La reciente sentencia emitida por la Primera Sala Civil de la Corte Superior de Justicia de Lima, sobre los alcances de la política educativa en materia de igualdad de género, pone nuevamente en debate el tema concerniente a la validez constitucional de dichas políticas.
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Esta decisión judicial, si bien declara nulo el discurso base de la ideología de género enquistada en la Curricula Nacional de la educación, lo cierto es que mantiene el mismo esquema de introducción de dichas políticas en el sistema educativo, y en el resto de instituciones del Estado.
El asunto es dogmático, y se trata de la deconstrucción del modelo occidental clásico, a través del cual para los ideológos y publicistas de esta concepción filosófica, el “femenimo” o “masculino” no lo define el origen biológico, sino la sociedad.
Dicha afirmación sin duda produce, por decir lo menos, algunos reparos de índole constitucional, en la medida que la Constitución no solamente guarda un conjunto de preceptos relativos a los derechos y al poder, sino también, de los valores culturales que una sociedad adopta.
Ciertamente, si bien desde la propia Revolución Francesa y su correlato, la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano, de 1791, ratificada en los instrumentos internacionales del siglo XX (por un lado, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, y por otro, la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969), todas ellas ratifican dichos valores culturales los cuales se expresan en el reconocimiento y tutela del matrimonio heterosexual, la familia, la paternidad y maternidad responsables, entre otros mandatos históricos.
Si esto es así, ¿de dónde viene dicha corriente doctrinaria que alega que la doctrina del género tiene fuerza normativa convencional, y por tanto se convierten en mandatos constitucionales para los poderes públicos?
El primer instrumento con sesgo en el ámbito del género se concretiza recién con la suscripción de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención Belém Do Pará de 1994). Y en sucedáneo, la IV Conferencia Mundial de la Mujer en Beijing de 1995.
El tema aquí resulta complejo ya que el Perú, al suscribir estos documentos supranacionales, conflictúa su modelo constitucional que sigue la línea de los tratados históricos en cuanto al modelo de sociedad, y los roles biológicos de los seres humanos. Belem do Pará así, se convierte en un documento en clara colisión con la Constitución.
En cuanto a la IV Convención Mundial de la Mujer de Beijing (considerada “la hoja de ruta” de la ideología de género), el asunto es aún más grave si se toma en cuenta que nuestro país suscribió sus acuerdos con un conjunto de reservasque versan precisamente, por la defensa de los principios y valores culturales que, como lo hemos expuesto líneas arribas, constituyen el matrimonio heterosexual, la familia, la paternidad y maternidad responsables, etc.
En otras palabras, el Perú, dentro del contexto de Beijing no ha suscrito de forma absoluta dicha Plataforma. No obstante, se han ejecutado en los últimos quince años, sendas políticas públicas sobre la doctrina del género, desbordando el contexto internacional histórico, y con ello, nuestro modelo constitucional.
En consecuencia, lo que ha venido sucediendo en el Perú, y en otros países de la Región, es una lectura sesgada del derecho internacional con la clara intención de implementar un cambio de patrones culturales, más allá de la eliminación propiamente de todas las formas de discriminación, que era en principio la idea central de estos movimientos que procuraban la reinvindicación de los derechos de la mujer, y en la cual no hay disidencia de ningún sector.
Es por ello sumamente importante la decisión del Poder Judicial de retirar de la Curricula Educativa Básica el párrafo sobre la construcción social de los géneros, en tanto que no sólo es coherente con la Constitución, sino también con el derecho internacional de los tratados. Ello deberá hacer que nuestras políticas en materia de igualdad sean nuevamente reevaluadas, con el objetivo de reconducirlas dentro del verdadero sentido del mandato de la no discriminación, el cual reparte derechos para todos pero sin menoscabar los valores culturales de una sociedad.
Lo otro, es decir, el cambio del concepto cultural, demanda de por medio (sí, y solamente sí) una reforma de la Constitución, y para que ello suceda, no hay convenio que se imponga como erróneamente nos han hecho creer algunos funcionarios de los últimos gobiernos que han estado encargados de implementar bajo cualquier costo la ideología de género, sino la decisión popular habida cuenta que la fuente de todo poder reside en el pueblo.