásemos la fuente del grito, el zambo borrachoso, a pesar que lo tuvimos algunas veces tan cerca que pudimos ver su encrespada melena, su tosca nariz un poco torcida y su cutis más morado que negro, marcado por cráteres y protuberancias, como un racimo de uvas borgoña muy manoseado. Gresca, tranca o llegada de la «segundilla» (público al que se abría las puertas del estadio media hora antes que terminara el partido y que inundaba las tribunas de segunda) lo sacaron siempre de nuestra órbita. Es así que terminé por no ir ya más al estadio y luego por abandonar el país sin haber podido resolver el secreto de este grito.
Muchos años más tarde, en uno de mis esporádicos viajes al Perú, me aventuré por el Jirón de la Unión, convertido ya en calle peatonal atestada de ambulantes, cambistas, vagos y escaperos. Me abría paso difícilmente entre la muchedumbre cuando divisé en el atrio de La Merced a un pordiosero de pie al lado del pórtico con la mano extendida. Su rostro me dijo algo: esa nariz asimétrica, esa pelambre ensortijada ahora grisácea y sobre todo ese cutis morado, violáceo, como de carne un poco pútrida. ¡Acabáramos, era Atiguibas! ¡La ocasión al fin de abordarlo, de acosarlo y de averiguar el significado de esa palabra que durante años traté en vano de conocer! Me salí del río de peatones y me acerqué al mendigo que, según noté, tenía un pie envuelto con un espeso vendaje sucio. Al sentir mi presencia alargó más la mano cabizbajo:
-Alguito no más para este anciano enfermo. Su voz ronca era inconfundible.
Inclinándome le murmuré al oído:
-Atiguibas.
Fue como si lo hubiera hincado con un alfiler. Dio una especie de respingo y levantó la cabeza, mirándome con los ojos muy abiertos.
-No me digas que no -continué-. Te conozco desde que iba al estadio de chiquito. La tribuna de segunda, allí arriba. ¡Cuántas veces te he oído gritar! Pero ahora me vas a decir lo que quiere decír Atiguibas. He esperado más de veinte años para saberlo.
El mulato me observó con atención y alargó más la mano.
-Sí, pero me sueltas unos verdes.
Tenía en el bolsillo un billete de cinco dólares y otro de cien.
Le mostré el de cinco. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Veinte dólares.
Protesté, diciendo que eso era una estafa, que si no fuera porque estaba en Lima de paso no le hubiera ofrecido ni un solo dólar, pero el mulato no cejó.
-Bueno -dije al fin-. Voy a cambiar estos cien dólares. Espérame aquí.
El mulato me retuvo.
-Esos cambistas son de la mafia. Venga conmigo acá adentro. Yo conozco al sacristán. Él paga bien.
Entré a la iglesia guíado por él, que se desplazaba sin mucha dificultad a pesar de su pie vendado. El templo a esa hora estaba casi vacío, frecuentado sólo por algunos turistas y beatas e iluminado por los cirios que titilaban ante algunas imágenes. Pasamos delante de varios confesonarios desiertos hasta llegar a una puerta lateral que estaba entreabierta.
-¿Tiene el billete allí? Me espera un instante.
Le entregué los cien dólares y di unos pasos hacia el sagrario para apreciar de más cerca las tallas barrocas del altar mayor, pero a los pocos metros me detuve atenazado por la sospecha y volví rápidamente hacia la sacristía. En esa pieza no había nadie, ni tampoco en la contígua, ni en la siguiente que, por una pequeña puerta, reconducía a la nave lateral. Ya ni valía la pena echarse a buscar al mulato, que no era ni cojo ni mendigo. De pura cólera lancé un estruendoso «¡Atiguibas!» que resonó en todo el templo alarmando a las viejas dobladas en sus reclinatorios. Y creí comprender el sentido de esa palabra cuando al salir de la iglesia me sorprendí diciéndome que ese mulato pendejo me había metido su atiguibas.