El problema del «género», por Erika Valdivieso-López

El 24 de mayo de 2018 se publicó el D.S. 056-2018-PCM que aprueba la Política General de Gobierno al 2021. Este documento señala, como uno de sus ejes políticos: “Promover la igualdad y no discriminación entre hombres y mujeres, así como garantizar la protección de la niñez, la adolescencia y las mujeres frente a todo tipo de violencia”. Es la primera vez –en mucho tiempo– que el Gobierno no utiliza el “lenguaje de género” dentro de sus políticas públicas y llama –a nuestro entender– las cosas como deben ser llamadas.

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Como era de esperarse, este Decreto despertó la indignación y generó las protestas de quienes defienden el enfoque de género y lo enarbolan como la única vía para reducir las brechas de desigualdad y la violencia contra las mujeres (sin tener en cuenta que durante el tiempo que se ha aplicado este enfoque, los resultados no han sido satisfactorios, basta ver los datos sobre violencia contra la mujer). Se podría decir que lo único evidente con la transversalización del enfoque de género[1] es la propuesta para quitar del uso corriente del lenguaje expresiones como “instinto maternal” o “caballerosidad” por considerarlas sexistas y discriminatorias (Mimp, 2014) y la obligación de referirse a “todos y todas”, desconociendo el uso del masculino neutro en el lenguaje.

Desde la presentación de la demanda contra el Currículo Nacional de Educación Básica se ha hablado mucho sobre el enfoque de género y existen razones fundadas para oponerse a su implementación como política pública. Obviamente no por los fines, ya que todos los peruanos aspiramos a la reducción de las desigualdades y las mismas oportunidades entre hombres y mujeres y la eliminación de la violencia. La oposición va más bien, en el plano del contenido o los medios para obtener los fines. Para sustentar esta postura y definir cuál es el problema con el enfoque de género, y específicamente con el término “género”, debemos abarcar el tema desde dos aspectos: su origen y su contenido.

En cuanto a su origen –desde el plano político– debemos saber que el uso del término género se sustenta en los planteamientos de feministas radicales influenciadas por el pensamiento marxista. Un pensamiento que plantea todo en términos de confrontación y lucha de clases. Por esta razón, se fueron acuñando términos como patriarcado, heteropatriarcado, género y casta sexual; ligados “a una concepción socialista que ponía por delante el análisis de la dominación social, a la diferencia sexual” (Aguilar, 2008, 21).

Esta construcción se debe a la instauración de un sistema sexo-género, que atribuye al sexo las diferencias fisiológicas entre hombres y mujeres y al género las pautas de comportamiento culturalmente establecidas en el ámbito de lo femenino y lo masculino. A su vez, se plantea que estas diferencias están marcadas por una relación desigual de poder entre mujeres y varones. El género es entonces una construcción social de lo femenino, y se construye bajo el patriarcado dominante que la mujer sufre en la familia.

Así, Witting –en su libro The straight mind (1980)– considera que las actividades asociadas a lo femenino como la reproducción, el matrimonio y el cuidado de los hijos, “son elementos coercitivos que condicionan socialmente a las mujeres” (Aguilar, 2008, 21)[2].

En la misma línea se plantea (bajo supuestos puramente nominales y carentes de contenido, como se probará en las líneas siguientes), que la única forma de eliminar la subyugación de las mujeres (por el patriarcado) es otorgarles el control de su propio cuerpo y de esta manera el control de la reproducción:

“Asegurar la eliminación de las clases sexuales requiere que la clase subyugada se alce en revolución y se apodere del control de la reproducción; se restaure a la mujer la propiedad sobre sus propios cuerpos, como también el control femenino de la fertilidad humana (…). Y así como la meta final de la revolución socialista era no sólo acabar con el privilegio de la clase económica, sino con la distinción misma entre clases económicas, la meta definitiva de la revolución feminista debe ser igualmente no solo acabar con el privilegio masculino sino con la distinción de sexos misma: las diferencias genitales entre los seres humanos ya no importarían culturalmente” (Firestone, 1976, 12) .

Lo que afirman, es que la causa de las desigualdades es la diferencia biológica entre hombres y mujeres y por ello, hay que eliminarla. Para el feminismo de género; en un mundo que se abre en oportunidades a las mujeres se puede apreciar cómo la maternidad y la familia se convierten en obstáculo para su pleno desarrollo (entendido este como un desarrollo absolutamente alejado de cualquier rasgo femenino). Por ello plantean que la maternidad –tan propia del ser femenino– debe ser erradicada. Luego, al decir que la mujer es quien debe decidir sobre su propio cuerpo, plantean el sustento político para el aborto (al que llamarán interrupción del embarazo). De allí que cualquier feminista de género siempre estará a favor del aborto.

Tendríamos que preguntarnos como Aguilar (2008) “si las diferencias de género sostenidas por el feminismo a lo largo de su historia sirve al proyecto de la liberación de la mujer, o por el contrario la sumen en un callejón sin salida que no ofrece soluciones (3)”. Sobre todo si consideramos que estadísticamente, la fecundidad en el país ha disminuido en 3,8%; la media de edad de la maternidad en las mujeres ha aumentado, el número de divorcios se ha incrementado (11,2%), hay más mujeres unidas en convivencia (36,1%) que casadas (21.4%), los hogares monoparentales van en aumento y la violencia contra la mujer no ha disminuido (68,2%) (Endes, 2016).

El otro significado que tiene el término género, es el que le dan Stoller y Money y que a diferencia del planteamiento político, “instaura una brecha irreconciliable entre lo cultural y lo biológico” (Aguilar, 2008, 4). Se plantea aquí la distinción entre sexo (que se relaciona con la biología, hormonas, genes, morfología, etc.) y género (que se relaciona con la cultura, psicología, sociología). Se entiende que el género es socialmente construido y el sexo es biológicamente determinado. Esta postura, se complementa con la anterior con la diferencia que marca una independencia total entre el sexo y el género del individuo (recordemos que Stoller y Money sustentan el término género a partir de su trabajo con sus pacientes homosexuales y transexuales y crean el paradigma de la identidad de género, de allí este contenido).

Es ya conocida la frase de Simón de Beauvoir (1949) “no se nace mujer, se llega a serlo” con la que reduce las diferencias entre hombres y mujeres a un esquema netamente cultural y no biológico. De esta manera, si las diferencias son sólo culturales (dado que para ella lo biológico es irrelevante), la igualdad solo se daría con un profundo cambio cultural de lo que significa “ser mujer”. Con ello se presenta “un nuevo modo de concebir la identidad sexual humana, en el que sexo y género llegarán a entenderse como esferas independientes” (Aparisi, 2002, 174).

Sobre este tema, Butler (2007) afirmaba que:

“El género es una construcción cultural; por consiguiente no es ni resultado causal del sexo ni tan aparentemente fijo como el sexo. Al teorizar que el género es una construcción radicalmente independiente del sexo, el género mismo viene a ser un artificio libre de ataduras; en consecuencia hombre y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como uno femenino” (6).

Ciertamente los postulados de Butler le quitan todo significado al sexo biológico, siendo el género (lo cultural, lo construido por el sujeto) aquello que define a la persona. Podemos ver actualmente los efectos de ese modo de pensar (se habla ahora de “sexo asignado al nacer”, de sexo o género “neutro”, o de atribución de derechos en función de “un género asumido”).

Incluso documentos públicos oficiales ya recogen esta teorización del género y se sostiene que “la existencia de hombres femeninos, mujeres masculinas, travestis, transexuales, hombres masculinos que aman a hombres, mujeres femeninas que aman a mujeres; en fin, una variedad impresionante de posibilidades”[3], es perfectamente posible.

Lo dicho hasta aquí nos puede dar una idea del contenido del término género: una construcción cultural disociada del sexo biológico y que depende enteramente de la subjetividad del individuo; circunscrito a una idea fuertemente arraigada de que lo más importante es la plenitud (en el sentido de placer) del aspecto sexual, con el agregado que, en el ámbito de la búsqueda de la igualdad, se impedirá (incluso desde las políticas públicas) cualquier intento de distinción entre hombres y mujeres, entre lo masculino y lo femenino (desdeñando abiertamente el dato biológico).

Este enfoque desconoce que la sexualidad (desde una perspectiva integral, que incluye el aspecto biológico) es un elemento constitutivo de la persona humana, y que “tiene que ver con su identidad, con su modo de ser, con la forma con la que se comunica con los demás, con su desarrollo y crecimiento y con la capacidad de dar vida” (De Irala, 2013, 27). En cambio, se plantea como algo accesorio y reducido a la obtención de placer.

Este contenido (amplio y confuso del término género) se ha visto reflejado en distintos documentos nacionales e internacionales bajo el llamado “enfoque de género” enarbolado como la búsqueda de igualdad entre hombres y mujeres, pero desenmascarado recientemente por una de las instituciones que lo promueven:

“el género no es igualdad y no discriminación por sexo entre mujer y hombre, género es la teoría que sustenta que la identidad, la sexualidad, la reproducción y el poder no están determinados por la biología, la naturaleza y lo divino” (Demus, 2018)

A nivel internacional –antes de la introducción del enfoque de género–, se hablaba de la búsqueda de la igualdad entre hombres y mujeres y así se expresa en la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979.

En la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, Beijing 1995, al mencionar por primera vez el término “perspectiva de género”, se consideraba que:

“El género se refiere a los roles y responsabilidades de la Mujer y el Hombre que son determinados socialmente. El Género se relaciona con la forma en que se nos percibe y espera que actuemos como mujeres y hombres, por la forma en que la sociedad está organizada, no por nuestras diferencias biológicas”.

Hasta aquí, si bien se considera el género como dependiente de un constructo social, no se desechan las diferencias biológicas y se mantiene en el plano de la búsqueda de la equidad entre hombres y mujeres.

Sin embargo, como señala Ballesteros, en cita de Fernández (2008), el feminismo de género empezó a plantear “la defensa de los derechos de la mujer desde una posición acorde con los principios hegemónicos de la Modernidad. Esto es, mantenía como criterios para el reconocimiento de la dignidad humana los valores modernos primando la independencia sobre la interdependencia, la agresividad sobre el cuidado, la competencia sobre la cooperación, la producción sobre la reproducción” (10). Así, resulta por demás contradictorio que, si bien por un lado quieren desligar a la mujer de la maternidad, por otro, algunas ONG (asistentes a la conferencia de Pekín) también propusieron la inclusión del “derecho” de las parejas lesbianas a concebir hijos a través de la inseminación artificial, y de adoptar legalmente a los hijos de sus compañeras, en los siguientes términos:

“Nosotros, los abajo firmantes, hacemos un llamado a los Estados Miembros a reconocer el derecho a determinar la propia identidad sexual; el derecho a controlar el propio cuerpo, particularmente al establecer relaciones de intimidad; y el derecho a escoger, dado el caso, cuándo y con quién engendrar y criar hijos, como elementos fundamentales de todos los derechos humanos de toda mujer, sin distingo de orientación sexual”[4].

Esta es la manifestación del otro plano del significado del término género; aquél que se plantea la construcción de la identidad sexual y de género y que lleva a afirmar que los géneros masculino y femenino, serían una “construcción de la realidad social” que deberían ser abolidos” y que “los sexos ya no son dos, sino cinco”, y por tanto no se debería hablar de hombre y mujer, sino de “mujeres heterosexuales, mujeres homosexuales, hombres heterosexuales, hombres homosexuales y bisexuales” (Fernández, 2008, 11).

En la misma línea se plantean los Principios de Yogyakarta (2007)[5], que definen identidad de género, como sigue:

“La identidad de género se refiere a la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales” (el resaltado es nuestro).

Y la orientación sexual (vinculada a la vivencia del género):

“La orientación sexual se refiere a la capacidad de cada persona de sentir una profunda atracción emocional, afectiva y sexual por personas de un género diferente al suyo, o de su mismo género, o de más de un género, así como a la capacidad mantener relaciones íntimas y sexuales con estas personas”.

Este documento, aunque no es obligatorio, viene siendo el sustento de distintos proyectos de ley presentados en nuestro país (unión civil, matrimonio homosexual, crímenes de odio), que tienen como base una “igualdad de género” que dista mucho de lo planteado en 1979 o incluso en 1995 y del contenido de las anteriores conferencias mundiales sobre la mujer (México 1975, Copenhague, 1980, Nairobi, 1985). Por otro lado, reivindican derechos basados en la orientación sexual o la identidad de género, desconociendo que dichas características –dada su subjetividad– no son razón suficiente para la constitución de derechos.

Esa es la línea que sigue la Sentencia del TC EXP. N.° 06040-2015-PAJTC (caso Saldarriaga), cuando señala:

“Así las cosas, la realidad biológica, a tenor de lo expuesto, no debe ser el único elemento determinante para la asignación del sexo, pues éste, al ser también una construcción, debe comprenderse dentro de las realidades sociales, culturales e interpersonales que la propia persona experimenta durante su existencia. Por ende, el sexo no debe siempre ser determinado en función de la genitalidad, pues se estaría cayendo así en un determinismo biológico, que reduciría la naturaleza humana a una mera existencia física, y ello obviaría que el humano es un ser también psíquico y social (7)”.

Es importante comprender que el término género –en lugar del término mujer– no se usa como resultado de una evolución de términos, un cambio semántico o una nueva denominación producto del “progreso social”. El término género tiene un contenido perfectamente delimitado –como se ha visto– y sobre todo, distinto a aquello que pueda significar la justa reivindicación de la mujer y sus derechos en la sociedad.

De lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que una política que tenga como base el enfoque de género, nunca contribuirá al fortalecimiento de la familia o a la revaloración de la maternidad, porque –por su contenido– es incompatible con estas realidades.

Asimismo, una política basada en el enfoque de género, nunca podrá contribuir a la armonía y a la convivencia pacífica de los peruanos, pues en su afán de “visibilizar” a la mujer, deja en un segundo plano a los niños y a los varones: todo se construye en clave de conflicto y de culpas atribuidas, donde la mujer es una víctima del varón y del “heteropatriarcado”.

Una política basada en el enfoque de género, sustentará una legislación en construcciones subjetivas completamente alejadas de la realidad biológica y de la naturaleza humana, proponiendo normas que sustentan deseos (técnicas de reproducción asistida, aborto, eutanasia), en lugar de aquellas que recogen realidades.

Por ello, es importante resaltar esta iniciativa del gobierno, de volver al cauce de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. De usar los términos correctos y alejarse de aquellos que –en lugar de aportar– generan conflicto. Estas acciones ampliarían sus resultados si se empiezan a diseñar políticas integrales, que considere al ciudadano como un sujeto relacional y no como sujeto aislado, como un sujeto integrado a una familia y a la sociedad. Es la única manera de lograr el bien común.

REFERENCIAS

  • BUTLER, J. (2007). Género en Disputa: el Feminismo y la Subversión de la Identidad. Barcelona, España: Paidós.
  • AGUILAR, T. (2008). El sistema sexo-género en los movimientos feministas. Amnis: Revue de Civilisation Contemporaine de l’Université de Bretagne Occidentale, ISSN-e 1764-7193 (8). Ejemplar dedicado a: Mujeres y Militantismo (Europa-América, Siglo XIX-Siglo XXI).
  • Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (2014). Si no me nombras, no existo. Promoviendo el uso adecuado del lenguaje en las entidades públicas. Lima, Perú. Disponible aquí.
  • Principios de Yogyakarta (2007). Disponible aquí.
  • De Irala, J.; Beltramo, C. (Eds.) (2013). Nuestros hijos quieren saber. Colección Persona y Cultura N° 21, Navarra, España: EUNSA
  • Fernández, L. (2008). La cuestión feminista hoy. Instituto Social León XIII. Valencia, España.


[1] Puede verse al respecto, la Guía para la transversalización del Enfoque de Género, elaborada por el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables – MIMP, 2014. Disponible aquí.

[2] La acompañan en estos planteamientos Kate Millet (Política sexual, 1995), Shulamit Firestone (La dialéctica del sexo, 1976).

[3] Extraído del “Manual de capacitación docente para la educación sexual obligatoria de Argentina”, Ministerio de Educación 2012, en PERRIAUX DE VIDELA, Josefina, Op. cit. p. 44.

[4] Durante la Conferencia de Beijin, esto fue planteado por la ONG International Gay and Lesbian Human Rights Commission (Comisión Internacional de los Derechos Humanos de Homosexuales y Lesbianas). Fernández (2008).

[5] Principios sobre la aplicación de la legislación internacional de derechos humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género. Prólogo. Cabe señalar que estos principios, si bien han sido presentado a la ONU, no han sido materia de ningún tratado de derecho internacional, por lo que no son vinculantes para los estados.

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