Las grandes revoluciones sociales, aquellas que marcaron un antes y un después en el mundo, se hicieron gracias a la fuerza de la práctica social. Ningún cambio surgió de un momento a otro ni fue fruto exclusivo del azar. Fueron imprescindibles las luchas gestadas en los espacios más cotidianos, los cambios culturales que se impulsaron desde la consciencia y la voluntad de las personas y colectivos.
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Este punto de vista puede ser el marco de referencia a tomar en cuenta, a propósito del debate inaugurado sobre el elitismo académico de “solo hombres” (véase el espléndido texto de Cristina Valega) y otros elitismos que sobreviven unos agazapados y otros no tanto en el espacio universitario.
La igualdad no es un regalo. Eso es lo que tenemos como conquista y acuerdo básico en los tiempos actuales. Es impensable que exista algún reparo siquiera leve sobre el valor instrumental de la igualdad en la configuración de nuestras comunidades o de nuestras relaciones más personales. Hablamos de la igualdad entendida como justificación indispensable de la diferencia, la igualdad como aspiración crítica que debe adquirir significados complejos si tenemos realidades diversas y complejas. Porque al final ninguna comunidad será viable si no se toma en serio la implicancia esencial de la igualdad para crear y mejorar las capacidades de cada quien en cada lugar.
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Cuando esta premisa no se cumple por razones de género, el resultado aparece a la vista y ya se convierte en algo inaceptable por no decir vergonzoso desde cualquier perspectiva ética. Pues ocurre que de esta forma se normalizan las reglas implícitas en el imaginario patriarcal y machista aún imperantes en nuestras sociedades. Entonces, todo lo demás viene por añadidura: el trato desigual en el trabajo, la subordinación de las niñas a roles domésticos, la violencia en última instancia.
El caso del elitismo académico de sólo hombres es una práctica que se vincula con todo lo anterior e implica un retroceso en la lucha por la igualdad. No se trata de abogar por un sentido formal de ésta. Tampoco creo que la pelea se reduzca al simple activismo. La igualdad en este caso, requiere inclusión en forma sostenida y actuante, pues hablamos de un problema histórico sostenido por una práctica y una ideología que aún inspira la dinámica de nuestras instituciones.
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Las razones anteriores se hacen más evidentes y urgentes en el caso de la universidad, por su propio carácter institucional, es decir, por ser un centro de pensamiento crítico, libre de prejuicios y lleno de aspiraciones marcadas por el conocimiento. Se hace aún más obvio el problema en el caso de una facultad de Derecho.
No es posible convalidar la práctica de este mal entendido elitismo. Se trata de un mal crónico que debe ser combatido y erradicado. Desafortunadamente, puede ocurrir que este problema se esconda tras la configuración de otros elitismos, los que a veces existen por el “amiguismo”, por ejemplo, y se imponen, creando un profundo arraigo en varios aspectos de nuestra comunidad académica. Estas dinámicas crean espacios de discrecionalidad que pueden ser el hábitat del trato desigual, sin justificación, en cualquier extremo.
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Por todo lo dicho, librar las pequeñas batallas es fundamental para enfrentar la desigualdad. Los grandes procesos de transformación se alimentan de estas pequeñas luchas. Y esta es la ruta que se debe continuar, si se comparte las ideas de Cristina Valega. La excelencia de la vida universitaria, reclama el aporte de todos los participantes de la comunidad, exige de éstos lo mejor y tiene la responsabilidad de crear las mejores condiciones para que cada quien pueda dar lo mejor.