Rosario Angelo Livatino era conocido por ser un juez incorruptible, con una moral que se amparaba en la justicia divina. A través de él, operaba la moral de un ser superior y a un ser superior no se le podía comprar. Pero era la Italia de 1990 y la mafia quería poseerlo todo.
Una guerra de mafias dividía al país europeo. La Cosa Nostra, dirigida por el padrino Giuseppe Di Caro, se enfrentaba a unos grupos emergentes interesados en asumir el poder por la fuerza. Este conflicto dejaba un rastro de crímenes por las calles y era necesario ocultar estas huellas sangrientas.
Intentando que los integrantes de la Cosa Nostra fueran absueltos de los numerosos procesos en los que estaban involucrados, las visitas al despecho de Livatino se volvieron recurrentes. Los mafiosos ignoraban que este hombre de leyes tenía una vocación religiosa que le impedía ceder a sus pedidos. Desconocían que el «Siervo de Dios«, como era conocido entre sus colegas, no era como los otros jueces.
Rosario militó de joven en Acción Católica, desarrollando unas convicciones que lo volvían insobornable por la idea de que Dios lo estaba viendo todo. Con facilidad, se envolvía en apasionadas conversaciones sobre lo judicial y lo pastoral, las dos columnas de su vida. Si no estaba en el juzgado, estaba en la iglesia liderando encuentros.
Este perfil preocupaba a los líderes criminales, sobre todo a Giuseppe Di Caro, quien descubrió que el juez vivía en el mismo edificio que él. Sorprendido por esta milagrosa casualidad y harto del personaje al que él definía despectivamente como un «santurrón», dio una orden en alianza con sus enemigos. «Acaben con Rosario Livatino«.
El 21 de setiembre de 1990, Livatino fue emboscado cuando se dirigía al juzgado. Cuatro pistoleros lo intervinieron en la carretera estatal 640, con una lluvia de balas que acabó con una vida dedicada a la fe y a las leyes.
Este asesinato conmocionó al país, generando una respuesta desde varios ángulos. La más importante es que generó la suficiente atención mediática en el caso que el trabajaba en ese momento y que concluyó dos años después, revelando una red de corrupción conformada por políticos, empresarios y jefes criminales.
La iglesia definió este asesinato como “in odium fidei”, un crimen contra la fe del juez. Los rumores de beatificación comenzaron tres años después, gracias a una campaña iniciada por el arzobispo de Agrigento, un compañero de la comunidad a la que perteneció este juez.
En 1993, Juan Pablo II se refirió a él como «mártir de la justicia e indirectamente de la fe”. El año pasado, el papa Francisco lo describió como «un ejemplo no sólo para los magistrados, sino para todos los que trabajan en el campo del derecho: por la coherencia entre su fe y su compromiso con el trabajo, y por la actualidad de sus reflexiones”.
Pero apenas hoy se han hecho públicos los decretos, firmados por el Papa argentino, que autorizan la beatificación del italiano y de otros siete mártires de la fe.
La iglesia reconoce la capacidad del juez para condenar sin perder la sensibilidad para comprender. Destacan, sobre toda su trayectoria legal, la habilidad de darle alma a la ley. Un virtud que esperan sea compartida por más profesionales de esta carrera.