Con el transcurrir de los años, quienes ejercemos la abogacía en sus distintas vertientes, estamos tan imbuidos en los quehaceres cotidianos, que la pátina del tiempo va cubriendo nuestras expectativas iniciales, aquello que nos llevó a elegir esta carrera tan diversa, incomprendida por algunos, fustigada por otros. Pero más allá del estereotipo social del abogado (en el que se nos pinta como seres hedonistas y frívolos), quienes lo ejercemos sabemos que hay mucha nobleza e hidalguía en ella, porque nuestra esencia es la defensa de los derechos.
El siguiente ensayo es del reconocido abogado y político Miguel Roca Junyent, publicado en su libro «Sí, abogado. Lo que no aprendí en la Facultad», publicado por la editorial Crítica. Allí el autor describe con gran exactitud la formación de la vocación de los abogados, y orienta a quienes se hallan transitando por la crucial decisión de estudiar derecho; pero este texto también nos recuerda a quienes ya ejercemos esta profesión, su importancia y valía.
Así pues, sin mayor preámbulo alcanzamos a nuestros nóveles lectores y a los que no lo son tanto, este breve y sustancioso ensayo.
Y tú, ¿qué quieres ser cuando seas mayor?
El destinatario de esta pregunta puede ser un niño o una niña de ocho o nueve años de edad. El niño se queda con cara de sorpresa y opta rápidamente por una de las siguientes respuestas: en muchos casos, por un simple movimiento de hombros, indicativo de que no tiene la menor idea; en otros casos, sabiendo que así va a dar satisfacción a la familia, se inclina por contestar que él va a ser como su padre; los más decididos o rebeldes suelen apostar por ser bombero si su padre es conductor de ambulancia o carpintero si su padre es electricista. El que ha formulado la pregunta, sea cual sea la respuesta, queda satisfecho porque cree haberse familiarizado con el niño y aparece como «simpático y cariñoso». Los padres y familiares del menor valoran divertidos la situación. Y el menor se aleja indiferente del círculo de esos mayores que hacen preguntas tan incomprensibles.
Ciertamente, en algunos casos, algunos mayores destacan con satisfacción que ellos, desde pequeños, sabían lo que querían ser. «¡Siempre tuve claro que yo sería abogado!» Pues bien, felicidades, pero resulta poco creíble. Podría aceptarse que la persona, por las características que rodean la formación de su personalidad, pueda tener mayor aptitud o sensibilidad para un tipo de estudio. En la actualidad, los sistemas educativos suelen requerir de los alumnos, a una temprana edad –demasiada, a mi entender– la opción entre una línea de formación más humanista o más científica. Esta es una decisión que suele condicionar el futuro de muchos jóvenes que han tomado su opción por razones que, en ocasiones, no están conformes con sus aptitudes.
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Pero el hecho cierto es que resulta difícil afirmar que la vocación nazca con el individuo. Prefiero apuntarme a la idea que la vocación no nace, sino que se hace. Y esto tiene importancia porque son muchos los jóvenes abogados que se preguntan si tienen o no vocación suficiente como para comprometer su futuro en esta actividad profesional. En un principio, parece estar más próximo a sus planteamientos el preguntarse si la profesión les gusta o no, simplemente y sin más. Y esto es lógico, ya que, de entrada, lo más razonable es aceptar que los primeros contactos del joven abogado con el mundo profesional solo pueden generar, como máximo, cierta satisfacción. De la primera búsqueda de la jurisprudencia necesaria para formular un escrito judicial no se deriva ninguna pasión irrefrenable de servir al derecho como abogado. No se descubre a través de la lectura de una ley procesal una vocación clara y definitiva de asociar la propia vida al ejercicio profesional de la abogacía.
Con todo, debe defenderse y, en lo menester, advertir que el buen jurista deberá sentirse vocacionalmente comprometido con su función. Ser abogado es más, bastante más, que ejercer una profesión: significa estar convencido de que con su función se colabora con valores fundamentales que delimitan el marco de la convivencia en libertad. Y, a través de ello, vivir apasionadamente cada caso; estudiar y conocer el derecho, no desde la asepsia, sino leyendo en cada una de sus palabras aquello que más y mejor puede servir los intereses que le han sido confiados.
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Esta vocación crece con el ejercicio de la profesión. Una vocación mal servida profesionalmente no es mucho más que un refugio o una excusa para esconder la incompetencia. Y una profesión que no se viva vocacionalmente hace del abogado un mero prescriptor de soluciones teóricas, quizá correctas, pero normalmente muy alejadas de lo que el cliente precisa. No solo cada cliente es distinto y por ello merece un trato personal, también cada caso, incluso de un mismo cliente, es diferente y reclama del abogado la aproximación vocacional al problema. Es en el terreno de la personalización de la relación cliente abogado, donde la vocación dotará a la profesión de registros y propuestas que trasciendan y desborden el estricto contenido de la norma jurídica.
La vocación se descubre poco a poco. Progresivamente, con el conocimiento de la profesión, la vocación se va desvelando, arraiga en la personalidad del abogado. El «gustar o no gustar» se va sustituyendo por el «disfrutar», por la satisfacción de encontrar el argumento que se resistía, por saber trasladar la doctrina asentada sobre un caso a otro para el que no estaba pensada, pero que se «descubre» que tiene la misma razón de ser. Penetrar en el derecho, leyendo su espíritu, comprender el porqué de la norma y cómo someterla o encajarla en el conjunto del ordenamiento jurídico. Aplicar a lo más especial y específico las bases de los principios más generales del derecho. Poco a poco, todo resulta apasionante.
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No se trata de ganar o perder. Se trata de «construir» tu propia doctrina interpretar la norma desde una visión propia, de comprender los vericuetos del sistema y valorar sus lagunas como un espacio propicio para la propia creación. Se trata de disfrutar cuando se descubre que el caso que te ocupa no es ni convencional ni de libro ni habitual, sino que este es anómalo, complicado, casi insólito. Y que, además, tiene escasa o contradictoria regulación o incluso carece de ella. Todo esto resulta apasionante y es aquí donde la vocación da altura a la profesión.
En la actualidad, este comportamiento vocacional tiene un amplio campo donde desarrollarse. Por un lado, la rapidez del cambio social a menudo otorga escasa y corta vigencia a la norma jurídica. Lo que se legisló hace pocos años puede –incluso debe– modificarse hoy; todo va muy rápido y el derecho también. Por el contrario, la administración de justicia no se libera de una lentitud que perjudica y erosiona su eficacia y credibilidad, pero además, representa que cuando se dicta sentencia definitiva interpretando determinada norma, esta puede haber sido derogada o modificada una o más veces. Así, la jurisprudencia presta escasa ayuda para la interpretación de la norma: esta es tan rápida y la jurisprudencia tan lenta que será el abogado el que, desde su conocimiento, habrá de «crear» esta interpretación. El abogado puede acercarse a la norma sin filtros: no hay doctrina ni jurisprudencia que pueda acompañarle en esta función. Aquí es donde la vocación alimenta la profesión, donde el abogado «construye», «teoriza» y puede contribuir al derecho desde su libertad creativa, acorde con un modelo coherente de armónica integración con el sistema jurídico.
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Pero ¿cuándo podré sentir todo esto?
El joven abogado tiene prisa. Quiere ser abogado, en plenitud, rápidamente. Esto es bueno, es un primer paso. Sin esta inquietud, la vocación se resiste. Podría incluso decirse que la inquietud es la primera manifestación de la vocación. No hay nada tan desmoralizador como un joven abogado que viva desde la indiferencia sus primeros pasos profesionales. Pero también es peligrosa la excesiva rapidez.
La construcción de una vocación requiere tiempo y humildad. Tiempo para aprender y comprender; humildad para leer en los errores la oportunidad de rectificarlos.
Pero, como hemos dicho, el joven abogado tiene prisa. Quiere sentir la profesión como algo que le llene, que además de gustarle –desde la distancia– le identifique, que dé sentido a su realización personal de una manera íntima, plena. Y es bueno que así sea. Su ambición está justificada y no debería ser defraudada. Esa es una de las más relevantes servidumbres de los seniors: no basta con enseñar la profesión, debe desvelarse el cómo vivirla vocacionalmente. Eso requiere esfuerzo, dedicación y comprensión, así que no hacerlo es una gran responsabilidad, porque son muchas las vocaciones que se frustran como consecuencia de la inhibición por parte de muchos abogados experimentados de su compromiso con la verdadera y auténtica formación de los jóvenes que colaboran con ellos.
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No se puede ser un buen abogado si no se sirve la profesión desde una fuerte vocación por el derecho. Estoy convencido de que nadie, seriamente, discutiría esta conclusión. El abogado no es un técnico especialista; puede serlo y los hay, pero no cabe atribuirles ningún compromiso especial de servicio a la causa del derecho en nuestra sociedad. Son buenos profesionales, incluso podrán ser eficaces en la defensa de los intereses que les han sido confiados pero su función vive alejada de los valores que a los abogados corresponde defender, desde el derecho, al servicio del orden jurídico que delimita y llena de contenido a un régimen de libertad.
El abogado vocacional está comprometido en desvelar la vocación de jóvenes abogados. Profesionalmente, la enseñanza de las técnicas jurídicas puede ser suficiente, pero formar abogados es otra cosa: es, fundamentalmente, despertar en ellos la vocación por el derecho. Esta obligación debe configurarse como una exigencia del joven abogado respecto de los despachos que asuman la responsabilidad de iniciarle en sus primeros pasos profesionales. Puede ser que, en algunos supuestos, esta responsabilidad no quiera asumirse y ello sería perfectamente aceptable. Pero debería saberse y decirse: «Aquí usted aprenderá la profesión, pero su vocación deberá buscársela usted por su cuenta». Es aceptable o, mejor dicho, es claro y no engañoso, pero ello limita las expectativas del joven profesional.
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Intentar servir vocacionalmente la profesión no es una cuestión menor. La profesión va a requerir muchas horas, muchos esfuerzos y más de un disgusto. A sus exigencias se sacrificarán aficiones, familia, descanso y oportunidades. Si estos costes solo se asumen desde el estímulo de la contraprestación económica, no habrá grandeza en la función. Debe haber algo más: el vivir como propio el problema, el saber que en su solución has dejado mucho de ti mismo, que en el caso has aportado tus conocimientos y tu ingenio y que has arriesgado en ello. En suma, que no habrías sabido hacerlo mejor para ti mismo. Es importante estar convencido que lo que has hecho valía la pena, porque para tu cliente era importante; que has ganado o ratificado su confianza; que defender un caso pequeño es dar sentido al valor de la justicia, y que contribuir a una gran operación es hacer del derecho un motor del progreso.
Muchas profesiones sirven así a sus clientes y dudo que lo puedan hacer sin vocación. El abogado, en todo caso, no lo podría hacer. Negar esta posibilidad a un joven abogado es algo muy grave que el sistema no debía permitirse. Y la pregunta es: ¿a quién corresponde esta responsabilidad y cómo debe desarrollarla? Hoy por hoy, es una realidad generalmente aceptada que esta función no corresponde a nuestras facultades y, por ello, no se destinan recursos ni, en consecuencia, están en condiciones de hacerlo. Se ha abierto legislativamente todo un nuevo sistema para el acceso profesional que me parece más preocupado por la formación técnica que por los contornos vocacionales de la profesión. Es a los propios abogados, dentro de sus despachos, a quienes más corresponde transmitir a los más jóvenes los elementos y estilos capaces de desvelar su vocación.
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¿Cómo? El joven abogado debe aprender a trabajar en equipo y debe permitírsele hacerlo. Normalmente, a través de su participación puntual en un tema, no llega a percibir la importancia del mismo en toda su complejidad. Su intervención le resulta falta de todo tipo de interés, la estima casi anecdótica, irrelevante. No valora su gestión en un registro, su búsqueda en los anales de jurisprudencia ni una consulta concreta sobre derecho comparado. El asunto no lo vive como suyo, lo vive desde la distancia. Todo ello puede corregirse haciéndole sentir que forma parte del equipo, viviendo con él los avances, los retrocesos, las dificultades, las soluciones. Esto genera entusiasmo y así se describe vocacionalmente la pasión por el derecho.
El joven abogado llamado a resolver un asunto de poca cuantía debe comprender que para el cliente no lo es. Que este puede ser el asunto de su vida y que de la intervención del abogado puede depender el futuro de dicho cliente. No hay asunto pequeño, porque el derecho está tan en juego en ese como en otro de mucha más cuantía. El joven abogado debe vivirlo como su problema y el equipo debe valorarlo como si en ello se jugara el prestigio del despacho.
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Una sentencia bien seleccionada es una gran aportación y así debe reconocerse. Al final, el éxito puede depender de ella. Y el joven abogado que la ha localizado debe saberlo: se le debe valorar su esfuerzo, haciéndole comprender la complejidad global del tema. Esto puede y debe hacerse. Como también se le debe explicar por qué no sirve el trabajo que ha realizado o sus errores. Hablar, dialogar, compartir. Especialmente, deben explicarse los factores perimetrales de un problema: sus consecuencias y condicionamientos. Todo ello crea interés y en ellos se descubre la vertiente pasional de la profesión, la importancia del derecho y la función del abogado. Así nace, se afirma y se desarrolla la vocación.
Pero esta se sirve desde la calidad profesional, desde la autoexigencia. Al final, la vocación comporta, sin más, hacerlo bien. Muy a menudo la satisfacción se encuentra en el trabajo bien hecho. Antes de conocer su eficacia o el resultado del pleito, no haber dormido durante dos días seguidos, absorto y entregado a la redacción de un contrato o de un recurso del que te sientes satisfecho, vale la pena. Así, la vocación estimula el compromiso, te exige más. Sin ello, desde la rutina conformada en «salvar» los trámites, es difícil –prácticamente imposible– vivir vocacionalmente la profesión.
Efectivamente, la calidad –buscarla como mínimo acompaña la vocación. Y ello tiene un claro sentido. Los valores de la convivencia reclaman del abogado un plus especial. No se trata, simplemente, de respetar la norma como cualquier ciudadano; en su caso, el abogado, además, debe construir a su amparo. Este debe respetar el derecho para buscar la seguridad jurídica, para garantizarla y hacerla posible; debe dar vida a los contratos que consagran la autonomía de la libertad individual, sin transgredir los derechos colectivos. El abogado construye la convivencia; no solo él, ciertamente, pero participa de manera destacada en esta actividad.
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En los diversos órdenes del derecho y ante todo tipo de instancias y jurisdicciones, el abogado llena de contenido el marco de la convivencia. Es su garantía primera; sin perjuicio de la función que a jueces y magistrados corresponde, el abogado tiene la aplicación inmediata del derecho como su principal responsabilidad. Por ello, no me cansaré de repetir que la abogacía es más que el ejercicio de una profesión. Es contribuir a hacer realidad la gran conquista del estado de derecho.
De hecho, me doy cuenta de que esta invitación a vivir el derecho como una vocación constituye un motivo muy determinante en mi decisión de escribir este libro. He vivido apasionadamente el servicio al derecho y me parecía que debía hacer partícipe de este entusiasmo a los jóvenes abogados que acceden al ejercicio profesional. Viví el derecho más allá de la norma cuando en España esta no era la expresión de una convivencia en libertad y aprendimos a usar el derecho precisamente para construir y recuperar espacios de libertad. Descubrí la grandeza del derecho cuando en su respeto pudimos construir un estado democrático como garantía de aquella convivencia en libertad. Y, desde entonces, profesionalmente, he podido experimentar la satisfacción de avanzar, desde el derecho y con el derecho, en el desarrollo y el progreso de una sociedad democrática. Esta percepción del derecho como vocación para fundamentar el ejercicio de la abogacía es un privilegio que está al alcance de todos los jóvenes abogados. Otras ambiciones pueden ser más difíciles, pero vivir vocacionalmente la profesión puede conseguirse.
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Seguro que ello requiere esfuerzos de todos: universidades, colegios profesionales y abogados con experiencia. Pero puede conseguirse si los jóvenes abogados asumen también su reto: autoexigencia, calidad, conocer y comprender el alcance de su función y buscar en ella su satisfacción. La degradación de la abogacía a un empleo más no beneficia a la convivencia en libertad. Antes al contrario, debilita la eficacia del ordenamiento jurídico, perjudica la garantía de los derechos de todos y castiga a los jóvenes abogados al restringirles la posibilidad de vivir su profesión como una gran y apasionante vocación de servicio al derecho.
Fuente: Miquel Roca Junyent, «Sí, abogado. Lo que no aprendí en la Facultad», Barcelona: Crítica, pp. 37-46.