Sumario: 1. Introducción, 2. Influencias simuladas, 3. Irrelevancia jurídico-penal de las influencias irreales, 4. Principio de mínima intervención, 5. Conclusiones.
1. Introducción
Las denominadas «influencias simuladas» han sido objeto de innumerables cuestionamientos. Este tipo de influencias, como su propia descripción deja entrever, son irreales; sin embargo, el legislador penal opta por sancionar estas conductas debido a su afectación al bien jurídico tutelado, es decir, el correcto y normal funcionamiento de la Administración Pública o, más específicamente, el prestigio y buen nombre de la administración jurisdiccional, tal como lo establece el Acuerdo Plenario 3-2015/CIJ-116.
Al respecto, cabe precisar que la Casación 374-2015, Lima ha dejado sentado un criterio de interpretación respecto a una conducta en particular que se encontraría dentro del espectro de la mínima lesividad y el ejercicio legítimo de un derecho en materia de tráfico de influencias. A pesar del extenso desarrollo argumentativo, no se ha realizado un análisis suficiente para colegir qué influencia simulada es mínimamente lesiva (y, por tanto, atípica).
El presente trabajo tratará de vislumbrar qué influencias simuladas no satisfacen los alcances de la imputación objetiva, o, de manera más precisa, cuáles de estas pueden ser consideradas como insignificantes para el ordenamiento penal, desde una perspectiva funcionalista.
2. Influencias simuladas
El legislador optó por sancionar las influencias simuladas ya que, si bien no se lesionaba el bien jurídico en el sentido del correcto y normal funcionamiento de la Administración Pública, ello sí ocurría con el prestigio y buen nombre de la administración jurisdiccional[1], lo cual también incidía en el correcto y normal funcionamiento de la Administración Pública[2].
Se sostiene que el delito de tráfico de influencias simuladas ni si quiera podría considerarse como un delito de peligro abstracto, pues la conducta prescrita como delito posee una entidad falsa, irreal, imposible o nula para generar un verdadero peligro o lesión hacia el bien jurídico protegido (correcto funcionamiento de la Administración Pública). De hecho, también podría considerarse que nos encontramos frente a un supuesto de tentativa inidónea (conducta no punible por imposibilidad de comisión)[3].
Dicho lo anterior, surge una interesante hipótesis: en nuestra legislación actual se sanciona el delito de tráfico de influencias simuladas, pero al gozar de una justificación ínfima dentro del ordenamiento penal, su tipicidad se situaría en un límite escabroso, del cual podría plantearse la posibilidad de subsumir ciertas conductas en el «riesgo insignificante» (ausencia de imputación objetiva de la conducta).
3. Irrelevancia jurídico-penal de las influencias irreales
Mir Puig (2003) señala que la exclusión de la tipicidad penal no procede en las situaciones en que no pueda establecerse la conexión necesaria entre una lesión relevante para el ordenamiento penal y la conducta del autor, sino de la insignificancia penal de la lesividad del hecho, por ser socialmente admitida o irrelevante[4] (p. 16).
El riesgo insignificante es, entonces, un riesgo cuyo efecto en la sociedad no alcanza a ser lo suficientemente relevante para ser objeto de una sanción penal. Este escenario es consolidado como una conducta que no satisface los parámetros de la imputación objetiva, ya sea porque esta se encuentra dentro del ámbito de la adecuación social o dentro del riesgo permitido (en lo que concierne al presente caso, se trataría de lo segundo).
En la Casación 374-2015, Lima, la Corte Suprema ha establecido que la conducta de traficar influencias simuladas no sería antijurídica materialmente si es que se realiza en virtud a una actividad profesional ejercida lícitamente y que, además, sea mínimamente vulnerativa al bien jurídico. Empero, ello es un error, debido a que el hecho de que exista una causa de justificación, ya es suficiente para excluir la antijuridicidad en sí, no se requiere la existencia de un análisis posterior o anterior que determine adicionalmente una mínima lesividad al bien jurídico para que las condiciones de antijuridicidad puedan darse.
Sin embargo, lo que brinda mayor utilidad (y es lo que parece ser un argumento implícito en el desarrollo argumentativo de la jurisprudencia mencionada) a efectos de encontrar una respuesta óptima, parte de un análisis acerca de las instituciones de la imputación objetiva.
Para colegir qué conductas constituyen actos irrelevantes para el ordenamiento penal (atípicos), el examen pasa por colocar al bien jurídico como punto central. Las acciones destinadas al ejercicio regular del oficio se encontrarían dentro del riesgo permitido, por lo que la cuestión sobre qué influencias simuladas no son imputables objetivamente en virtud a la insignificancia del riesgo se resolverían recurriendo al reglamento respectivo (en este caso, al Código de Ética).
Desde la postura aquí sostenida, se entiende que una influencia simulada no podría ser imputable objetivamente cuando el agente que trafique con las influencias tenga una lejanía evidente que vuelva imposible cualquier tipo de vínculo con el funcionario o servidor público objeto de la influencia. El término «lejanía» debe entenderse como un distanciamiento interpersonal entre el traficante de influencias y el trabajador público, de manera que exista una imposibilidad de contacto entre uno y otro; mientras que el concepto «evidente» debe ser interpretado correlativamente a la lejanía, en el sentido de que dicho distanciamiento debe ser notorio ante el observador ajeno razonable[5].
Por supuesto, al no ser objeto de una consecuencia penal, ello no exime a que quede abierta la posibilidad de que las influencias simuladas sean sancionadas administrativamente con base en el Código de Ética, siempre y cuando las particularidades de los casos en concreto fundamenten la sanción administrativa.
El riesgo insignificante, como circunstancia atípica, encuentra relación directa con el principio de mínima intervención. Para lograr una sistematización de las instituciones penales, es necesario que estas sean coherentes en el ámbito aplicativo. El principio de mínima intervención y el riesgo insignificante guardan estrecha relación, en tanto el presupuesto de ausencia de imputación objetiva relega los comportamientos menos nocivos, y, por otra parte, existe un fundamento supra que justifica dicha limitación al ejercicio punitivo del Estado, es decir, a las conductas que no menoscaban gravemente al bien jurídico.
4. Principio de mínima intervención
Este principio es, por antonomasia, el limitador del ius puniendi. En relación a su vinculación con la problemática del tráfico de influencias simuladas, la concepción teórica de un Derecho Penal de intervención mínima sale a la luz, a primera vista, como una inconsistencia evidente: ¿De qué forma una conducta que afecta de manera mínima a un bien jurídico puede ser sancionada con el poder coercitivo del Estado (su ultima ratio)?
Como ya puede vislumbrarse en este punto, se tiene que el riesgo insignificante se encuentra íntimamente relacionado con el principio de mínima intervención[6], el cual es el estructurante básico de un Derecho Penal liberal. Este principio compromete al ordenamiento penal a limitar su intromisión a las conductas más nocivas. Las conductas irrelevantes para el ordenamiento jurídico, desde el punto de vista funcionalista, son atípicas, pero desde una perspectiva panorámica del Derecho Penal, estas conductas no merecen ni necesitan una sanción penal, por ser mínimamente lesivas.
A propósito de esto último, debe recalcarse que, según una opinión mayoritariamente aceptada, el merecimiento de pena implica un juicio global de desvalor por la realización de un injusto penal que debe acarrear un castigo. Por otra parte, la necesidad de pena presupone el merecimiento de pena, y expresa que un hecho, además de merecer la pena, necesita ser penado, es decir, debido a que en el caso particular no existe otra sanción que sea igualmente efectiva, la pena es necesaria[7].
Dicho esto, queda claro que la exclusión de ciertas influencias simuladas encontraría su justificación en la ausencia de necesidad de pena. De esta manera, la propuesta de considerar que una influencia simulada no podría ser imputable objetivamente cuando el agente que realice las influencias tenga una lejanía evidente que vuelva imposible cualquier tipo de vínculo con el funcionario o servidor público mencionado, goza del beneficio de permitir una sistematización aplicativa del Derecho Penal.
No consideramos necesaria una regulación distinta a la realizada por el legislador actualmente; sin embargo, creemos que la jurisprudencia debe ser clara al momento de precisar que no todas las influencias simuladas pueden encontrarse afectas a una consecuencia penal, pues la tarea del operador de justicia se centra en dilucidar, a partir de la prescripción legislativa, cuál es el margen de la ley.
5. Conclusiones
- En nuestra legislación actual se sanciona el delito de tráfico de influencias simuladas. Esta goza de una justificación mínima de la cual puede plantearse la posibilidad de subsumir ciertas conductas en el «riesgo insignificante». Asimismo, este no reviste normativamente de un bien jurídico digno de protección.
- Una causa de justificación es suficiente para excluir la antijuridicidad de la acción en sí, no se requiere la existencia de un análisis posterior o anterior que determine adicionalmente una mínima lesividad al bien jurídico para que las condiciones de antijuridicidad puedan darse.
- Para determinar qué conductas son irrelevantes para el ordenamiento penal, el examen pasa por colocar al bien jurídico como punto central. Las acciones destinadas al ejercicio regular del oficio se encontrarían dentro del riesgo permitido, por lo que la cuestión sobre qué influencias simuladas no son imputables objetivamente en virtud a la insignificancia del riesgo se resolverían recurriendo al Código de Ética.
- Una influencia simulada no podría ser imputable objetivamente en el supuesto de que el agente que realice las influencias tenga una lejanía evidente que vuelva imposible cualquier tipo de relación interpersonal con el funcionario o servidor público mencionado.
[1] Cabe precisar que, si bien esta es una opinión sentada por la jurisprudencia mediante el Acuerdo Plenario 3-2015/CIJ-116, no podemos eludir el hecho de que a esta le recaigan distintas objeciones. Desde la postura aquí sostenida, no consideramos legítimo dicho bien jurídico, pues la tutela por parte del ordenamiento penal debe redundar directamente en beneficio de la sociedad, no en un ente como el Estado –tal como se concebiría de forma implícita si aceptáramos al prestigio y buen nombre de la administración jurisdiccional como un bien jurídico–. De lo contrario, se estaría frente a una moralización del Derecho, que tendría como primer y último objeto de protección al Estado.
[2] El bien jurídico denominado «correcto y normal funcionamiento de la Administración», se proyecta, en el presente tipo penal, de 2 formas: i) objetividad y la imparcialidad en la función jurisdiccional del Estado, ii) prestigio y buen nombre de la administración jurisdiccional. El primero resulta afectado en los casos de influencias reales, ya que, al existir un funcionario o servidor público sobre el cual se pueda interceder, la administración se vería potencialmente mermada en la imprescindible objetividad e imparcialidad (características esenciales de toda Administración Pública). El segundo se afecta no por la potencialidad de la influencia, sino únicamente por la afectación al prestigio de la administración.
[3] Cancho, Rafael. «El delito de tráfico de influencias en la legislación peruana: discusiones político-criminales y dogmáticas». En: Cancho, Rafael. (coord.). «La imputación del delito y de la pena en los delitos contra la Administración Pública cometidos por funcionarios públicos». Lima: Ediciones Jurídicas del Centro, 2014, p. 285.
[4] Mir Puig, Santiago. «Significado y alcance de la imputación objetiva en Derecho Penal». En Revista electrónica deficiencia Penal y criminología, vol. 15 (2003) p. 16.
[5] De ninguna forma podría decirse que con las características arribadas en este párrafo se configuraría un presupuesto de competencia de la propia víctima, pues el delito de tráfico de influencias no tiene como bien jurídico la esfera del sujeto sobre quien recae la influencia, sino el prestigio y buena imagen de la Administración Pública.
[6] Al respecto, el RN 3763-2011, Huancavelica [Recurso de Nulidad], f. j. 7 [fundamento jurídico 7], refiere que el principio de mínima intervención «(…) tiene su correlato en la teoría de la imputación objetiva, en virtud de cuyos fundamentos se tiene que la configuración de la tipicidad traviesa un filtro de valoración por el cual alcanzan el nivel de una conducta típica sólo aquellos comportamientos que expresen el significado de una relevancia social, o que produzcan una “perturbación social” en sentido objetivo, de lo contrario la intervención del Derecho Penal plasmada en la imputación jurídico-penal no reflejaría las expectativas normativas de la sociedad por una genuino protección penal». (El resaltado es nuestro).
[7] Luzón, Diego-Manuel. «La relación del merecimiento de pena y de la necesidad de pena con la estructura del delito». En Anuario de Derecho Penal y ciencias penales, vol. 13 (1993), p. 22.
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