El prevaricato en cuestión. Razones para dudar de su constitucionalidad

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El prevaricato en cuestión. Razones para dudar de su constitucionalidad

Luciano López Flores*

El año 2014, el Consejo Nacional de la Magistratura difundió la noticia de la destitución de 24 magistrados entre los meses de enero a octubre. Sus principales causas fueron “variar indebidamente el mandato de detención por el de comparecencia, recibir dinero de una parte procesal e incurrir en irregularidades en la tramitación de un proceso”. La primera de ellas llamó mi atención dado que guarda coherencia con una investigación publicada en 2008 por César Bazán Seminario, quien resaltó que durante el quinquenio de 2003 a 2007 se detectaron siete casos de magistrados destituidos por variar la orden de prisión “a uno o varios sujetos por otra [medida] menos gravosa de su libertad utilizando criterios manifiestamente deleznables en virtud de reglas básicas de la lógica”, a pesar que en dichos casos “existía un alto riesgo de fuga de los sujetos liberados”.

Nótese que en estos casos las cuestionables decisiones de los magistrados destituidos se sustentan en el empleo de criterios “indebidos”, reñidos con la “lógica” para liberar momentáneamente a personas que han delinquido. No dudo que pueda haber sido así, como tampoco dudo que criterios absurdos o incoherentes puedan haber servido también para condenar a una persona, como sucedió en el conocido caso Giuliana Llamoja Hilares que motivó el dictado de la no menos famosa STC N° 00728-2008-PHC/TC.

El cuestionamiento de las razones empleadas por los jueces en sus decisiones es un problema recurrente en las democracias modernas. En una encuesta de opinión realizada en la ciudad de Lima Metropolitana en 2015, se registra 79% de desconfianza de la población hacia el Poder Judicial basada en “sus polémicos fallos y su lentitud” (El Comercio, 2015); mientras que en países como España se ha calculado que en los últimos cinco años los “errores judiciales” han costado 21,7 millones de euros (El Correo, 2016).

Esta problemática se vuelve contingente para el Estado y los magistrados si se toma en cuenta que el artículo 10° de la Convención Americana de Derechos Humanos consagra el derecho de toda persona “a ser indemnizada conforme a la ley en caso de haber sido condenada en sentencia firme por error judicial”. Y más aún si en el caso peruano ese derecho a ser indemnizado por error judicial presenta una mayor cobertura en vista que se extiende a los casos de “detenciones arbitrarias”, como así lo dice el inciso 7° del artículo 139° de la Constitución.

En ese sentido, el ordenamiento jurídico peruano, concretamente penal, tipifica como conducta punible (delito de prevaricato) que un juez o fiscal, mediante resolución o dictamen, vulnere el texto “expreso y claro de la ley”; cite pruebas inexistentes o hechos falsos; o, se ampare en leyes supuestas o derogadas (artículo 418° del Código Penal).

Apréciese que esos tres supuestos configuran concretos problemas de motivación de la decisión. Y para ser más específicos, se trata de defectos de motivación externa, tanto de la premisa fáctica como de la jurídica. Como bien ha dicho el TC en el caso Giuliana Llamoja antes citado (fundamento 7.c), la justificación o motivación externa tiene por propósito controlar el razonamiento o la carencia de argumentos constitucionales; bien para respaldar el valor probatorio que se le confiere a determinados hechos; bien tratándose de problemas de interpretación, para respaldar las razones jurídicas que sustentan determinada comprensión del derecho aplicable al caso”.

Por consiguiente, cuando el artículo 418° del CP establece que un jueza o fiscal incurre en prevaricato cuando vulnere el texto “expreso y claro de la ley”, es evidente que está cuestionando la motivación externa del razonamiento de dicho magistrado en lo que se refiere a la justificación de la premisa jurídica, puesto que aduce que, en buena cuenta, no existen razones jurídicas que respalden la comprensión del derecho aplicable por parte de dicho funcionario, en vista que la norma interpretada fluye de un texto “expreso” y “claro”. Es más, nótese que la redacción de este supuesto de hecho normativo es totalmente deficiente, puesto que todo texto legal es expreso y, sobre su claridad, esta puede ser objeto de discusión, como bien anota Guastini, quien agrega que tal calificativo es, sin duda, el resultado de una previa actividad interpretativa sobre la disposición normativa y no una cualidad de esta.

Lo propio acontece con la regla de que se incurre en prevaricato si la decisión se basa en leyes supuestas o derogadas. Evidentemente que se alude a un problema de motivación externa en cuanto a la validez de la premisa jurídica, puesto que lo que se cuestiona es que la disposición legal escogida como premisa mayor del razonamiento silogístico no se encuentra justificada en la realidad porque esta no existe o está derogada.

Y, finalmente, en lo que se refiere a la regla de que se incurre en este ilícito penal si se citan pruebas inexistentes o hechos falsos, se estaría cuestionando la validez de la premisa fáctica puesto que esta se encuentra respaldada en pruebas que no existen en el proceso o que se afirma la probanza de hechos falsos.

Pues bien, como quiera que lo anterior demuestra que el delito de prevaricato gira en torno al eje de concretos problemas de motivación, la pregunta que surge es: ¿y qué legitimidad constitucional tiene una figura delictiva que interviene el principio de independencia jurisdiccional en la medida que ingresa a analizar los defectos de motivación de una sentencia que sólo deben ser corregidos por los recursos procesales previstos por ley al interior del proceso o a través de los procesos constitucionales de la libertad como el amparo o el hábeas corpus? Desde la óptica del principio de razonabilidad, específicamente del sub examen de necesidad, ¿no existen medidas menos graves que permitan, en todo caso, controlar fuera de dichas vías procesales constitucionales, la estricta observancia del deber de motivación de las resoluciones judiciales?

La reflexión anterior es sumamente importante por cuanto si se admitiera como tesis válida que un órgano jurisdiccional o del Ministerio Público pueda encausar a un Juez o Fiscal por delito de prevaricato, aún cuando el pronunciamiento presuntamente ilícito ocurra en un proceso en trámite o no impugnado por la parte, podría abrir una peligrosa vía de acceso que permita cuestionar la presunta ilicitud de los pronunciamientos judiciales por caminos distintos a los del proceso en donde aquellos se hayan proferido, interfiriendo en la independencia jurisdiccional so pretexto de la comisión de un delito. Y si se cuestiona la decisión cuando esta ya adquirió el carácter de cosa juzgada por vía el delito de prevaricato, ¿no se estaría vulnerando la inmutabilidad de dicha decisión y su efecto positivo?

Este breve artículo, a manera de reflexión crítica respecto a la forma en que está regulado el delito de prevaricato, constituye la segunda parte de un trabajo que publiqué el año pasado intitulado “La decisión judicial arbitraria. Un modelo de equilibrio entre el control de la arbitrariedad y la responsabilidad judicial” (Véase aquí). Pretendo, pues, plantear interrogantes y reflexiones teóricas sobre el gran tema de la responsabilidad judicial de cara a lo que, creo, debe ser el reto actual: buscar un modelo de control razonable de la función judicial que equilibre la garantía de la independencia, la cosa juzgada, el derecho a la debida motivación de las resoluciones judiciales, la seguridad jurídica y la idoneidad del servicio de justicia que brinda el Estado. El debate está servido.

 


Lima, 31 de marzo de 2017.

* Socio Principal y Director del Área de Litigación y Compliance del Estudio Javier Valle-Riestra, López Flores & Munar, Abogados. Especialista en Derecho Constitucional, Procesal Constitucional, Teoría del Derecho y Política Judicial. Magíster en Derecho con mención en Política Jurisdiccional y candidato a Doctor en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor en la misma casa de estudios y en la Universidad San Martín de Porres.

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