La Ley 32330 y la imputabilidad penal adolescente: ¿reforma sustancial o simbolismo jurídico?

Escrito por: Richard Jhon Alcca Quinte*

Sumario: 1. Introducción; 2. Análisis interdisciplinar; 3. Estado actual jurídico; 4. ¿Solución a la criminalidad?; 5. Conclusiones.


1. INTRODUCCIÓN

La reciente promulgación de la Ley 32330 por parte del Congreso de la República ha suscitado un intenso debate jurídico respecto a los límites de la imputabilidad penal en menores de edad. Dicha norma introduce una modificación sustancial al artículo 20 del Código Penal, el cual históricamente establecía la inimputabilidad de los menores de dieciocho años. Sin embargo, con esta reforma, se incorpora una excepción que permite atribuir responsabilidad penal a los adolescentes entre dieciséis y menos de dieciocho años, siempre que se trate de la comisión de determinados delitos graves. Estas infracciones, en su mayoría, corresponden a conductas que vulneran bienes jurídicos fundamentales, como la vida, el cuerpo y la salud. Esta modificación representa un giro en la política penal juvenil del país y plantea importantes cuestionamientos en materia de derechos del niño, proporcionalidad de la pena y eficacia del sistema de justicia penal juvenil[1].

En este contexto, surge la necesidad de reflexionar sobre la naturaleza jurídica y los alcances prácticos de la Ley 32330, abriendo una serie de interrogantes respecto a su funcionalidad, aplicabilidad y, fundamentalmente, a su finalidad. La norma plantea un cambio sustancial al establecer la imputabilidad de los adolescentes de dieciséis y diecisiete años, lo cual presupone que esta medida debe generar un impacto positivo en la reducción de la criminalidad juvenil. No obstante, es pertinente analizar si dicha expectativa se sustenta en evidencia empírica y si responde a un enfoque coherente con los principios del sistema de justicia penal juvenil y los compromisos internacionales en materia de derechos humanos.

2. ANÁLISIS INTERDISCIPLINARIO

Uno de los principales problemas que ha enfrentado la legislación penal peruana en las últimas décadas es el tratamiento sobredimensionado o sobrecriminalizador que se ha otorgado a diversos tipos penales. Esta tendencia responde a una lógica punitivista simplista (simbólica), según la cual el aumento de las penas conllevaría una disminución en los niveles de criminalidad. Sin embargo, la evidencia empírica ha demostrado que esta estrategia no solo resulta ineficaz, sino que puede generar efectos contrarios a los esperados[2].

Este fenómeno revela una visión reduccionista del fenómeno criminal, al intentar abordar problemáticas de naturaleza compleja exclusivamente desde el derecho penal, sin considerar otras dimensiones que inciden directamente en la conducta delictiva. Por ello, el tratamiento del problema de la criminalidad requiere necesariamente de un enfoque interdisciplinario que integre aportes de la psicología, la antropología, la criminología y, más recientemente, de las neurociencias[3], las cuales han demostrado cómo las condiciones sociales pueden influir profundamente en la conducta humana.

En última instancia, se evidencia que el derecho penal ha llegado a un punto de agotamiento conceptual y práctico: se presenta, paradójicamente, como un sistema más garantista en términos de derechos fundamentales, pero al mismo tiempo cada vez más punitivo. A esta contradicción estructural se le puede denominar la paradoja penal, propia de un modelo que insiste en soluciones represivas a problemas que exigen respuestas integrales y preventivas.

3. ESTADO ACTUAL JURÍDICO

Antes de la dación de la Ley 32330, nuestro ordenamiento jurídico penal señalaba en su artículo correspondiente que estaba exento de responsabilidad penal el menor de dieciocho años. Sin embargo, con la entrada en vigor de la presente ley, se han introducido una serie de cambios. Entre ellos, se establece que los adolescentes de 16 y 17 años podrán ser juzgados como adultos cuando cometan delitos graves. Además, se modifica el Código de Responsabilidad Penal de Adolescentes, disponiendo que los jóvenes de entre 16 y 21 años sean internados bajo un régimen de tratamiento especial. En casos de delitos de extrema gravedad, los adolescentes desde los 14 años podrán recibir medidas de internación de hasta ocho años.

Ahora bien, es sabido que nuestra Constitución Política del Perú, en su Cuarta Disposición Final, referente a la interpretación de los derechos fundamentales, señala que las normas relativas a los derechos y a las libertades se reconocen de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales ratificados por el Perú. Esto quiere decir que cada norma debe ser coherente con el marco jurídico internacional.

Es así que nuestro ordenamiento jurídico peruano, al haber aceptado y ratificado en 1990 la Convención sobre los Derechos del Niño, debe mantener una plena coherencia con sus disposiciones de carácter vinculante. Dicha Convención, en su artículo 1, establece que se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad, salvo que, en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad. Asimismo, en su artículo 40, numeral 1, señala lo siguiente:

Los Estados Partes reconocen el derecho de todo niño de quien se alegue que ha infringido las leyes penales o a quien se acuse o declare culpable de haber infringido esas leyes a ser tratado de manera acorde con el fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad del niño y la importancia de promover la reintegración del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad.

Además de ello, nuestra norma jurídica de mayor jerarquía, conforme al artículo 4, establece que la comunidad y el Estado protegen especialmente al niño, al adolescente, a la madre y al anciano, en plena coherencia con la Observación General N.° 10 (2007)[4] del Comité de los Derechos del Niño, la cual proporciona una serie de principios fundamentales para una política general.

Entre estos principios destaca la no discriminación, señalando que debe prestarse especial atención a las situaciones de desigualdad y discriminación de hecho, que pueden deberse a la ausencia de políticas coherentes y afectar especialmente a grupos vulnerables como los niños en situación de calle, reconociéndose que muchos niños en conflicto con la justicia también son víctimas de discriminación. Asimismo, toda disposición legal debe tomar en cuenta el interés superior del niño, el derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo, así como el respeto a la opinión del niño.

4. ¿SOLUCIÓN A LA CRIMINALIDAD?

La imputabilidad de los menores de edad como sujetos receptores de la norma penal no es un tema nuevo, dada la compleja naturaleza del ser humano. Sin embargo, esta problemática no corresponde exclusivamente al ámbito del Derecho Penal o la Criminología. En este sentido, pretender solucionar los problemas sociales vinculados a la delincuencia juvenil mediante la reducción de la edad de imputabilidad en dos años, con el objetivo de hacer a los adolescentes sujetos directos de la norma penal, no representa una solución efectiva. Tal enfoque desconoce las causas estructurales del problema y puede resultar contraproducente en términos de prevención y rehabilitación.

Bajo este panorama, podemos retomar la noción que el pensador francés MICHEL FOUCAULT desarrolló en 1975 y que ha sido explicada por CIGÜELA SOLA (2019), quien señala que, en Vigilar y castigar, el autor se plantea por qué la prisión, pese a haber sido considerada desde sus orígenes como un fracaso del sistema penal —ya que no reduce la criminalidad, sino que incluso puede incrementarla—, ha logrado mantenerse como la forma central de castigo durante más de dos siglos. Según FOUCAULT, este aparente fracaso se explica porque el verdadero objetivo de la prisión no es tanto la corrección o rehabilitación del individuo, sino el ejercicio de un control disciplinario sobre ciertos sectores sociales, reforzando así dinámicas de poder mucho más profundas.

En otras palabras, lo que se intenta señalar es que el internamiento o encarcelación de menores de edad no hará más que agravar el problema, ya que la solución no radica en neutralizar el supuesto “mal” que representan, sino en reconocer y desarrollar la potencialidad de estos sujetos. Esto implica implementar un acompañamiento integral en su formación, orientado a la prevención y a su futura reintegración en la sociedad.

En ese sentido, la medida adoptada —que, en sí misma, ha sido apresurada— no ha considerado adecuadamente los límites y condiciones de la realidad carcelaria del país, ni el impacto negativo que implica someter a menores de edad a las mismas condiciones de reclusión que a los adultos. Ello puede propiciar un proceso de aprendizaje criminal y una mayor vulnerabilidad frente a estructuras delictivas consolidadas. Además, no se ha previsto la necesaria reformulación de directrices institucionales ni los recursos económicos y logísticos que demandará la implementación de nuevos protocolos para el tratamiento diferenciado de menores y adultos dentro de un mismo entorno penitenciario.

Este desacierto legislativo solo puede comprenderse desde la presión de la opinión pública, mas no desde un enfoque jurídico-humanista. Es por ello que han surgido voces que consideran positiva la medida, bajo el argumento de que existen adolescentes de dieciséis años —e incluso de menos— que han interiorizado la criminalidad como forma de vida, siendo considerados sujetos potencialmente peligrosos. Desde esta perspectiva, se sostiene que no sancionarlos generaría una situación de impunidad. No obstante, lo cierto es que dicha medida no ha adoptado un enfoque de numerus apertus, sino que se limita exclusivamente a delitos que implican una grave lesión a bienes jurídicos, como el sicariato, entre otros.

Cabe señalar que la postura de quienes abogan por someter a menores de edad a un sistema penitenciario en crisis no se encuentra en consonancia con el artículo IX del Título Preliminar del Código Penal, el cual establece que la pena cumple una función preventiva, protectora y resocializadora. Es decir, nuestro ordenamiento penal ha adoptado un modelo de prevención especial positiva. Como resultado de esta situación, es pertinente recordar lo señalado oportunamente por el profesor de la Universidad de Valencia, BORJA JIMÉNEZ, quien acertadamente afirma:

(…) una respuesta enérgica del poder punitivo puede fácilmente transformar lo que aparentemente es una solución fácil en un nuevo problema, de dimensiones insospechadas. Puede “etiquetar” de por vida al sujeto infractor como “delincuente”, conduciendo su destino a la carrera criminal, con lo que ello supone tanto para la propia persona del condenado como para la misma sociedad, que soportará en el futuro las consecuencias de esa vida abocada al delito (Borja, 2011, p.92).

Sumado a lo anteriormente expuesto, el profesor BORJA JIMÉNEZ[5] (2011) ofrece, de manera clara y fundamentada, diversas razones que justifican la necesidad de establecer un tratamiento diferenciado entre el sistema penal para adultos y el sistema penal juvenil. La primera justificación radica en el grado incompleto de imputabilidad que presentan los menores de edad. Debido a su corta edad y a sus particulares características psicobiológicas, carecen de la madurez suficiente para comprender plenamente el alcance del hecho antijurídico cometido, o para actuar conforme a dicha comprensión. Incluso en los casos en que un menor pudiera demostrar una comprensión similar a la de un adulto, seguiría careciendo de la experiencia de vida y de la madurez emocional que solo el paso del tiempo proporciona, lo cual limita su capacidad para interiorizar de manera plena la significación antijurídica de sus actos.

La segunda justificación que nos brinda el profesor se encuentra en el sensible proceso de formación personal que caracteriza a los menores de edad. Su personalidad se encuentra en constante evolución y aún no se halla plenamente consolidada. El proceso educativo, tanto formal como social, permanece inconcluso, y su proyección laboral, salvo excepciones, aún es incierta. En el ámbito social, sus vínculos afectivos y su círculo de amistades suelen cambiar con relativa frecuencia, lo cual refuerza la necesidad de un enfoque penal que no solo sancione, sino que, principalmente, oriente y rehabilite al menor.

En relación con la problemática expuesta, surgen posturas contrarias a la perspectiva garantista, como la de CARMELA DE ORBEGOZO (2021), quien en su investigación titulada “Responsabilidad penal de los adolescentes en el sistema jurídico penal peruano” sostiene que existen argumentos normativos, dogmáticos y jurisprudenciales que respaldan la imposibilidad de considerar imputables a los adolescentes. Según su posición, la negativa a reconocer esta imputabilidad genera consecuencias negativas como la impunidad y la revictimización dentro del sistema jurídico penal peruano.

DE ORBEGOZO argumenta que, dada la presencia de conductas antisociales en ciertos adolescentes, estos deben asumir responsabilidad penal a partir de los dieciséis años, a fin de preservar la paz social y garantizar la protección de los derechos fundamentales de las personas. Además, enfatiza que los sistemas jurídicos penales en varios países de América Latina han adoptado la posibilidad de tratar como imputables a los adolescentes entre los 16 y 17 años de edad, lo que, en su opinión, representa una respuesta proporcional y necesaria frente a determinados delitos graves.

En concreto, la respuesta estatal —de carácter coyuntural— que enfrenta la inseguridad ciudadana solo desde una perspectiva punitiva, sin abordar sus causas estructurales, termina siendo ineficaz. Esta medida legislativa se volverá inoperante con el tiempo, tanto en su aplicación práctica como en su capacidad preventiva. Por ello, diversos pronunciamientos han cuestionado su falta de análisis integral sobre las consecuencias jurídicas, sociales y humanas de su implementación.

5. CONCLUSIONES

El tratamiento de la imputabilidad no debe fundarse exclusivamente en la pertenencia a un grupo etario socialmente vulnerable, sino en la capacidad real del sujeto para comprender y motivar su conducta en un hecho concreto. A ello se suma que la gestión de la delincuencia juvenil mediante medidas apresuradas, adoptadas sin un adecuado análisis costo-beneficio ni previsión por parte del legislador respecto a sus efectos, conlleva una seria afectación a los derechos fundamentales del adolescente.

Resulta particularmente preocupante que el Estado evalúe políticas represivas frente a la delincuencia juvenil sin considerar un sistema de garantías adecuado, sometiendo a adolescentes a condiciones carcelarias similares a las de adultos, a pesar de que sus trayectorias vitales, niveles de madurez y experiencias son profundamente distintas. Esta equiparación, lejos de reeducar, convierte a los centros de internamiento en verdaderas “escuelas del crimen”.

En consecuencia, se advierte un uso desproporcionado de la medida de internamiento, la cual debería ser aplicada de forma excepcional. Esta tendencia refleja un enfoque legislativo influenciado por el populismo punitivo, que obstaculiza soluciones reales y sostenibles frente a la delincuencia juvenil. Por tanto, es imprescindible considerar no solo las características personales del menor infractor, sino también sus condiciones sociales y su capacidad de autodeterminación. Solo así será posible construir una sociedad más inclusiva, basada en la reciprocidad y el respeto de los derechos fundamentales.

BIBLIOGRAFÍA

Borja Jiménez, E. (2011). Curso de política criminal. Tirant lo Blanch.

Cigüela Sola, J. (2019). Crimen y castigo del excluido social. Tirant lo Blanch.

De Orbegozo Russell, C. (2021). Responsabilidad penal de los adolescentes en el sistema jurídico penal peruano (2.ª ed.). Editorial Grijley.

Tanús Namnum, V. (2018). Tendencia actual de la política criminal. Tirant lo Blanch.


* Abogado por la Universidad Tecnológica de los Andes, egresado de la Maestría en Derecho Penal y Procesal Pena por la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco, autor de diversos artículos en materia Penal y Procesal Penal.

[1] Artículo 20.- Está exento de responsabilidad penal: […] 2. El menor de dieciocho años, con excepción de los adolescentes de dieciséis y menos de dieciocho años, que cometen alguno de los delitos tipificados en los artículos 107, 108, 108- A, 108-B, 108-C, 108-D, 121, 121-B, 129-A, 129- B, 129-C, 129-D, 129-G, 129-H, 129-I, 129-K, 129-L, 129-M, 129-Ñ, 148-A, 152, 170, 171, 172, 173, 179, 180, 181, 189, 200, 279, 279-G, 280, 281, 296, 296-A, 296-B, y los numerales 4, 5 y 6 del artículo 297, así como los artículos 303- C, 317, 317-A, 317-B y 326 del Código Penal, o alguno de los delitos tipificados en el Decreto Ley 25475, que establecen la penalidad para los delitos de terrorismo y los procedimientos para la investigación, la instrucción y el juicio.

[2] Tal como lo señala TANÚS NAMUNM (2018), una de las principales características del derecho penal simbólico es su uso como herramienta para medir la opinión pública, sirviendo al Estado para mostrar su aprobación frente a la sociedad. Actualmente, es evidente la estrecha relación entre el derecho penal simbólico, la expansión del derecho penal, el aumento de la percepción de inseguridad y las demandas sociales derivadas de estos fenómenos. Esta conexión se refuerza al observar que, como parte de dicha expansión, el Estado transmite mensajes orientados a calmar a la población, mostrando una creciente actividad legislativa en materia penal. Sin embargo, esta práctica representa un problema serio, ya que tiende a desviar tanto la gestión de la información como las estrategias de prevención y combate del delito. Como resultado, las medidas adoptadas por el Estado no siempre son las más apropiadas o eficaces desde el punto de vista jurídico, sino aquellas que resultan más populares o aceptadas socialmente, priorizando el impacto político por encima de su efectividad real.

[3] El profesor Cigüela Sola (2019) señala que los avances en neurociencia han incorporado una perspectiva innovadora en el estudio de los efectos de la pobreza, revelando que los niños criados en contextos familiares marcados por la carencia, el estrés elevado y el conflicto constante presentan un desarrollo cerebral limitado. Este impacto se manifiesta, en particular, en regiones asociadas al lenguaje y a funciones psíquicas autorreflexivas. Mediante el uso de tecnologías como la neuroimagen, se ha comprobado que el nivel socioeconómico familiar incide directamente en la actividad de zonas cerebrales vinculadas a la comprensión, la anticipación y el control de respuestas conductuales, afectando de forma significativa el desarrollo cognitivo y emocional de los menores.

[4] El Comité de los Derechos del Niño expresa su preocupación por la criminalización de ciertos comportamientos de niños, como el vagabundeo o el absentismo escolar, que suelen estar ligados a problemas sociales o psicológicos. Estos actos, conocidos como “delitos en razón de la condición”, no son considerados delitos cuando los cometen adultos. Por ello, el Comité recomienda que los Estados eliminen estas disposiciones legales para garantizar igualdad ante la ley entre niños y adultos. También se apoya en las Directrices de Riad, que instan a evitar la estigmatización y criminalización de los jóvenes.

[5] “Si se aplicase en tales supuestos una medida punitiva, que puede ser adecuada para un adulto ante la perpetración de unos hechos similares, el Estado actuaría cruel e ilegítimamente, pues el daño que implica siempre la aplicación de una sanción penal, se multiplica cuando se trata de un sujeto con semejantes características. Si no se mide bien la reacción punitiva del Estado ante el menor de edad, se corre el riesgo de transformar una “aventura”, un “pecado de juventud”, un “acto de inmadurez”, una infracción provocada en gran parte por el tránsito del sujeto por esa etapa de la vida, en una de las peores tragedias de su existencia. En muchas ocasiones, el mero transcurso del tiempo hacia la madurez supone un “pasar página” en la vida del joven infractor que actuará en el futuro como cualquier otro ciudadano. Pero si el sistema penal reacciona de forma retributiva y con finalidades de prevención general, recurriendo a los criterios e instituciones del Derecho Penal de los adultos, es posible que, sin darse cuenta, convierta a un menor con problemas en un auténtico delincuente habitual. No obstante, tampoco se puede olvidar que el Estado tiene la obligación de tutela de los bienes jurídicos esenciales para la convivencia social, incluso frente a las conductas de los más jóvenes de la comunidad. Por ello han existido diversos sistemas para poder conciliar todos estos intereses enfrentados entre sí en muchas ocasiones” (Borja, 2011, pp.95-96).

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