«Libertad en sus costas se oyó». Perú, con su himno de redención, fue la tierra prometida de japoneses que en 1899 huían del desempleo. Los primeros 790 inmigrantes desembarcaron en el puerto del Callao y se dispusieron a cumplir los contratos laborales en las haciendas costeñas.
La Asociación Peruano Japonesa reseña esta mudanza de país a país para explicar las bases de una comunidad que, luego de ver más abuso que beneficio en los acuerdos, se expandió hacia las entrañas de las ciudades. Así, alguna generación de algún clan llegó en los años 40 a Breña, a los fundos de Azcona y Chacra Ríos, y se instaló en dos casas familiares.
Como para entonces la Segunda Guerra Mundial había empujado al Perú a tejer un vínculo con Estados Unidos, en 1942, 1943 y 1944, el gobierno del presidente Manuel Prado Ugarteche organizó la deportación de japoneses y peruano-japoneses a campos de internamiento norteamericanos.
Este es el escenario que infundía entre los habitantes extranjeros y nikkei la estrategia de mantener un perfil discreto. La familia habitante de aquellas dos casas del distrito limeño también cumplía este código compartido –siempre fue un grupo silente–, pero lo rompió cuando, un 2 de noviembre de 1944, protagonizó titulares en periódicos y despertó el desconcierto nacional.
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Siete víctimas en una madrugada
En la página 12 del diario El Comercio se anunciaba: «Fueron asesinadas siete personas de nacionalidad japonesa». Los cuerpos desnudos, parientes entre sí, flotaban en la acequia Magdalena del jirón Tingo María, en Chacra Ríos.
Tras la autopsia, la Policía detectó que las «víctimas fueron golpeadas con un arma contundente y que los cadáveres presentaban múltiples traumatismos en la cabeza y en la cara, inferidos por mano ajena». La mano ajena sospechosa era la de Mamoru Shimizu, excombatiente japonés de 32 años y familiar de todos ellos: Tamotsu, Hanay, Tokio, Yoshiko, Sumiko, Carlos y Mika.
Kiyoshi Nayto, mayordomo, también fue detenido junto con Shimizu y fue pieza clave para testimoniar pistas que apuntaban hacia el culpable: haberlo visto descalzo durante la madrugada y constatar que el saco ensangrentado hallado después era de su patrón.
Durante diez días y con más pruebas sobre la mesa –cartas, dinero y fotografías guardadas en sacos de carbón–, la negación todavía dominaba. Sin embargo, la confesión de Mamoru solo fue posible con la intervención de Sumiko, su esposa, quien le suplicó que admitiera si tenía responsabilidad.
Y así fue. Tenía culpa y también una excusa cuya credibilidad era débil: disputa por los negocios familiares.
El castigo para un asesino en masa
El 4 de noviembre de 1948, el Segundo Tribunal Correccional condenó a Mamoru Shimizu a 25 años de prisión por el asesinato de las siete personas y a una reparación civil de 70 000 soles.
Cursó su pena en la vieja Penitenciaría de Lima, y el 4 de junio de 1959 falleció a raíz de una inyección del fármaco Vitacose. Su nicho se ubica en el Cementerio Presbítero Maestro, muy cerca de las tumbas de sus víctimas.
Los medios de comunicación lo calificaron –y lo hacen hasta ahora– como el primer asesinato en masa del Perú.
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Teoría del Dragón Negro
La historia con aristas sin resolver despertó especulaciones y sirvió como material para la cultura popular. Así, en 1991, el periodista Jorge Salazar publicó «La Medianoche del Japonés», libro en el que desarrolló una de las teorías consideradas en aquel 1944: una «defensa» del estricto código de honor japonés que profesaba la secta Dragón Negro.
Los miembros habrían tenido un presunto vínculo con esta sociedad secreta ultranacionalista, pero desertaron y le vendieron información de sus connacionales a Alemania, datos valiosos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. De acuerdo con el autor durante una entrevista a Televisión Nacional del Perú (TNP) –actual TV Perú–, cuando Mamoru Shimizu se enteró, habría cobrado venganza.
El lema de esa mafia era «Quien traiciona muere a palos»… En este caso, a combazos.
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