Estimados lectores, compartimos un breve fragmento del libro Derecho familiar peruano, obra del reconocido civilista Héctor Cornejo Chávez, lectura imprescindible para todo estudiante de derecho.
Cómo citar: Cornejo Chávez, Héctor. Derecho familiar peruano. Décima edición, Gaceta Jurídica, 1999, pp. 63-68.
Sumario: 1. Concepto; 2. Origen y evolución; 3. La doctrina jurídica y el concubinato.
1. Concepto
Debajo de la unión legal, que es el matrimonio, existe la de hecho, que es el concubinato.
La poca atención que la doctrina jurídica suele dedicar a esta figura y la forma fragmentaria y dispersa con que es tratada en la mayoría de las legislaciones, por razones que luego se apuntarán, hacen que las características y consecuencias de la misma no aparezcan con entera claridad.
Puédese, empero, distinguir dos acepciones de la palabra concubinato; una amplia, según la cual lo habrá allí donde un varón y una mujer hagan, sin ser casados, vida de tales; y otra restringida, que exige la concurrencia de ciertos requisitos para que la convivencia marital sea tenida por concubinaria.
En el primer sentido, el concubinato puede darse entre personas libres o atadas, ya por vínculo matrimonial con distinta persona, ora tengan impedimento para legalizar su unión o no lo tengan, sea dicha unión ostensible o no lo sea; pero siempre que exista un cierto carácter de permanencia o habitualidad en la relación. Quedan, en consecuencia, excluidos del concubinato, aun entendido este en su aceptación amplia, la unión sexual esporádica y el libre comercio carnal.
En sentido restringido, el concubinato puede conceptuarse como «la convivencia habitual, esto es, continua y permanente, desenvuelta de modo ostensible, con la nota de honestidad o fidelidad de la mujer y sin impedimento para transformarse en matrimonio»[1], de donde se infiere que no solamente la relación sexual esporádica y el libre comercio carnal, sino también la convivencia violatoria de alguna insalvable disposición legal relativa a los impedimentos para contraer matrimonio, queda excluida del concepto estricto de concubinato.
2. Origen y evolución
El concubinato tiene un origen muy remoto, pues le admitió ya, como institución legal, el Código de Hammurabi, que es el más antiguo que se conoce (año 2000 a. C.); pero no ha tenido siempre las mismas características, ni ha sido acogido en todos los pueblos y épocas en análogas condiciones legales.
En Roma, el concubinato fue regulado por el jus gentium, con la tolerancia de derecho civil, y alcanzó su mayor difusión a finales de la República. Se originó esta forma de convivencia por las restricciones puestas al jus connubi[2] y, sobre todo, al decir de Pacchioni, por la corrupción de las costumbres y la aversión cada día mayor hacia el matrimonio.
Es interesante hacer notar que el concubinato, aunque poco honroso para quienes lo practicaban y especialmente para la mujer (que perdía, si era ingenua y honrada, la consideración social y el título de mater familias), no tenía entre los romanos el carácter de ilícito, ni era practicado arbitrariamente, sino que estaba sometido a ciertas reglas. Así, la concubina era susceptible a la pena de adulterio, el parentesco en determinados grados, producía impedimento, regía el principio monogámico, etc.
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Sin embargo, no era un matrimonio, pese a que la existencia de ciertas normas ha permitido que se le califique a veces como un matrimonio inferior o de segundo orden. Porque no había entre los concubinos vínculo matrimonial, no tomaban estos las calidades de vir y uxor; ni existía dote; ni la mujer entraba en la familia del marido; ni tenía el padre potestad sobre los hijos; ni adquirían estos la categoría de justi liberi, aunque tampoco eran spurii, sino naturales liberi, ni eran precisos el divorcio o el acta de repudio, sino la mera voluntad de las partes y aun de una sola de ellas, para poner fin a la relación concubinaria.
Entre los germanos existió también el concubinato, sobre todo para las uniones entre libres y siervos, debido a la repugnancia que esos pueblos sintieron por los matrimonios entre gentes de desigual condición; pero después fue sustituido por el llamado matrimonio de mano izquierda o morganático, en virtud del cual la mujer de condición inferior no participaba de los títulos ni rango del marido, y los hijos seguían la condición de la primera sin heredar.
El concubinato subsistió en el curso de la Edad Media no obstante la creciente oposición del cristianismo. Así, en España lo consagraron antiguas costumbres y aun ciertas disposiciones legales. Distinguíase, dice Escriche[3], tres clases de enlaces de varón y mujer autorizados o tolerados por la ley: el matrimonio de bendiciones, celebrado con las solemnidades de derecho y consagrado por la religión; el matrimonio a yuras o juramentado, que era legítimo pero clandestino; y la barraganía, que era propiamente un concubinato fundado en «un contrato de amistad y compañía cuyas principales condiciones eran la permanencia y la fidelidad».
De las disposiciones contenidas en los diversos fueros se desprende que la barraganía (del árabe barra, que significa ‘fuera’; y el castellano gana o ganancia: ganancia obtenida fuera del matrimonio) no tuvo al principio caracteres definidos; pero las Partidas la reglamentaron, tomando ciertas normas del derecho romano, como la del principio monogámico, las referentes a algunos impedimentos derivados del parentesco, la de que los gobernadores de provincias no podían tomar en ellas mujer y sí barragana, etc. e introduciendo otras nuevas, como la de que para ser barragana la mujer debía ser tal que no hubiese impedimento para casarse con ella, la de que tanto se podía tomarla entre las siervas y libertas, como las ingenuas, etc.
Siendo el sacramento del matrimonio la única forma lícita de unión sexual, la Iglesia católica comenzó por mirar con cautela la extendida costumbre del concubinato y luego formuló contra él la más abierta condenación. Ya en los primeros tiempos del cristianismo, San Agustín había sentenciado: «Competentibus dico fornicare vobis non licet; sufficiant vobis uxores; et si non habetis uxores, tamen non licet habere concubinas». En 1228, al celebrarse el Concilio de Valladolid con asistencia de los prelados de Castilla y León, la barraganía fue objeto de especial reprobación; y el Concilio de Trento[4] dispuso la excomunión para los concubinos que no mudaran inmediatamente de conducta.
El derecho moderno muestra aún ciertos vestigios del antiguo en materia de concubinato. En Alemania, por ejemplo, le admitió la ley de 1875, aunque restringido a los individuos de las casas soberanas, y el Código de Guillermo (1900), que lo rechaza, deja, sin embargo, a salvo los efectos de la autonomía reservada a determinadas familias.
El concubinato sigue siendo, en la actualidad, sobre todo en algunos países, un serio problema sociológico y jurídico. Más aún en una modalidad que empieza a tener significación en los países más industrializados, en los que el progreso científico, técnico y económico parece correr parejo, a la par con cierta descomposición moral, típica, por lo demás, de las épocas de decadencia de las culturas.
En efecto, mientras en otros lugares del mundo actual el concubinato suele originarse en el bajo nivel cultural, la estrechez económica o las costumbres, en algunos de los más avanzados se registra, junto con estos casos, el de la unión de hecho deliberadamente elegida por hombres y mujeres de alto nivel cultural, como una expresión de repudio del orden tradicional o anhelo de una así entendida «liberación».
El fenómeno no es enteramente nuevo en la historia, pero presenta al derecho un problema de solución más difícil que la ya difícil solución de los casos ordinarios de concubinato. Empero, no son muchas las legislaciones que se ocupan de este fenómeno, acaso porque comparten la opinión de los codificadores franceses en el sentido de que si los concubinos prescinden voluntariamente de la ley y se colocan a sabiendas al margen de las garantías que ella ofrece, esta debe, recíprocamente, despreocuparse de los concubinos.
Entre las legislaciones que se ocupan del concubinato, hay algunas que lo prohíben y sancionan, y otras que, al contrario, brindan a la concubina y a sus hijos ciertos derechos. A este último grupo pertenece la ley mexicana, que reconoce a la concubina, dentro de ciertas condiciones, los derechos alimentarios, hereditario, de intentar la investigación de la paternidad y de hacer valer una presunción de filiación en favor de los hijos.
En el Brasil, la ley equipara la concubina a la esposa legítima, y, en el mismo terreno, un acuerdo municipal de Bogotá otorga a la concubina, en ciertos casos, un derecho al seguro del empleado u obrero[5]. Hay, en fin, legislaciones que no aluden directamente al concubinato, pero lo hacen indirectamente, como cuando determinan que hay impedimento matrimonial si uno de los pretendientes ha mantenido relaciones sexuales con algún ascendiente o descendiente del otro.
3. La doctrina jurídica y el concubinato
Sentado que el concubinato no es solo un fenómeno histórico, sino un hecho vigente en todas o la mayoría de las sociedades modernas, el primer problema que la doctrina ha de resolver es el de si la ley debe ocuparse de él para regularlo en la forma que mejor condiga con la justicia y el interés social, o si, atentas sus consecuencias, es preferible que lo ignore, como hace la mayoría de las legislaciones.
Ahora bien, si se considera, de un lado, que el derecho y la ley son fenómenos sociales, concebidos y dictados en vista de una realidad determinada que deben gobernar y encauzar; y si, de otro lado, se tiene en cuenta que cualquiera que sea la apreciación que se haga del concubinato, la única manera de rodearlo de garantías o de proveer a su extirpación es cogerlo dentro de los cauces de una norma coercible, se llega por fuerza a la conclusión de que la deliberada ignorancia del concubinato por parte del legislador es un camino que a nada conduce, sino a la agravación de las consecuencias prácticas del fenómeno.
En realidad, pues, el problema no es el de saber si conviene o no que la ley gobierne el concubinato, sino el de establecer en qué sentido y con qué mira final debe hacerlo, es decir debe procurar, con medidas adecuadas, su paulatina disminución y eventual desaparición, o si, al contrario, debe prestarle amparo y conferirle así la solidez que le falta.
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El mero raciocinio parece conducir a la conclusión que en primer término se ha sugerido, esto es, a la necesidad de buscar la extirpación del concubinato y su sustitución por la unión matrimonial ajustada a la ley. En efecto, si lo que se pretendiera fuera prestar a los concubinos, a sus hijos y a los terceros las mismas garantías que la ley da a los casados, a su prole y a los terceros que contratan con la sociedad conyugal, se iría, en realidad, a establecer una segunda clase de matrimonio; idea que carece de sentido, porque para otorgar amparo al concubinato habría que exigirle determinados requisitos referentes a su constitución y existencia, y esos requisitos no podrían ser sino los mismos que se exige al matrimonio desde que se trata de prestar a aquel el mismo amparo que a este.
Tal camino, pues, no conduce a afirmar y dar solidez al concubinato, sino a extirparlo, identificándolo con el matrimonio mismo. Y, por otro lado, si lo que se pretende es rodear al concubinato de algunas garantías, pero sin llegar a ponerlo al nivel del matrimonio, tal intento no solo sería inequitativo, deprimente y perjudicial al casamiento —desde que el menor número de obligaciones y responsabilidades seguiría derivando muchas uniones hacia el concubinato—, sino que carecería de fundamento y representará un retorno a la antigua idea de un matrimonio de segundo orden, como se califica al concubinato romano.
Las razones por las cuales se pone empeño en extirpar el concubinato no son únicamente, como lo hacen notar Planiol y Ripert, de orden religioso, sino de carácter sociológico; y pueden resumirse en que la libertad sin límites de que gozan los concubinos es incompatible con las familias que crean. En efecto:
a) Desde el punto de vista de la mujer, que es generalmente el sujeto débil de la relación, el concubinato la coloca en el doble riesgo de quedar desamparada cuando ni los hijos que ha procreado, ni su edad, ni el propio antecedente de su convivencia sexual le brindan la perspectiva de una unión duradera con distinta persona; y el de que, amén de esto, la despoje su concubino del patrimonio, modesto o cuantioso, que ella ayudó a formar con su trabajo o su colaboración indirecta.
b) Desde el punto de vista de los hijos, la inestabilidad de la unión concubinaria no es ciertamente la mejor garantía de su mantenimiento y educación.
c) Para los terceros que, engañados por la apariencia de unión matrimonial que ostenta el concubinato, contratan con una presunta sociedad conyugal, el descubrimiento tardío de la verdadera índole de la unión puede hacerles víctimas de manejos dolosos de los concubinos.
De todas estas consecuencias, la que más ha preocupado al jurista y aun al legislador —lo que no significa que sea la más importante—, es la referente a la posibilidad de que la mujer, al disolverse la unión, sea despojada por su concubino; y para poner atajo a semejante posibilidad se han sugerido varias soluciones, de las cuales se puede mencionar las siguientes:
— La de considerar la unión concubinaria como una sociedad, a efecto de que, disuelta la relación, se proceda a una liquidación patrimonial que atribuya a cada cual lo que en justicia le corresponde. La inconsistencia de esta opinión es evidente, no solo en cuanto a que, desde el punto de vista formal, el concubinato no es un contrato de sociedad, sino porque la mente de los concubinos al iniciar y mantener sus relaciones es muy distinta de la affectio societatis que suele considerarse como esencial al contrato de la sociedad. Ni por la forma, ni por la intención puede, pues, asimilarse el concubinato a la sociedad civil o mercantil, a menos que se retuerza, hasta desfigurarlo por completo, el concepto de esta.
De otro lado, aun admitiendo como razonable esta solución, se tropezaría con el obstáculo de que, justamente por no haber documento constitutivo alguno y por basarse la unión en la confianza mutua y en la imprevisión, habrá de ser difícil determinar los bienes que cada concubino aportó y la proporción en que cada cual ha contribuido a formar o acrecentar el caudal común.
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Se ha pensado por otros autores en la procedencia de ver en el concubinato; solo para los efectos que nos ocupan, un contrato de locación de servicios a cuyo amparo sea posible obligar al concubino a pagar cierta suma a la concubina abandonada, por concepto de retribución de prestaciones personales; pero no hay duda de que esta concepción fuerza intolerablemente la figura contractual de la locación de servicios y desconoce la índole de la unión concubinaria, cuya esencia, que es la reciprocidad de afectos y deberes, es incompatible con la idea de patrono y empleado.
— Por último, un sector de la doctrina sostiene que el caso de abandono de la concubina acompañado de despojo no es sino uno de enriquecimiento indebido y, como tal, debe juzgársele.
Esta solución, que por lo demás franquea un amplio, pero no siempre fácil campo de prueba a la mujer, haría presidir el juzgamiento por un criterio de equidad. Alguna jurisprudencia suprema, anterior al nuevo Código Civil de 1984, avala esta interpretación.
[1] Emilio Valverde, ob. cit.
[2] Estas restricciones eran, unas veces, de orden moral, como las referentes a las mujeres de mala vida o a las sorprendidas en adulterio; otras, tenían el carácter de sociales, como las que afectaban a las mujeres manumitidas o de condición subalterna; o eran, por fin, de orden político, como la que permitía al administrador de una provincia tomar concubina mas no esposa, entre las mujeres del país.
[3] Joaquín Escriche. Diccionario de legislación y jurisprudencia española.
[4] Ses. 23 de reformat, cap. 8.
[5] Cit. E. Valverde.