El Fondo Editorial PUCP liberó su colección «Lo esencial del derecho». Ahí destaca el libro Derecho penal. Parte especial: los delitos (Lima, 2017), escrito por el profesor Víctor Prado Saldarriaga. Compartimos este fragmento del texto que explica, de manera ágil y sencilla, cuáles son las modalidades de homicidio según el Código Penal. Así que los animamos a leer el libro.
1. Delitos de homicidio
1.1. Sobre la protección penal de la vida
En el quinto mandamiento de las tablas de la ley mosaica ya aparece como un precepto esencial el mandato divino de «no matar». Desde la antigüedad, la necesidad social de preservar la vida de las personas ha sido siempre una constante y un indicador de civilización; lo cual no ha evitado que a lo largo de la evolución del hombre los atentados individuales y colectivos contra la vida de las personas hayan marcado también sus propias coordenadas de presencia activa en el proceso histórico de la humanidad.
Hoy en día, sin embargo, la vida no solo se ha consolidado como el principal derecho de todo ser humano, sino también como el bien jurídico de mayor significado, tutela y reconocimiento en los convenios internacionales sobre derechos humanos (artículo 4, primer párrafo, de la Convención Interamericana de Derechos Humanos; artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas) y en las constituciones que regulan la convivencia de las sociedades postmodernas y democráticas.
En el caso específico del Perú, en la Constitución de 1993, el artículo 1, sobre los derechos fundamentales de la persona, comienza reconociendo que «todos tienen derecho a la vida»; pero, además, el artículo 5 del Código Civil declara expresamente que «el derecho a la vida es irrenunciable».
Este razonable privilegio que tiene el derecho a la vida en el ordenamiento jurídico internacional y nacional también ha trascendido hacia el ámbito del derecho penal, por lo que el primer delito que tipifica y reprime la parte especial del Código Penal de 1991 consiste, justamente, en un atentado contra la vida de las personas, en matar a otro, en cometer un homicidio (artículo 106).
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Ahora bien, son dos los problemas jurídicos y de política criminal que giran en torno a la vida humana y a los delitos de homicidio. En primer lugar, está la necesidad de establecer un concepto operativo de vida que sirva a los propósitos de tutela efectiva que persigue el derecho penal; y, en segundo lugar, el establecer límites normativos a la protección penal de la vida que respondan a los requerimientos contemporáneos de la ciencia y la interacción social.
En torno a lo primero, cabe reconocer que toda noción biológica, sociológica o cultural de lo que es la vida va asociada siempre a una idea de proceso, tránsito o decurso; es decir, de una secuencia lineal, de un periodo o ciclo de existencia o de sucesos continuos que cada persona debe experimentar en un contexto social.
La vida entonces puede ser identificada como un proceso biológico, pero sobre todo social. Las personas disponen y comparten su vida; viven, pues, para sí y para los demás en un espacio y en un tiempo histórico determinados, dentro del cual deberán cumplir funciones, metas y obligaciones individuales y colectivas, pero que le serán siempre propias.
Como todo proceso evolutivo y biológico, el de la vida de las personas no es indeterminado: tiene siempre un momento de inicio y uno final. La vida humana no es, pues, ajena a esta doble condición natural. Lo segundo entonces es establecer cuáles son, para el derecho penal, esos momentos o límites de la vida como objeto de tutela penal. Si bien en torno a ello se han desarrollado posiciones diferentes, las que se mencionan a continuación son las que en la actualidad han alcanzado mayor consenso en la legislación, en la doctrina y en la jurisprudencia.
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El «inicio de la vida» ha sido fijado convencionalmente a partir de la anidación del cigoto en el endometrio femenino, lo cual marca el comienzo del embarazo con la presencia ya de un ser concebido e individualizable, pero que depende biológicamente de la madre gestante. Este criterio es mayoritariamente aceptado por los especialistas por ofrecer notables ventajas funcionales para una protección efectiva de la vida en esta etapa inicial. En ese sentido, se ha señalado que resulta:
[…] adecuado el criterio de la anidación como límite mínimo de protección de la vida humana por las respectivas pruebas científicas de la biomedicina que acreditan que la vida humana comienza con la implantación del embrión en la pared del útero que se presenta a los catorce días de la fecundación, es cuando el embrión adquiere la individualización, fenómeno de naturaleza genética, y por cuestiones de política criminal (Villavicencio Terreros, 2014, pp. 113-114).
Así, luego de aproximadamente nueve meses, el parto otorgará, además de independencia biológica al naciente o nacido, la condición de persona y de sujeto de derecho.
Y el proceso de «la vida concluye con la muerte». Este límite final ha sido conceptualizado en una doble dimensión como una «muerte biológica» y como una «muerte clínica».
Tradicionalmente, se entendió como «muerte biológica o biofisiológica» a la que se producía con la cesación secuencial de los sistemas fisiológicos del organismo humano, sobre todo de aquellos que condicionan y activan las capacidades funcionales cardiorrespiratorias. Sin embargo, desde mediados siglo pasado, se ha asimilado también la noción médica de «muerte clínica, encefálica o neurofisiológica», que ha sido caracterizada como el cese, también irreversible, de las funciones cerebrales. Su rápida aceptación por la medicina y el derecho ha encontrado razonable justificación en la necesidad de optimizar y legitimar la práctica quirúrgica de los trasplantes de órganos y tejidos. Así, en un contexto normativo, se trata de un estado de muerte que requiere ser declarado y certificado por especialistas en función a la desconexión absoluta e irreversible de toda posibilidad de que el sujeto pueda reestablecer una relación interactiva con el entorno social al cual pertenece. Al respecto, el artículo 7 del reglamento de la ley 28189 («Ley general de donación y transplantes de órganos y tejidos humanos»), aprobado por decreto supremo 014-2005-sa, regula de manera detallada el procedimiento a seguir para el diagnóstico y la certificación de una muerte encefálica.
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La protección penal de la vida humana se proyecta entonces como un mecanismo legal que garantiza la continuidad de ese proceso biológico y sociológico que corresponde «vivir» a cada persona. Opera, por tanto, como una barrera jurídica que procura evitar que dicho tránsito y progresión se acorten, trunquen o frustren en cualquiera de sus estaciones o etapas con una muerte repentina y provocada por la acción u omisión de terceros.
Cabe precisar también que la tutela penal de la vida no adopta una intensidad uniforme y homogénea a lo largo de todo el ciclo vital. Es por ello que el legislador diferencia dos clases de atentados contra ella: por un lado, están los «delitos de aborto», que afectan la vida en formación, dependiente y que tiene lugar al interior del claustro materno; y, por otro lado, los «delitos de homicidio», que recaen sobre una vida en desarrollo e independiente que se califica como tal a partir del inicio del parto. Sin embargo, son los delitos de homicidio los que, conforme a la parte especial del Código Penal, merecen una mayor tutela, desvaloración y penalidad.
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Ahora bien, en torno a la protección penal de la vida, han evolucionado también dos problemas de política criminal que todavía en el presente suscitan encendidos debates y propuestas legales contradictorias. Uno está relacionado con la legalización o flexibilización de la práctica del aborto y el otro corresponde a la descriminalización de la eutanasia. En torno a ambos, el Código Penal de 1991 ha asumido una posición conservadora. De modo que solo es legal el aborto que se practica por una indicación médica en caso el embarazo conlleve riesgos graves para la vida o salud de la gestante (artículo 119). Y, si bien no se admite ninguna forma legal de eutanasia, se aplica una penalidad atenuada a los casos de homicidio por piedad (artículo 112).
1.2. Los delitos de homicidio en el Código Penal
Los delitos de homicidio abren la parte especial del Código Penal de 1991. Ellos se encuentran regulados en el capítulo I, del título I («Delitos contra la vida, el cuerpo y la salud») del libro segundo. La morfología y el articulado correspondiente a esta modalidad delictiva contra la vida en desarrollo e independiente han sufrido importantes transformaciones e innovaciones a lo largo de la vigencia de este sistema normativo. Su configuración actual es la siguiente:
- Homicidio simple (artículo 106).
- Parricidio (artículo 107).
- Asesinato (artículo 108).
- Homicidio calificado de funcionarios y autoridades (artículo 108A).
- Feminicidio (artículo 108B).
- Sicariato (artículo 108C).
- Delitos periféricos al sicariato (artículo 108D).
- Homicidio por emoción violenta (artículo 109).
- Infanticidio (artículo 110).
- Homicidio culposo (artículo 111).
- Homicidio por piedad (artículo 112).
- Instigación o ayuda al suicidio (artículo 113).
1.3. Características generales del delito de homicidio
El delito de homicidio consiste en matar dolosamente a otro, así lo describe expresamente el artículo 106 del Código Penal. A este delito se le denomina también «homicidio simple» y constituye el tipo básico de esta clase de hecho punible. Tradicionalmente, se señalaba que en este delito el agente actuaba con el ánimo de extinguir la vida de otra persona (animus necandi). Así, se criminaliza como homicidio toda conducta que atenta contra el bien jurídico vida independiente. Cualquier persona puede ser autor o víctima de este delito.
Por tanto, el ocasionar la muerte de modo consciente y voluntario constituye la característica típica fundamental que identifica al delito de homicidio. La ley reprime entonces a quien, por medio de una acción u omisión, acorta la vida del sujeto pasivo. La muerte es el resultado antijurídico que produce la conducta homicida. De allí que se considere al homicidio como un delito de resultado, el cual requiere la producción de la muerte del titular del bien jurídico. Este resultado ilícito debe ser imputable normativamente al autor y puede expresarse tanto como una muerte biológica o como una muerte clínica. No obstante, si la conducta realizada por el agente no logra producir dicho efecto letal, se configura una «tentativa de homicidio», la cual es siempre punible conforme a las reglas y efectos que se indican en el artículo 16 del Código Penal.
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El medio empleado, los móviles, la ocasión o las calidades particulares del autor o de la víctima no tienen, en principio, un significado especial para la tipicidad de una conducta homicida. Sin embargo, estas circunstancias adquieren particular relevancia para la configuración de otras modalidades derivadas de homicidio y que tienen una penalidad mayor o menor que la que la ley contempla para reprimir el homicidio simple (no menor de seis ni mayor de veinte años de pena privativa de libertad). Se trata de los «tipos derivados calificados o privilegiados» de homicidio.
El sistema de delitos de homicidio incluye también una «estructura típica culposa» en el artículo 111. Esta disposición, que criminaliza el «homicidio culposo», declara que también es punible la muerte que se ocasiona por una acción u omisión negligente, imprudente o carente de pericia. Ahora bien, en el homicidio culposo, el resultado letal e ilícito le es imputable a quien lo produce por no atender o tomar en cuenta las circunstancias y riesgos que la actividad que realiza proyecta sobre la vida de terceros. Este es el caso de quien mata a otro cuando maneja vehículos sin observar las reglas de transito, de quien provoca iguales daños a la vida de terceros por no aplicar los procedimientos y prácticas propios de una intervención quirúrgica riesgosa o de quien los produce por incumplir los protocolos de seguridad para manipular material inflamable o explosivo. Las formas culposas de homicidio agravan su penalidad cuando hay una pluralidad de víctimas o cuando se ocasionó la muerte por actuar bajo el efecto del consumo de bebidas alcohólicas o drogas.
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Cabe señalar que, si bien el suicidio no tiene relevancia penal, la legislación vigente sí reprime a quien motiva o ayuda a otro a atentar contra su propia vida. En efecto, históricamente se ha considerado siempre como un delito autónomo y afín a los homicidios la «instigación o ayuda al suicidio». En el Código Penal vigente, un delito de tales características se encuentra tipificado y sancionado en el artículo 113.
1.4. Los homicidios calificados
El texto original del Código Penal solo incluía dos tipos derivados calificados de homicidio: el parricidio, en el artículo 107; y el asesinato, en el artículo 108. Posteriormente, se fueron incorporado otras tres modalidades de homicidio calificado: homicidio calificado de funcionarios y autoridades, previsto en el artículo 108A; el feminicidio, introducido con el artículo 108B; y el sicariato, que está tipificado en el artículo 108C. En cada uno de estos supuestos calificados de extinción de la vida, concurre, junto a la conducta homicida del autor, una circunstancia que determina una mayor relevancia penal y genera una penalidad más severa. Cabe señalar, además, que reformas recientes han introducido también circunstancias agravantes específicas para algunos delitos de homicidio calificado. Esta inusual técnica legislativa ha determinado que en algunos casos la penalidad considere la aplicación de la cadena perpetua por el solo hecho de concurrir con el acto homicida «dos o más circunstancias agravantes» (artículo 108B, penúltimo párrafo). Veamos ahora las principales características de los homicidios calificados que contiene la parte especial.
En el «parricidio» del artículo 107, el factor agravante se refiere al vínculo existente entre el autor y la víctima del homicidio, el cual genera deberes especiales y recíprocos de protección, de respeto y de solidaridad. Es esa relación la que otorga una mayor gravedad y desvaloración social al hecho de matar a otro. Sobre todo porque la víctima es un ascendiente, descendiente, padre o hijo adoptivo, cónyuge o excónyuge, concubino o exconcubino, de quien le ocasiona la muerte.
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El «asesinato», en cambio, según el artículo 108, reúne varias circunstancias de agravación del homicidio. En estos casos, el matar a otro adquiere mayor significación punitiva por el «móvil» que orienta la conducta del autor (ferocidad, lucro, codicia o placer); por la «conexión con otro delito» que guarda el acto homicida (para facilitar u ocular otro delito); por el «modo de ejecución» del hecho punible (con alevosía o gran crueldad); o «por el medio empleado» para ocasionar la muerte de la víctima (utilización de fuego, explosión u otro medio capaz de poner en peligro la vida o salud de otras personas distintas a la víctima). Cabe precisar que, con las referencias a lucro o codicia, se alude a un mismo móvil representado por un afán inescrupuloso de obtener riquezas y ganancias económicas como consecuencia de la realización del homicidio (por ejemplo, matar a la víctima para poder heredar su fortuna).
La condición especial de la víctima es el criterio agravante que caracteriza al «homicidio calificado de funcionarios y autoridades». Este tipo derivado calificado, contenido en el artículo 108A, incrementa la pena del delincuente cuando este, por venganza o como forma de represalia o por otra circunstancia análoga, atenta contra la vida de funcionarios o autoridades que están en el ejercicio o por la ejecución de actos funcionales propios del cargo que ellas ostentan o ejercen. La ley contempla una detallada relación que incluye a altos dignatarios del Estado, así como a funcionarios del sistema de justicia y también a autoridades elegidas por votación popular. Se trata, pues, de casos especiales de lo que se criminalizaba históricamente como formas de «magnicidio».
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El «feminicidio» se encuentra regulado en el artículo 108B a través de una compleja estructura normativa. La víctima de este delito es una mujer a quien el agente ocasiona la muerte por su sola condición femenina y por la que expresa un intenso rechazo o repudio. Se trata de un tipo de homicidio calificado que responde al objetivo político criminal internacional de sobrecriminalizar todo acto de violencia de género contra la mujer. El autor del delito proyecta en su actuar homicida una actitud misógina de odio, desprecio y discriminación que se materializa en un conjunto de contextos negativos que comprenden las situaciones de violencia familiar, acoso sexual, abuso de poder, entre otras. La ley regula, para este homicidio calificado, un nutrido sistema de agravantes específicas que ha sido ampliado por el decreto legislativo 1323. Entre ellas destaca el que la acción homicida del autor del delito se realice sabiendo que será presenciada por los hijos de la víctima o por menores y adolescentes al cuidado de esta.
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El «sicariato» es una modalidad calificada de homicidio que toma en cuenta la motivación económica u otra similar, que orienta y decide la acción delictiva del agente. Esto es, la ley sanciona con mayor severidad a quien mata a otro a cambio de una recompensa económica o por un pago estipulado o para obtener otra clase de beneficio. En realidad, se trata de una modalidad especial y autónoma de asesinato por lucro. De allí que el mayor desvalor de esta conducta homicida y la severidad de su represión se encuentran plenamente justificados. El artículo 108C que contiene este grave delito posee una redacción bastante recargada y confusa. En ella se contempla también la punibilidad de quien «ordena, encarga, acuerda el sicariato o actúa como intermediario». Asimismo, en el artículo 108D se ha criminalizado una modalidad de conspiración y oferta para actos de sicariato. En estos casos, el agente concierta con otros la promoción, favorecimiento o facilitación futura de delitos de sicariato; pero también se reprime al que solicita o se ofrece para ejecutar tales prácticas homicidas o para actuar como un intermediario de las mismas.
Se han regulado diferentes circunstancias agravantes específicas para todos estos delitos. Sin embargo, cabe resaltar, por su negativa y reiterada presencia en la criminalidad nacional, aquella agravante que alude al empleo como sicarios de menores de edad.
1.5. Los homicidios privilegiados
También la tradición legislativa del homicidio en el Perú ha considerado la configuración de tipos penales derivados privilegiados de homicidio; es decir, formas de homicidio donde concurren circunstancias que disminuyen o atenúan la penalidad de quien mata a otro. Actualmente se contemplan tres supuestos: el homicidio por emoción violenta, en el artículo 109; el infanticidio, en el artículo 110; y el homicidio por piedad, que está tipificado en el artículo 112.
En el «homicidio por emoción violenta», la menor penalidad responde a la presencia en el autor del delito de un trastorno emocional; es decir, de una conmoción anímica que afecta o debilita el control que aquel tiene sobre sus frenos inhibitorios y determina que ejecute la acción homicida. Esta forma de homicidio privilegiado está prevista por el artículo 109 del Código Penal, donde se asocia el influjo que ejerce la emoción violenta sobre el autor del delito con un desencadenamiento en él de un estado de capacidad penal disminuida que valida la aplicación de una pena menor. No obstante, para que ese efecto de menor punibilidad opere, es menester que las circunstancias que produjeron la emoción violenta sean «excusables»; lo que implica que ellas sean racionalmente idóneas y socialmente aceptables para generar un estado de conmoción anímica que se traduce en sensaciones de odio, impotencia, desprecio, humillación o un afán repentino de venganza. La experiencia jurisprudencial nacional ha asimilado como excusables las emociones violentas generadas por experiencias de infidelidad, traición, deslealtad, abuso sexual o grave decepción.
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Cabe señalar que el párrafo final del artículo 109 traslada también los efectos de la emoción violenta excusable a los supuestos de parricidio que sanciona el artículo 107A. Esta concurrencia de factores que modifican la punibilidad de un homicidio (vínculos especiales entre los sujetos del delito y estado de capacidad penal disminuida del autor del hecho punible), se le denomina también «parricidio por emoción violenta».
Se considera «infanticidio» al homicidio que comete la madre de su propio hijo durante el parto o encontrándose aún bajo la influencia del estado puerperal. A él se refiere el artículo 110 del Código Penal. El privilegio punitivo solo se proyecta sobre la madre a quien también se considera disminuida en su capacidad penal por efecto de los trastornos de personalidad y fisiológicos que son propios del proceso del embarazo o del alumbramiento. Por tanto, cualquier otra persona que participa en la ejecución de un infanticidio será reprimido conforme a la penalidad de un homicidio o de un parricidio.
El infanticidio puede tener lugar en dos momentos: primero, desde el inicio de las contracciones uterinas que dan comienzo al proceso del parto; y, segundo, con posterioridad al nacimiento y mientras dure el estado puerperal. Sobre esto último, la jurisprudencia ha llegado a admitir que este puede proyectar su influencia sobre una mujer parturienta hasta 35 días después del alumbramiento; sin embargo, el apoyo pericial será determinante para identificar los alcances de este segundo supuesto legal.
En cuanto al «homicidio por piedad», en la legislación peruana, toda forma de eutanasia es prohibida y punible; sin embargo, el Código Penal vigente registra una modalidad de homicidio privilegiado donde el móvil de la piedad, por el cual el autor del delito mata a otro, constituye una circunstancia de atenuación de la penalidad.
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Este supuesto legal se localiza en el artículo 112 y su tipo penal demanda la concurrencia de varios componentes. En primer lugar, se requiere que el sujeto pasivo sea una persona que padece una enfermedad incurable; es decir, que su salud esté afectada por un trastorno fisiológico irreversible y no superable por ningún tratamiento terapéutico. En segundo lugar, que tal enfermedad genere como sintomatología especial un cuadro clínico de severos e intolerables dolores a quien la padece. En tercer lugar, que sea el propio titular del bien jurídico quien personalmente solicita de modo expreso e inequívoco que se le acorte la vida para poner fin a su sufrimiento. Y, en cuarto lugar, que el autor del delito ocasione la muerte del enfermo incurable motivado por la misericordia que le suscita los padecimientos de este.