Por: Francisco J. Campos Zamora* (Costa Rica)
RESUMEN
Este trabajo expone, en primer lugar, algunos de los problemas de legitimación de la toma de decisiones a nivel político. En un segundo término, examina críticamente si la ética discursiva de Jürgen Habermas, quien a partir de su teoría de la acción comunicativa realiza el salto de una ética subjetiva a una ética intersubjetiva, puede aportar algo frente a los problemas señalados y desempeñarse como parámetro de corrección normativa. Finalmente, hace un breve recuento de los posibles efectos reales de los procesos de participación política.
Palabras clave: problemas de legitimación, ética discursiva, procesos de participación política.
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ZUSAMMENFASSUNG
Der Beitrag legt zunächst einige Legitimationsprobleme von politischen Entscheidungsprozessen dar. Sodann unterzieht er die Diskursethik von Jürgen Habermas und seine Grundlegung des Übergangs von der subjektiven zur intersubjektiven Ethik in der Theorie des kommunikativen Handelns dahingehend einer kritischen Betrachtung, ob sie einen Beitrag zu den genannten Problemen leisten und als Parameter für eine Normenkorrektur dienen kann. Abschließend erfolgt eine kurze Bestandsaufnahme der möglichen realen Auswirkungen von politischen Partizipationsprozessen.
Schlagwörter: Legitimationsprobleme, Diskursethik, politische Partizipationsprozesse.
SUMMARY
This work first discusses some of the problems with the legitimation of decisionmaking at the political level. It then critically examines whether the discursive ethics of Jürgen Habermas, who makes the leap from a subjective ethics to an inter-subjective ethics based on his theory of communicative action, can contribute something with regard to the problems discussed and serve as a parameter of normative correction. Finally, it gives a brief account of the possible real effects of political participation processes.
Key words: problems of legitimation, discursive ethics, political participation processes.
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1.- Introducción
¿Qué retos y beneficios presenta la utilización de mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones trascendentales para un país? ¿Son realmente el desencadenante de reformas democráticas? O ¿resultan simplemente inocuos, cuando no distorsionadores de los procesos políticos? Estas son cuestiones fundamentales que siguen, en gran medida, sin respuesta. Los efectos asociados a los procesos participativos no siempre son claros, es difícil determinar a priori hacia dónde pueden dirigirse y cuáles decisiones pueden poner en movimiento, eso que se ha denominado comúnmente como voluntad popular. Los mecanismos de participación política son reformas institucionales que buscan ampliar las oportunidades de los ciudadanos para influir en las decisiones públicas. Entre las justificaciones para su implementación a menudo encontramos argumentos sobre una posible profundización democrática, así como una sana política de división del poder entre distintos actores sociales. En este sentido, los mecanismos de participación política se consideran herramientas para fortalecer la sociedad civil, el empoderamiento de los grupos asociativos y el establecimiento de pautas de interacción con el Estado basadas en la autonomía.
Los procesos de participación ciudadana favorecen la percepción en donde las instituciones son determinantes de la política. De manera optimista, las reformas participativas se consideran como herramientas para transformar las relaciones de poder entre la sociedad civil y las autoridades, redistribuyendo el poder. No obstante, algunos autores tienden a mostrarse escépticos acerca de sus efectos democratizadores y consideran, por el contrario, que los dispositivos participativos pueden responder a estrategias de mantenimiento del establishment, reforzando patrones basados en la exclusión o instrumentalizando a los actores sociales para beneficio de unos pocos. En este artículo se presentará, en un primer momento, la relación entre las nociones de democracia y participación ciudadana, así como algunos de los problemas de legitimación político-normativa. En un segundo momento se analizarán las líneas fundamentales de la filosofía política de Jürgen Habermas, específicamente aquella que hace derivar de la participación ciudadana –entendida como discursividad– la fuente de legitimación político-normativa. A manera de cierre, se estudiarán algunos de los posibles efectos de los procesos participativos. 1. Democracia, participación ciudadana y problemas de legitimidad política Las nociones de democracia y participación ciudadana se encuentran estrechamente vinculadas. El ejercicio del poder político y el punto de partida para la legitimación de este poder no deben atribuirse a unos pocos, sino a todos los miembros del pueblo en común. La igualdad de participación es imprescindible para la democracia. Si la democracia se funda en la libertad y en la autodeterminación, tiene que tratarse de una libertad igual y de una autodeterminación para todos; así, democracia significa participación e igualdad.[1] Esa democracia se concreta en contenidos que afectan la formación de la voluntad política, la cual se asegura por medio de garantías formales y procedimentales, a saber: la libertad de participación ciudadana en la formación de la voluntad política y las correspondientes garantías complementarias de la libertad de opinión, de prensa e información, de reunión y de asociación.[2] Dicho fundamento garantiza una apertura duradera del proceso político; logra que las decisiones a favor de un determinado contenido puedan ser (re)consideradas, modificadas o confirmadas.
La igualdad de participación que implica y exige la democracia se refiere a la posibilidad de alcanzar el poder político que se ejerce en órganos y cargos estatales. Su principio fundamental es el de asegurar la igualdad de oportunidades para ejercerlo, o bien, asegurar el disfrute de aquellos derechos que tienen a este como su objeto, esto es, a los derechos políticos de participación. Aquí, el principio de participación y el consiguiente derecho de cooperación adquieren, en unión del principio de igualdad, una importancia extraordinaria como elemento fundamental en la construcción de un Estado democrático participativo.[3] La democracia no puede considerarse cancelada por el mero hecho de que se tomen decisiones injustas por su contenido, pero sí, cuando se olvida que el Estado no es el único actor en la vida política, sino que se encuentra en una serie de relaciones o estatus con sus ciudadanos.
El Estado se encuentra con cada uno de sus miembros en una relación jurídica, que origina derechos y deberes[4]. Este es un punto que ya había anticipado Jellinek en su célebre System der subjektiven öffentlichen Rechte (Sistema de los derechos públicos subjetivos)[5]. En el marco de ese sistema, esboza la tesis de que cada individuo se encuentra en una relación específica con el Estado, de acuerdo con sus propias características, relación que denomina Status.[6] Aquí lo que nos interesa es descubrir si existiría, siguiendo a Jellinek, un status activae civitatis caracterizado, esencialmente, por la competencia política otorgada a un individuo. Para que el sujeto se encuentre en dicha posición jurídica deben otorgársele capacidades ubicadas fuera de su libertad natural, competencias que, en primer término, deberían corresponder únicamente al Estado en el ejercicio de sus “potestades de imperium”. La condición de ciudadano implica, a partir de allí, un protagonismo en la determinación de la política, y se materializa en una cesión de competencias que le permiten participar en la construcción de la voluntad estatal.
Pero basta de utopías. Sostener que los conceptos de democracia y participación ciudadana funcionan al estilo de casos paradigmáticos no parece tener correlato con los datos de la experiencia diaria. Lejos de la participación ciudadana, muchas decisiones estatales se toman de espaldas a la ciudadanía y caen en lo que podría denominarse como “síndrome de Moisés”:
Al tercer mes de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto, en el mismo día llegaron al desierto del Sinaí. Habían salido de Refidim, y llegaron al desierto del Sinaí, y acamparon en el desierto; y acampó allí Israel delante del monte. Y descendió Jehová sobre el monte Sinaí y llamó a Moisés a la cumbre del monte y Moisés subió (Éxodo 19,1-3). Y Jehová dijo a Moisés: desciende, ordena al pueblo que no traspase los límites para ver a Jehová, porque caerá multitud de ellos (Éxodo 19,20-22). Y habiendo hecho las prevenciones respectivas al pueblo, subió de nuevo Moisés para recibir las tablas de la Ley, mientras todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo temblaron, y se pusieron de lejos. (Éxodo 20,18-19)
Esa misma historia se repite en el contexto jurídico. Al igual que en esa época, se retira el legislador del pueblo –quien irónicamente será el obligado por la norma– y se ve poseído por el “espíritu de la ley”. En su retiro no debe ser perturbado por intervenciones de sujetos ajenos a su discurso. Las voces de estos quedan ahogadas por la prohibición de traspasar los límites de su retiro y, tanto hoy como ayer, ese proceso se hace acompañar de estruendos, relámpagos y montes humeantes, signos que, en definitiva, intimiden al pueblo con el objetivo de que no ose molestar al legislador, quebrantando el lugar santo en que se determinará el orden jurídico y la toma monológica de decisiones.[7] La historia nos enseña una aberración desde el punto de vista democrático-discursivo y muestra claramente a qué nos referimos al hablar de problemas de legitimidad política. Un grupo ha secuestrado para sí la facultad de imponer una determinada forma de actuar a sus semejantes, lo que estos desean o necesitan es absolutamente irrelevante en el discurso oficial. La consecuencia de que se limite o impida a los ciudadanos el ejercicio de su autonomía pública –fundamento de la democracia– es la pérdida o carencia de legitimidad desde la perspectiva democrático-discursiva. Uno de los filósofos contemporáneos que más decididamente se ha pronunciado contra esa situación es Jürgen Habermas.
2.- Participación ciudadana como manifestación de discursividad
Kant ha tomado el cielo por asalto, ha ajusticiado a toda la guarnición ([Er] hat den Himmel gestürmt, er hat die ganze Besatzung über die Klinge springen lassen).[8] Mientras los franceses tomaban la Bastilla, en Alemania tenía lugar una revolución de orden intelectual. En su deseo de acabar con las contradicciones metafísicas, Kant propone un llamado a la razón para emprender la tarea del autoconocimiento, instituir un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y sea capaz de establecer un orden mediante leyes eternas e invariables provenientes de la razón.[9] Ese desarrollo, llevado al campo de la moral, se concreta en el imperativo categórico, esto es, cuando menos en su formulación más conocida, actúa solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal.[10] Con ello intenta elevar a ley moral el principio de imparcialidad y fundamenta la ley en la razón como máxima que todo ser humano encuentra en sí mismo. Su mérito radica en separar el contenido de las normas jurídico-morales de una presunta ley natural eterna. La autonomía ética del ser humano se basa en la razón práctica como autolegisladora, pues la razón solo reconoce aquellas normas que ella misma se ha dictado. En esta idea se sustenta, al punto que en La fundamentación de la metafísica de las costumbres la eleva al rango de principio de moralidad.[11]
Ahora bien, el problema del imperativo categórico reside en el proceso de su elaboración. Los problemas morales no pueden recibir un tratamiento monológico, pues se corre el riesgo de imponer un criterio, lo que genera relaciones de vinculación ilegítima. Su tratamiento, por el contrario, debe ser discursivo. El poder de definición jurídico solo es legítimo, cuando menos idealmente, en la medida que las condiciones en que este derecho debe ser mantenido y ejecutado hayan podido ser discutidas por quienes se verán sometidos a ellas. De ese modo, el enfoque kantiano pretende ser superado por una teoría que traslada su validez de la subjetividad del individuo a la intersubjetividad de las relaciones de comunicación y consenso. Este conjunto de teorías se denomina “ética discursiva” (Diskursethik) y encuentra en Jürgen Habermas a uno de sus principales representantes. Expondremos a continuación las líneas más generales de ese pensamiento.
3.- Cinco minutos sobre la ética discursiva de Jürgen Habermas
Habermas postula la ética del discurso a partir de su “Teoría de la acción comunicativa” (Theorie des kommunikatives Handeln), la cual contrapone a las variables teleológica, normativa y dramatúrgica de acción. La “acción comunicativa” opera sobre el supuesto de un medio lingüístico en que se reflejan como tales las relaciones del actor con el mundo. Alcanzado este nivel de formación de conceptos, la problemática de la racionalidad, que hasta aquí solo se planteaba al científico social, cae ahora dentro de la perspectiva del agente mismo, por lo que se introduce el entendimiento lingüístico como un mecanismo bilateral para coordinar la acción. Para Habermas, esa bilateralidad del lenguaje es lo que caracteriza a la acción comunicativa, pues aun cuando el lenguaje es también un mecanismo para los modelos teleológico, normativo y dramatúrgico, en ellos se da de forma unilateral, quedando sin la debida exploración la verdadera naturaleza del lenguaje. Si bien se persigue un acuerdo de intereses, los agentes no se orientan primariamente al éxito, sino que persiguen sus intereses a condición de que puedan llegar a un entendimiento.
La acción teleológica ocupa desde Aristóteles el centro de la teoría filosófica de la acción. El actor busca realizar un fin o lograr que se produzca un estado de cosas, eligiendo en una situación dada los medios más congruentes y aplicándolos de manera adecuada. El concepto central es el de una decisión entre alternativas de acción, orientada a la realización de un propósito, dirigida por máximas y apoyada en una interpretación de la situación que el mundo le plantea. Ahora bien, cuando la acción teleológica se amplía[12] e interviene la decisión de otro agente que también busca su satisfacción, se torna en acción estratégica, orientándose de una forma utilitarista por la cual el actor elige calculando medios y fines desde el punto de vista de la maximización de su utilidad.
La acción normativa se refiere, no al comportamiento de un actor aislado en cuyo entorno se sitúan otros actores, sino a los miembros de un grupo que orientan su acción por valores comunes y expresan acuerdos mediante normas que pueden ser acatadas o ignoradas.[13] Todos los miembros de un grupo obligado tienen derecho a esperar unos de otros que se ejecuten u omitan, respectivamente, las acciones obligatorias o prohibidas. El concepto central de observación de una norma significa el cumplimiento de una expectativa generalizada de comportamiento, materializada en un mandato. La expectativa de comportamiento, advierte Habermas, no tiene sentido cognitivo de expectativa de un suceso pronosticable, sino el sentido normativo de que los integrantes del grupo tienen derecho a esperar un determinado comportamiento.
Distinto es el caso de la acción dramatúrgica. En esta no se alude ni a un actor solitario (acción teleológica) ni al miembro de un grupo social (acción normativa), sino al participante en una interacción en que unos constituyen para otros un público ante el cual se ponen a sí mismos en escena.[14] El actor suscita en su público una determinada impresión de sí mismo, según revele más o menos de su propia subjetividad, por lo que puede controlar el acceso a la esfera de sus sentimientos, pensamientos, actitudes, deseos, etc. La autoescenificación se presenta como el concepto central y significa, no un comportamiento expresivo espontáneo, sino una estilización de la expresión de las propias vivencias, hecha con vistas a los espectadores.
Habermas no se encuentra del todo satisfecho con esos tipos de acción, y propone la acción comunicativa, en la cual opera un nuevo supuesto, el de un medio lingüístico en que se reflejan como tales las relaciones del actor con el mundo. Alcanzado este nivel de formación de conceptos, la problemática de la racionalidad, que hasta aquí solo se planteaba al científico social, cae ahora dentro de la perspectiva del agente mismo, introduciéndose el entendimiento lingüístico como un mecanismo bilateral para coordinar la acción. Para Habermas, esa bilateralidad del lenguaje es lo que caracteriza a la acción comunicativa, pues aun cuando el lenguaje es también un mecanismo para los modelos teleológico, normativo y dramatúrgico, en ellos se da de forma unilateral, quedando sin la debida exploración la verdadera naturaleza del lenguaje.
La acción comunicativa se refiere a la interacción de cuando menos dos sujetos capaces de producir lenguaje, que entablan una determinada relación. Los actores buscan entenderse sobre una situación para poder coordinar sus planes. Si bien se persigue un acuerdo de intereses (y en ese sentido sería un concepto teleológico de acción), los agentes no se orientan primariamente al éxito, sino que persiguen sus intereses a condición de que puedan llegar a un entendimiento con los otros sobre sus respectivos planes. El punto central se refiere, primordialmente, a la negociación y búsqueda de consensos.[15]
En la interacción se enfrenta a situaciones de controversia, y cuando lo que se problematiza son las pretensiones de verdad o corrección, se produce el paso desde la acción comunicativa hacia el discurso, donde se busca la veracidad de las aserciones o bien la corrección de normas. La pretensión de verdad da lugar al discurso “teórico de constatación”, la de corrección al discurso “práctico regulador”. Ambos persiguen un consenso basado en la fuerza de los argumentos, pero mientras el discurso teórico se rige por el “principio de inducción”, el discurso práctico lo hace por el “principio de universalización”. La ética del discurso se sirve del concepto de acción en su variante comunicativa y desde allí busca el consenso para determinar la corrección de las normas éticas. Kant acertó al señalar que la conciencia autolegisla la ley moral, sin embargo, esa ley debe ser consensuada socialmente, y ello solo se puede alcanzar mediante la comunicación. Así, es transformada en una disciplina que reinterpreta las condiciones universales de la racionalidad como condiciones de interacción pragmático-lingüística.[16] La pragmática universal habermasiana se enfoca en el estudio de las condiciones del consenso mediante la comunicación, mismas que facilitan un posible entendimiento (Verständigung), y a partir de allí un acuerdo (Einverständnis) que determine conocimiento compartido y confianza mutua. Esa situación no solo expresa las instituciones de una determinada cultura o época, sino que poseería validez universal.[17]
La comunicación no es estática en la medida en que sus intervinientes son –idealmente– seres libres y racionales que actúan lingüísticamente y están dispuestos a escuchar la réplica a sus argumentos.[18] Ello vendría a ser posible gracias al supuesto de una “situación ideal del habla” (Ideale Sprechsituation), por la cual cada interviniente posee las mismas posibilidades de participación.
[Continúa …]
Lea el artículo completo aquí.
[1] William Rehg, “The place of consensus in democratic legitimation: A recomendation”, en Werner Krawietz y Gerhard Preyer (eds.), Rechtstheorie, System der Rechte, demokratischer Rechtsstaat und Diskurstheorie des Rechts nach Jürgen Habermas, edición especial sobre Habermas, vol. 27, núm. 3, Berlin, Duncker&Humblot, 1996, p. 467.
[2] Ernst Wolfgang Böckenförde, Estudios sobre el Estado de derecho y la democracia, Madrid, Trotta, 2000, p. 83.
[3] Karl Larenz, Derecho justo. Fundamentos de ética jurídica, Madrid, Civitas, 1985, p. 132.
[4] Ibid., p. 133
[5] Georg Jellinek, System der subjektiven öffentlichen Rechte, Aalen, Scientia, 1919; Francisco Sosa Wagner, Maestros alemanes del derecho público, Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 169.
[6] Según Jellinek, existen cuatro tipos de relaciones ciudadano-Estado, que dan origen, a su vez, a cuatro status: un status subiectionis, un status libertatis, un status civitatis y, por último, un status activae civitatis. Analizaremos aquí únicamente este último por ser el que concierne directamente a la participación política.
[7] Juan Marcos Rivero, (¿Muchas?) nueces… ¡poco ruido! Reflexiones sobre el estado actual del discurso jurídico penal costarricense, San José, Editorial Jurídica Continental, 2002, p. 62.
[8] Heinrich Heine, “Schriften über Deutschland”, Werke, vol. 4, Frankfurt am Main, Insel Verlag, 1968, p. 132.
[9] Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, Hamburg, Nikol Verlag, 2014, p. 119.
[10] Immanuel Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Berlin, Ausgabe der Preußischen Akademie der Wissenschaften, 1900, p. 421.
[11] Immanuel Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Berlin, Suhrkamp Verlag, 2007, pp. 88-90.
[12] Jürgen Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, vol. I, Berlin, Suhrkamp Verlag, 2011, p. 122.
[13] Idem
[14] Ibid., p. 124.
[15] Ibid., p. 136
[16] Ulrich Schroth, “Probleme und Resultate der Hermeneutik-Diskussion”, en A. Kaufmann y W. Hassemer (eds.), Einführung in Rechtsphilosophie und Rechtstheorie der Gegenwart, Heidelberg-Karlsruhe, Müller Juristicher Verlag, 1997, p. 192.
[17] Luis Sáez, Movimientos filosóficos actuales, Madrid, Trotta, 2001, p. 385.
[18] Jürgen Habermas, Erläuterungen zur Diskursethik, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1991; Faktizität und Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstats, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1992.